sábado, 2 de octubre de 2010

Una dimensión menos

La revista cultural Ñ publicó un número especial dedicado a las “palabras que cambiaron el cine” o que están cambiando el cine o que van a cambiar el cine. No me interesa discutir esa lista, pero sí hablar sobre lo que se escribió entorno al 3D.
Los dos artículos hablan en particular sobre Avatar, justo en la semana en la que en Buenos Aires se reestrenó la película con algunos minutitos extra. Ambos textos (uno firmado nada menos que por J. Hoberman) atacan el 3D o señalan por lo menos sus peligros. Primer hecho curioso: en la revista se publican dos textos, ambos en contra del 3D, ambos con un tono ligeramente (o no tanto) snob que parece dar por supuesto (al igual que la revista toda) que no es necesario hablar de las posibles bondades de la nueva tecnología porque el efecto se identifica plenamente con un éxito masivo que solo se puede explicar por la estupidez de quien se deja llevar por la emoción de la novedad. Estos textos resultan interesantes, sobre todo, en la medida en que reflejan (o repiten) ideas que circulan entre los “círculos” desde hace, digamos, dos años.
Una cosa que me llamó la atención es que Hoberman se dedica en su texto a reflotar la historia del 3D en el cine. En efecto, esta no es la década en la que se inventó el efecto estereoscópico ni mucho menos; las fuentes hablan de experimentaciones centenarias. Ni siquiera es la primera vez que la gran industria intenta imponer el 3D como novedad impulsaboleterías. Hoberman quiere dar a entender, con este recorrido histórico, que la primavera 3D que estamos viviendo es solo otra etapa en un intento vano y vacío de la industria por imponer un juguetito que distraiga al espectador desprevenido. Pero hay dos aspecos muy importantes que parece dejar de lado.
El primero es que la tecnología 3D que se ha instalado hoy no es la misma que hace cien años, es radicalmente diferente. Desde esas primeras experimentaciones hasta los parques de diversiones a principios del 2000 con cines 3D, el efecto había sido más o menos el mismo, pero el 3D de hoy nació fundamentalmente con la animación digital (es decir, un formato completamente nuevo) y se afianza con Avatar a través de una tecnología nueva. No es lo mismo el efecto con el que alguna vez llegó a filmar Hitchcock que el que usa Cameron y ni hablar Pixar.
El segundo aspecto que no menciona Hoberman es que, junto con el 3D, la industria ha intentado imponer diferentes cambios formales que terminaron triunfando y sin los cuales el cine no sería lo que es hoy. Vamos a lo básico: el sonido sincronizado, el color, el ancho de pantalla, el sonido Dolby, etc. ¿Qué quiero decir con esto? Que junto con el intento frustrado de imponer el 3D, la gran industria supo imponer el cine sonoro, grande, colorido, de sonido envolvente que tenemos hoy. Y cada vez que se dieron esos avances, hubo voces que salieron (con un ligero y no tanto tono snob) a lamentar este avence tecnológico que venía a arruinar un arte ya establecido y autosuficiente, y que no aportaba más que un efecto idiotizante para las masas. Hoy puede resultar difícil imaginar a alguien quejándose porque las películas se producen con sonido sincronizado y podemos escuchar las voces de los actores (en lugar de leer sus parlametos en intertítulos o simplemente desconocerlos); esas personas existieron y tenían sus razones.
Es cierto, como dicen, que muchos de los productos 3D que se han hecho en este poco tiempo no eran gran cosa (la primera película de estas que vi fue Monstruos vs. Aliens), pero eso no es argumento. También ha habido grandes películas que no solo aplicaban el formato 3D, sino que además le daban un sentido fundamental (desde Avatar hasta Coraline y la puerta secreta y Up, por mencionar tres películas hechas con técnicas completamente diferentes). Un elemento nuevo requiere un tiempo en el que la industria logre dominar las nuevas variables. Por otro lado, la gran mayoría de lo que se produce en 2D (como en todo) tampoco es gran cosa. La diferencia es que cualquier cosa en 3D lleva mucha gente a las salas, y eso parece ofender a unos cuantos.
El único argumento más o menos lógico que parecen esgrimir los contra3D es la idea de que la nueva tecnología tiene el efecto de concentrar la atención en la imagen/espectáculo, en detrimento de otros elementos. Primero, eso no es cierto. Segundo, si lo fuera, ¿cuál sería el problema? ¿Quién dice que una película es mejor por ser narrativa, que el cine no puede ser también una exploración visual? ¿Quién sabe cuáles son los límites de lo que se puede explorar con una herramienta nueva? ¿Por qué menospreciar la exploración antes de que ofrezca resultados?
En definitiva, lo que me molesta soberanamente (más allá de la defensa puntual del 3D) son los ejércitos de intelectuales dispuestos a saltar frente a la primera provocación en defensa de un arte ya cerrado. ¿Cuál es la idea?: ¿para qué innovar si ya está todo muy bien? Que hayan visto una película hecha con tecnología 3D que no es buena no quiere decir que toda una dimensión de la imagen sea desechable. Que ellos no puedan imaginar una función estética para un elemento nuevo no quiere decir que este no la tenga, aunque más no sea de forma potencial. Si fuera por los “defensores del arte”, seguiríamos viendo películas mudas.
Gracias a Dios, el cine, arte industrial, responde todavía a los pedidos del público y no a las opiniones de los “especialistas”. Con todas las desgracias que eso supone.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Las vueltas del cine

