viernes, 16 de octubre de 2009

Un poco sentimental (y un poco obvio)

But I guess I can´t help being
On the sentimental side

Podríamos decir que el arte del siglo XX se alejó concientemente del sentimiento. La ruptura de las vanguardias, ese quiebre de las formas de arte tradicionales que las alejó cada vez más del público no especializado, implicó de forma directa o como consecuencia secundaria que el arte dejara (por usar una expresión horrible) de hablar al corazón. En el mundo posmoderno la cuestión ni siquiera se plantea como conflicto. En nuestros días el sentimiento es el sospechoso: se lo analiza, se lo interpreta, se lo ridiculiza, se lo manipula, pero ya no se lo deja ser. Pero, con todo, hay una honrosa excepción: de todas las artes, solo el séptimo ha sabido desde su origen y continuadamente mantener en su centro un corazón palpitante. El cine es el espacio en el que el ser humano todavía puede ser humano y se le permite un lugar, por ejemplo, a la ternura.
No sería lícito pensar, como podría haberlo hecho una señorita del siglo XIX, que el sentimiento es lo más importante en la vida. Parte de la legitimidad que tienen los cuestionamientos de la vanguardia tiene que ver con la banalidad inevitable a que conducen ese tipo de ideas. No obstante, es irreductiblemente cierto que el sentimiento es parte de lo que somos como seres de este mundo. En un mundo de cemento y asco, todavía podemos conmocionarnos.
Las aguas parecerían dividirse en la línea que separa las artes viejas de las artes nuevas. Arte nueva, en realidad, solamente hay una, que nació prácticamente con el siglo XX. Pero podríamos pensar en variantes nuevas de la música, como el jazz, el tango, el rock, nuevas mutaciones que, en este sentido, se asocian al cine. Es como si después de atravesar siglos de historia (o por lo menos, el XIX), las artes tradicionales se vieran incapacitadas para reflejar algo tan básico como el sentimiento. El camino ya no se puede recorrer hacia atrás. Las artes nuevas, en cambio, no necesitan romper con nada y pueden existir en una inocencia que a muchos les resulta pueril. Son, también, las artes populares.
De hecho, el cine parece volverse árido solo cuando, por afectación, por contaminación o por exploración, sus caminos se cruzan con alguna de las artes tradicionales. Si se quiere hacer del cine un continente del teatro del absurdo. Si se quiere hacer de la imagen en movimiento una continuación de la pintura. Si se quiere hacer del cine un “medio” para las exposiciones ideológicas. No podría negarse que el cine al alcanzar su “madurez” en muchos casos se volvió horrible.
Pero de un lado o el otro llegan siempre caminos que lo llevan a ese corazón palpitante: ya sea desde un autorismo de honestidad ingenua (pensemos, por ejemplo, en Truffaut) o desde un ámbito comercial que cree que la gente va al cine para conmoverse. Por lo menos por ahora ese corazón no ha dejado de latir.
El sentimiento, por otra parte, existe solo en un punto de delicado equilibrio que muy fácilmente puede degenerar. Sería estúpido negar que la mayor parte de lo que vemos es un sentimentalismo barato, como por otra parte sería necio negar la posibilidad de un sentimiento verdadero.
Podríamos asociar esta idea de sentimentalismo barato con lo que Milan Kundera llama kitsch:
“...el kitsch es algo más que una simple obra de mal gusto. Está la actitud kitsch. El comportamiento kitsch. La necesidad kitsch del «hombre kitsch» (Kitschmensch): es la necesidad de mirarse en el espejo del engaño embellecedor y reconocerse en él con emocionada satisfacción.”
A menudo percibimos este “engaño embellecedor” como una manipulación. Una manipulación que, por otra parte, no tiene por qué ser necesariamente insincera. Puede haber manipulación artera (podríamos imaginar, por ejemplo, en un giro caricaturesco, a un cínico productor de Hollywood diciendo “Más violines, agreguen más violines en la escena del encuentro”), pero también puede haber simplemente kitsch. La distancia entre el sentimiento falso y el verdadero no es de contenido, sino de forma (y, por tanto, puede haber un centro verdadero en un momento falso). El sentimiento falso no es falso por ser irreal, sino por plantearse no como emoción, sino como emoción frente a la emoción (ese “reconocerse con emocionada satisfacción”). El sentimiento falso es el sentimiento de sentirnos “bellos” (si se quiere) por emocionarnos frente a algo que claramente nos dice que debemos emocionarnos. Se produce cuando una película no genera una emoción, sino la imagen de una emoción.
Por supuesto, la línea es sutil y muchos prefieren simplemente negarla. Aun los que no lo hacen pueden pisotearla descaradamente. Pensemos, por ejemplo, en un director de cine, “autor” si se quiere: Won Kar Wai. Es claro que el sentimiento es un elemento clave en toda su filmografía. Hasta sus películas de gángsters son romanticonas. Él supo manejar, por ejemplo, en dos grandes películas como Con ánimo de amar y Happy together todos sus elementos siempre sobre una delgada línea que podría haberlo hecho caer en lo ridículo. Pero no lo hizo. Momentos como, por ejemplo, cuando un hombre viaja al fin del mundo y escucha la grabación del llanto de su amigo podrían resultar asquerosos. Pero precisamente la cercanía con ese límite que no llega a cruzar es la que le da su fuerza. Porque no hay vergüenza. Un paso más allá tenemos My Blueberry Nights. El amor no es menos “verdadero” pero se lo presenta de forma autocomplaciente y la película empalaga más que sus tartas de arándano. Terrible.
No es para nada sencillo lograr un momento tan simple como en el que un adolescente le dice a su amigo “Te quiero”. No puede haber vergüenzas ni dudas. De hecho, podríamos pensar que Greg Mottola construye toda su película Superbad para llegar a ese momento. ¿Por qué casi dos horas de película para llegar a un instante tan breve? Primero porque, peces que vivimos fuera de la verdad sentimental, no podríamos soportarlo de buenas a primeras (como tampoco los personajes). Segundo, porque la verdad de ese momento solo existe a través y a pesar de todo lo que vimos. Lo que vimos no fue una tarta de arándanos: hubo peleas, vómitos, egoísmo, incomunicación, adolescencia. Momentos feos a pesar de los cuales llegamos a un “te quiero” que no resulta necesariamente “embellecedor”. Es un momento que sabemos fugaz.
Lo mismo sucede con Adventureland. Este “verano memorable” es francamente horrible, como el parque en el que transcurre. El propio protagonista dice que no quiere volver a pisar ese lugar, pero nosotros veríamos la película una y otra vez. Tenemos música funcional, colores chillones, violencia, berretada, familias profundamente disfuncionales, bananas piratas, la marihuana que parecería ser lo único capaz de lubricar todo eso. No se trata, como en tanta película realmente berreta, de “ese verano al que querremos volver durante el resto de nuestras vidas”. Cuanto antes termine, mejor. Y en realidad el momento en el que termina podría ser el verdadero comienzo de una película realmente linda. Pero lo que tenemos es esto. Porque muchas veces lo que tenemos es esto. Las escenas románticas prácticamente no se muestran, casi no llegan a articularse en palabras, están rodeadas de su propia negación. Pero existen, como en los rincones. Solo en un espacio así podemos pensar (y vivir) ciertas cosas. Como un invernadero, el espacio para el sentimiento necesita una cuidadosa construcción. Pero el cine, gracias a Dios, sigue siendo terreno fértil.

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