Estaba el otro día viendo Comer rezar amar (en general me gusta cualquier película que incluya comida, Italia o India; esta tiene las tres cosas, aunque poco más) y casi sobre el final (es una película larga) encontré una escena que me llamó mucho la atención. Estamos ya en el tercio final ("Amar", ambientado en Bali) y apareció Javier Bardem (no crean que se trata de una comedia romántica, el amor, el "matrimonio largo" aparece recién al final). Están él (interesante por lo que tiene de femineizado, de hombre que llora) y Julia Roberts sentados en una cabañita bálica, atardecer, no sé. Después de varios días de relación, el hombre se da cuenta de que "llegó la hora" del sexo (es un novio feminista, sabe darse cuenta). Deja el libro que estaba leyendo a un lado, va a poner música en su equipo y se acerca a Julia para darle a entender que "llegó la hora". Lo interesante de esa escena no es el sexo (que no aparece), este nuevo tipo de personaje masculino en el cine (Javier Bardem hace de brasileño) o la decoración; es la música. ¿Qué es lo que empieza a sonar en el momento de seducción?, una cosa extraña. Se trata de una versión bossa nova, cantada en inglés, del tema "S Wonderful" compuesto por George y Ira Gershin que cantan Gene Kelly y Georges Guetary en Un americano en París. Lo remoto de la cita (sumado al hecho de que su director, Ryan Murphy, es un evidente conocedor del musical) hacen pensar que no se trata de un accidente. Esa canción fue elegida para ese momento.
Las vueltas de las películas y de las canciones que, música global mediante, vuelven a sonar en la pantalla grande casi 60 años después.

jueves, 26 de agosto de 2010

Solitario y final (Nuestros agentes secretos)

Las películas de espionaje cuentan con una larga tradición. Muy larga. Digamos, Hitchcock lo hizo primero. Pero si hay un personaje que se ha vuelto arquetípico, "el" agente secreto, es obviamente Bond, James Bond. ¿Cuántas películas lleva? ¿Cuántas más le quedarán?
El personaje Bond es una especie de fantasía del mundo capitalista: un tipo pintón que resuelve cualquier problema, tiene todos los juguetitos tecnológicos imaginables, no envejece, no tiene vínculos reales, responde a ideas claramente definidas y levanta minas con pala. No es casual que sea justamente él el que se enfrentaba al enemigo comunista, el que terminaba siempre salvando el mundo. El problema, por supuesto, es que hoy el mundo de los espías se quedó sin archienemigos (por más esfuerzos que haga Agente Salt por resucitar paranoias caducas). Bond intentó seguir adelante como si no hubiera pasado nada, como si no hubiera caído el Muro, pero tarde o temprano el cine iba a tener que rendir cuentas.
Lo que tenemos ahora es una nueva especie de agente secreto (representado, fundamentalmente, por la trilogía Bourne, con sucursales en Salt y demás personajes Angelina Jolie). Las cosas cambiaron, por supuesto, pero lo que me llama la atención (habiendo visto recién Agente Salt) es la desolación del mundo de los espías. No es que me despierte nostalgias, pero es notorio; por más conflictos emotivos que tuviera Bond, por más "trágica" que fuera su versión, uno podía en cualquier momento desear su vida de lujos, piernas abiertas y viajes por el mundo. ¿A quién le gustaría ser Jason Bourne? En un mundo mucho más sutil, más complejo y más tecnologizado, las habilidades del espía tienen que cambiar. Bond siempre llamaba la atención, atraía las miradas; los agentes de hoy parecen tener una única cualidad fundamental: desaparecen. Se entiende, en una sociedad hipervigilada lo extraño es poder escapar a las redes de información. El agente de hoy no tiene cualidedas de lord inglés sino de rata. Como una especie de MacGyver informático, sabe cómo hackear cualquier computadora, escapar a las cámaras o robar plata con un puñado de tierra, pintura y algunos cables. El agente hoy no sobrevive gracias al encanto sino gracias a la información: todo sucede en su cabeza antes, se anticipa a todo (incluso a las trompadas). Su patrimonio es el de un entrenamiento más que militar, una disciplina monástica.
No deja de ser simpático: en lugar de una especie de modelo de propaganda de autos, el héroe de las películas de espionaje se acerca a un pirata contracultural. Y en general trabaja en contra del gobierno que lo entrenó: rebeldía. Cuando ya no hay un enemigo externo, los glóbulos blancos se vuelven contra el propio organismo. Pero por otro lado no puedo dejar de pensar en lo frío que se ha vuelto ese mundo. Esa es nuestra fantasía.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Una exploración perpetua, "Dias y noches en el bosque" de Satyajit Ray

La modernidad de Satyajit Ray
No sería fácil clasificar la obra de un director como Satyajit Ray. Heredero innegable (aunque no de forma determinante) del neorrealismo italiano (fuente del cine moderno), no podría decirse que se trate de un director "moderno". Tal vez, como en el caso de Jean Renoir (su influencia más directa o, mejor, su antecedente más importante), nos encontramos ante el más moderno de los directores clásicos.
Alcanza con constatar fechas: el primer largometraje de Ray, Pater panchali, fue estrenado en 1955, diez años después del nacimiento del neorrealismo en Italia. Algo en el cine de Ray pertenece a la modernidad. Pero esta modernidad no responde a lo que en todo el mundo dio a conocerse, unos años más tarde, como "nuevas olas". La obra de Ray responde, si se quiere, a una primera modernidad, a una narración no clásica pero de ninguna forma rupturista. Algo en el modo de filmar de Ray parece liberado a la vez del clasicismo y del anticlasicismo. El cine en Satyajit Ray funciona como si empezara siempre por primera vez, siempre desde cero (como en Renoir).
El hecho de que sus primeras películas (y muchas de sus obras posteriores) fueran historias de época hace pensar, por supuesto, en un cine de tendencias clásicas. Es una idea potente y a la vez insostenible apenas se lo piensa un poco: ¿por qué una película "de época" no podría ser moderna? Ray va a volver una y otra vez a un período comprendido, en líneas generales, por finales del siglo XIX y las primeras dos décadas del siglo XX, algo así como el periodo de gestación de la India actual, y esta recurrencia cimenta una imagen muy parcial de la obra de Ray.
Por otro lado, es innegable que una de las características más fuertes del así llamado "cine moderno" es la voluntad de "reflejar" la vida, salir de un estudio, apuntar la cámara hacia las calles, lo cual rendunda inevitablemente en películas que reflejan su mundo contemporáneo. En este sentido, se podría justificar la idea del Ray "de época" como un cineasta clásico. Sin embargo, no es menos cierto que una buena parte de su filmografía está compuesta por películas que no se remontan a un pasado (más o menos) remoto, sino que reflejan la existencia moderna, fundamentalmente en torno a la ciudad de Calcuta. A este grupo pertenece Días y noches en el bosque, de 1969.

Nuevos cines, nuevos caminos
El año de estreno de Días y noches en el bosque resulta significativo. 1969 fue también el año de estreno de una película de otro importante director indio: Mrinal Sen. Este director, contemporáneo a Ray y, según refencias, fundamental para el cine indio, estrenó ese año la película El señor Some, la historia de un funcionario de una compañía ferroviaria que termina sediendo ante la corrupción imperante y que, al parecer, debe mucho a la nouvelle vague y en especial a Godard. Los libros consideran esta película como la detonante de lo que se llamaría la nueva ola india.
Esta nueva ola, a diferencia del movimiento de cine bengalí de los 50 (dentro del cual empezó a filmar Satyajit Ray), tuvo sus repercursiones en toda la India con películas filmadas en diversos idiomas (a diferencia de Ray quien, salvo contadas excepciones de películas rodadas en hindi, filmó siempre en lengua bengalí) gracias a un gran número de directores que, si bien reconocían la influencia de Ray y sus contemporáneos (en especial, como dijimos, de Sen), fueron muy influidos por directores extranjeros tales como Godard y Bresson, Pino Solanas y Glauber Rocha, Jirí Menzel y Miclós Jancsó, es decir, los grandes representantes de los nuevos cines de todo el mundo. Frente a esta eclosión de nuevas formas de hacer cine y nuevas formas de narrar, Satyajit Ray se mantuvo fiel a sí mismo, con una filmografía siempre coherente pero en permanente búsqueda de nuevos caminos. Un ejemplo de esto es la película que Ray estrenó en 1968 (es decir, un año antes que Días y noches...), Las aventuras de Goopy y Bagha, con la que el director comienza una serie de películas infantiles, a la vez que continúa con sus preocupaciones por el devenir político de la India y realiza en los años inmediatamente posteriores algunas de sus obras más amargas con la llamada trilogía de Calcuta.

Tiempo y destellos
En Días y noches en el bosque un grupo de cuatro amigos de clase media toma unas vacaciones de una semana. La película se abre con los cuatro personajes que viajan en auto en busca de un lugar donde quedarse. Se trata de personas más o menos instruidas, que dejan Calcuta y la zona de Bengala para descansar. Los cuatro se conocen, al parecer, desde hace muchos años, pero no sabremos prácticamente nada de su pasado. A excepción de dos flashback muy breves, toda la película se mantiene en un presente lineal. Ray escribió el guión (basado en una novela preexistente), la dirigió y compuso la música. De nuevo encontramos a Soumitra Chatterjee, actor fetiche de Ray, en el papel protagónico. La actriz principal es Sharmila Tagore, bisnieta de Rabindranath Tagore (a quien su personaje hace alusión en el juego de memoria), que luego alcanzaría estatuto de sex symbol en Bollywood.
Toda esta obra está construida en torno a la idea de las vacaciones, es decir, de un tiempo al margen del tiempo, un momento/lugar vacíos, desconocidos, de exploración, en el que constantemente los personajes se dicen unos a otros que deben dejar sus preocupaciones atrás (son varias las menciones a la falta de noticias de actualidad, a no pensar en el trabajo que los espera al regresar a Calcuta, etc.). El ocio es fundamental en Días y noches... y esto se ve claramente en la forma en que Ray maneja los tiempos de la película. Esta es una película, también, de desplazamientos espaciales, de caminatas, de travellings laterales.
Los momentos esenciales del ocio son, por supuesto, los momentos del juego: en particular, el partido de badmington y el juego de memoria que se desarrolla en el almuerzo bajo los árboles. Ambos son momentos en los que el grupo de hombres de vacaciones interactúa con las mujeres que encontraron en el lugar. Son momentos de no narración, en los que la cámara sigue el juego. Por supuesto, no existen únicamente para manifestar el ocio, sino que funcionan a su vez de distintas maneras: como momento del coqueteo, como construcción de la relación grupal, como definición de los personajes (un ejemplo: en el juego de la memoria, uno de los personajes elije los nombres de Karl Marx y Mao Tse Tung, clara referencia a las ideas que sostiene; la protagonista menciona a Rabindranath, como dijimos, y después se deja perder). Pero más allá de estos momentos, un tempo lento permea toda la película: caminatas por el bosque, un atardecer, la escena de los personajes sentados en las escelaras de la cabaña hablando sobre el pasado, los hombres que se duchan, las noches de alcohol, la feria. Acompañamos a los personajes, pareciera, para disfrutar junto con ellos de un momento de distensión.
El grupo de hombres marca claramente una distinción campo/ciudad, Calcuta/bosque, que en este caso tiene una manifestación concreta en el que hecho de que han dejado incluso la región de Bengala para entrar en un territorio que ninguno de ellos conoce. Cuando se abre la película, los personajes parecieran estar leyendo una guía de turismo, en la que se habla del lugar que van a visitar con un marcado tono de exotismo ("las mujeres son todas de piel oscura y jóvenes"). Esta mirada exotica (la mirada del turista) va a atravesar el comportamiento de los personajes a lo largo de toda la película y se ve atravesada también por una diferencia de clase: los hombres que vienen de la ciudad son los que tienen dinero. Estos personajes van repartiendo dinero a su paso, casi propagando la corrupción (lo cual se hace explícito en el principio, cuando sobornan al guardia de la cabaña para poder quedarse, tema que se va a retomar recurrentemente en la película). No se trata, por supuesto, de gente rica, ellos mismos reconocen su extracción de clase media, pero en comparación con este lugar agreste, parecen serlo, si bien hacia el final vemos cómo se van quedando sin dinero. Ellos son gente instruida, que buscan chicas "de buena familia" y tratan a los lugareños con cierto desprecio (como cuando emplean a las mujeres para que los abaniquen o al hombre al principio para que sea algo así como su sirviente temporario; pero, sobre todo, esto se ve en el trato hacia el guardia de las cabañas, que tiene a su esposa enferma y no puede atenderlos bien).
Por otra parte, estos hombres representan, al igual que las mujeres con quienes trabarán relación, una India más urbana y, por tanto, más moderna. Se puede ver en lo más superficial: la forma de vestirse de la protagonista (y, en paralelo, de la novia que vemos en el flashback) responde a tendencias claramente occidentales, aspecto que se ve reforzado cuando recorremos su "casa de meditación", en la que tiene libros de autores ingleses y discos de música clásica europea, de Los Beatles y de jazz. Se nota incluso lingüísticamente: el grupo de hombres de Calcuta constantemente siembra su discurso con palabras en inglés y uno de los personajes se vanagloria de lo bien que lo habla frente a las mujeres. El inglés, como marca de educación (en oposición a lo autóctono, la provincialidad que manifiesta todo lo relacionado con el lugar que están visitando), pone en evidencia el status, la pertenencia a ciertos círculos.
Este deambular de personajes jóvenes de clase media, rodeados de referencias occidentales (en el juego de la memoria: "¿Cuál Kennedy?" "Bobby"), preocupados por el placer, por las relaciones, viviendo en una irresponsabilidad alegre puede hacer pensar en las películas de la nouvelle vague. Alberto Elena se refiere a este película como un "muy particular ajuste de cuentas con la nouvelle vague". El tipo de personajes recuerda a las obras de Godard y de Truffaut; la forma de manejar el tiempo, la narración casi nula, ese "aire joven". Pero las similitudes son superficiales (de ahí, suponemos, la idea de "ajuste de cuentas"). La forma de narrar, como dijimos, no es nueva en Ray. Por otro lado, si bien es cierto que la película presenta este mundo, claramente lo hace insertándolo en un contexto más amplio.
Los límites están presentes desde el principio: los dos flashback (como dijimos, únicas alteraciones temporales que presenta la película) nos hablan, a la vez que del pasado de los personajes, de un mundo exterior a estas vacaciones, de una vida adulta con responsabilidades y consecuencias. Estas prehistorias en realidad sugieren más de lo que dicen: en la primera no llegamos a conocer el contenido de la carta que genera el conflicto; en la segunda, apenas si vemos al personaje de Soumitra Chatterjee vestido de traje en una gran reunión social elegante. Podemos inferir que el personaje sufrió algún tipo de caída, sabemos que le produce culpa o preocupación. ¿Qué dice esto?: estos personajes no viven en una juventud cómoda, sino en un mundo adulto, del cual escapan de forma conciente.
Todas las libertades que este grupo maneja en la primera hora y media de película empiezan a desmoronarse hacia el final. O, más bien, las consecuencias de sus actos comienzan a cerrarse sobre ellos. Un caso ejemplar: el personaje que termina golpeado, el hombre deprimido porque fue abandonado, que se enamora de la mujer local, con la que finalmente se acuesta y a la que prácticamente prostituye. Antes había acusado a su sirviente, sin evidencias concretas, de haberle robado la billetera. Este hombre falsamente acusado lo sigue al bosque, lo golpea y termina por robarle. Tenemos el encuentro sexual frustrado con la viuda, el momento de concreción de un coqueteo que estaba flotando en el aire, que existía como mero divertimento y que a la hora de llegar a una realidad, no funciona. La situación del guardia de la cabaña: vemos por primera vez por la ventana de su casa para conocer la realidad de su situación trágica. El accionar de estos hombres de vacaciones puso en peligro el trabajo del padre, amenazando a la familia con caer en una situación todavía peor. La única resolución positiva de todas las historias es la que se da entre los protagonistas: una historia de amor que nace, que supera los estereotipos (modernos) como promesa de un vínculo verdadero.
El protagonista revela tener conciencia real de su comportamiento, de las consecuencias de sus actos, de sus motivaciones. Estas vacaciones fueron una construcción voluntaria: está presente la idea de escapar de las normas, de huir, lo cual deja en evidencia (de forma apenas sugerida) una vida en la ciudad que está lejos del idilio canchero que podía hacernos suponer el principio de la película. La vida en Calcuta (la vida del trabajo) resulta opresiva. Se perfila una visión oscura. En esta misma línea tenemos el tratamiento (fugaz pero muy fuerte) del lugar de la mujer y, sobre todo, del lugar de la viuda: "cuando un marido muere, muere solo". Estos momentos, breves pero contundentes, exploran profundidades que claramente estaban presentes en esta obra, sin llegar a desarrollarse. La complejidad de Días y noches en el bosque se vuelve evidente a medida que uno va descubriendo nuevas capas.
De todas formas, como suele pasar en Ray, hay un elemento muy fuerte de amor y empatía que tiñe todo de un tono particular. Esa fascinación por el cine, por lo que se está filmando, se permea hasta el espectador. Lo vemos en un instante muy concreto: cuando los protagonistas recién acaban de ver la situación en la que viven el guardia y su familia (un elemento social muy claro), el momento se corta porque ella le dice que mire hacia el bosque. Entonces vemos (tal vez con un plano subjetivo) cómo dos animales salvajes (unas gacelas) corren entre los árboles y se van. Este momento documental y casi milagroso (más de una vez se había dicho que hoy en día no se ven animales salvajes por la zona) dispara un instante poético que termina en pocos segundos y que existe por sí mismo. Esa fascinación, ese instante, define también el cine de Ray y suma sentidos nuevos en esa exploración constante que es cualquiera de sus películas.

sábado, 10 de julio de 2010

Verónika se toca

Chucherías
Verónika decide morir es una película incontinente; intenta caminar derecho pero cada tanto se le escapan chorritos de cine. Acumula personajes, perlitas filosóficas, pero hay algo que se rebela a seguirle el hilo. En este sentido, el libro de Paulo Coelho le hace mucho bien: la historia que se quiere transportar de la novela a la pantalla es tan profundamente banal, tan falsa sin ángulos que uno deja de prestarle atención desde la secuencia anterior a los títulos.
Uno de los aspectos intrigantes de esta adaptación que suponemos intenta ser fiel es que la película incorpora elementos que probablemente estén explicados en el libro pero acá resultan completamente gratuitos. El mejor ejemplo es la ascendencia eslovena de la protagonista. ¿Por qué Verónika tenía que ser eslovena?; es irrelevante, tanto argumental como simbólicamente. Detalles como ese quedan tan deliciosamente descolgados que uno no puede más que disfrutarlos. Por supuesto, todo llega: aparecen los padres de Verónika frente a cámara y nos chocamos con ese hermoso acento del padre, que parece producir en su paso por los labios una sinfonía de temblequeos y tics actorales increíbles. ¿Otro detalle?: la carta de suicidio dirigida a una revista de modas. Incluso los personajes dentro de la película se ríen de semejante ocurrencia. Hay rincones como estos que esconden placeres inesperados para el espectador.
Uno de los momentos más interesantes de esta película es aquel en el que la protagonista (una Sarah Michelle Gellar que creció) parece resolver sus problemas psicológicos gracias a la masturbación. Es de noche, la luz entra por la ventana en un ángulo rarísimo, Verónika se pone a tocar el piano “con sentimiento” y una vez que termina de tocar la pieza, se empieza a tocar a sí misma. Al día siguiente de este orgasmo musical, la paciente que sufría de depresión e intentó suicidarse ha descubierto que tiene muchas cosas que quiere hacer antes de morir. Es decir: descubrió el placer de vivir en su clítoris. Y no solo eso: al presenciar la masturbación de Verónika, el “paciente lindo” se cura también. No creo haber visto antes en el cine semejante apoteosis de los poderes liberadores de la masturbación.
También resulta muy curiosa la ambigüedad con la que se maneja la figura del director del hospital psiquiátrico privado en el que está internada Verónika. Este es el personaje que va a articular todas las verdades (que son unas cuantas) acerca de la vida. Hay pequeños cuentos fantásticos, anécdotas metafóricas (aquella de cómo fue que adquirió su forma el teclado “qwerty” tal como lo conocemos hoy), conversaciones profundas (en las que, por algún motivo, el psiquiatra charla con una de sus pacientes acerca de los demás internados). No se trata de una simple figura paternal, este hombre sabio también aprende una lección al final: la lección del amor. Lo interesante (más que interesante) son los momentos en los que en esta figura se cuelan matices por demás siniestros. Y son varios. Por un lado tenemos los tratamientos (que parecen salidos de la década del 40) con los que “cura” a ciertos pacientes. Por otro, está su costado carcelario. La forma en que menosprecia a esos pacientes por los que a la escena siguiente muestra una “profunda compasión” no deja de ser desconcertante. No se entiende muy bien qué es lo que está haciendo este hombre, el componente sádico está a flor de piel.
Y después tenemos ideas maravillosas como granos de arena. La que me parece más simpática es cómo se representa al “paciente lindo”: un chico joven que fue más o menos abandonado por su familia en esa institución, que después de un accidente de tráfico en el que murió su novia no volvió a hablar. Este paciente deambula a lo largo y ancho de la película como sombra o como voyeur; no hace, casi no interactúa hasta que lo cura el orgasmo mágico de Verónika. Nótese el modo en el que, cuando todavía está loco (es decir, no habla) el muchacho es incapaz de mover el cuello, su cabeza está cementada directamente sobre sus hombros. Cuando se le pasa lo loco (casi a pesar del director del hospital), de pronto recupera la movilidad de los músculos cervicales, como si el cerebro estuviera asentado en la nuca y de su flexibilidad dependiera la capacidad de reaccionar y adaptarse al medio que nos rodea.

Exploraciones
Más allá de todo esto, en el centro de Verónika decide morir hay una doble exploración. Pero, a diferencia de la búsqueda del “sentido de la vida” que llevan a cabo sus personajes (verbal y resuelta de antemano), estas exploraciones son puramente cinematográficas y reflejan aquella escena en la que Verónika se explora a sí misma: liberan a la película de todos sus complejos.
En primer lugar, justamente, tenemos a Sarah Michelle Gellar, que aparece vieja. O, digamos, no parece histéricamente joven. Según los cálculos, su personaje no debería llegar a los 30 años, pero la propia presencia de la actriz lo desmiente. Los planos cerrados sobre su cara son tan inmisericordiosos que casi podemos ver cómo se desintegra una de esas figuras plásticas que la televisión (y en parte el cine) nos habían construido. Uno no puedo sino quererla a Sarah por haberse sometido a un proceso tan desgarrador. Del otro lado encontramos a una actriz que desborda a su personaje (también, en parte, por una actuación limitada); corpórea, con piel y pecas, digamos. ¿Dónde estaban las pecas en el cine contemporáneo? Verónika decide morir las rescata para nosotros. Sarah se arriesga a no parecer una eterna pendeja y a cambio la encontramos muy sensual en más de un momento. Y no necesariamente durante la masturbación. Alguien que acepta actuar en la escena de la pileta con esa malla tan poco favorecedora claramente no está preocupada por verse glamorosa y se entrega a la cámara de cuerpo entero. Podemos ver cómo las carnes de sus piernas se sacuden bajo el agua. Es toda esa carga de sensualidad, todo ese cuerpo verdadero el que logra que la escena masturbatoria sea realmente sexual, a pesar del modo puritano en que está montada.
Pero la exploración fundamental de esta película es otra. Resulta sorprendente encontrar hoy en día en un producto más o menos “comercial” un uso tan artificioso de la luz. No se trata únicamente de las escenas nocturnas, en las que los focos de luz directa y absurda generan ángulos, cortes y sombras. Se ve sobre todo de día. Toda Verónika decide morir parece estar velada, el blanco la inunda. Pero un blanco feo, no estilizado. No vemos el blanco, casi no lo podemos mirar de forma directa. Al principio parece un error de fotografía, pero el recurso se maneja de manera sostenida en todo el metraje: las cortinas contra las que contrasta el perfil del médico, el cielo entre los árboles, la escena de la entrevista de Verónika con sus padres (en la que ella, en penumbra, queda encerrada entre dos potentes zonas de luz). Aunque más no sea de paso, la luz va a encandilar la cámara. Eso sumado al uso del fuera de foco y una cámara inestable genera una infinidad de momentos abstractos en los que de pronto dejamos de ver una película y desfilan ante nosotros formas redondeadas. Están también las escenas rutinarias, con luz normal y superficies definidas, pero solo sirven para poner en evidencia hasta dónde llega en sus viajes esta cámara. La luz es el verdadero tema de Verónika decide morir.
El celuloide quemado y la piel de Sarah Michelle Gellar son el mapa por el que se desliza la película.

martes, 29 de junio de 2010

Cine histérico

Al ir a ver una película como Brigada A uno esperaba encontrar una especie de gaseosa con sabor a nostalgia. Digamos: muchas explosiones, algún plan más o menos ingenioso, chistes de trazo grueso, todo eso que la televisión reaganiana supo distribuir sin ton ni son y que para tantos deletrea “infancia”. Por supuesto, todo aggiornado con más velocidad, cancherismo siglo XXI y tecnología. En parte, eso es lo que intenta hacer esta nueva versión de la vieja serie, seguir la receta de lo que alguna vez tuvo éxito. Pero hay varios problemas; creo que los más graves son tres.
El primero lo podríamos llamar una especie de histeria cinematográfica. ¿Qué quiero decir con esto? Por supuesto, todo Brigada A está plagado de un montaje aceleradísimo, bastante efecto especial y mucho paneo, todo lo que da velocidad. No es algo que me guste particularmente, pero no está usado particularmente mal. Pero sí hay otra cosa que me llama la atención: en varios de los momentos centrales de la historia, el director de esta cosa parece entrar en una especie de ataque de epilepsia y decide contar por lo menos dos y hasta tres hechos a la vez. Un ejemplo: cuando se da la gran explosión de la supuesta conspiración que condena al “equipo Alfa” y en la que muere el teniente (o capitán o qué sé yo). Hubo toda una gran secuencia de acción, parece que la misión se resuelve para bienes y de pronto estalla una bomba en el vehículo en el que viajaba el teniente amigo. Vuelan cachos por los aires y de pronto, con montaje paralelo, la película empieza a contar también el funeral de ese teniente (un hecho posterior) y, casi superpuesto con esto, el juicio militar que se le hace al equipo por esta supuesta traición (un hecho posterior a este otro). Tres momentos fundamentales argumentalmente se nos muestran amontonados, fragmentados y sin orden. El espectador, atacado por todos los flancos, busca atajarse como puede frente a todo lo que está pasando y apenas si alcanza a chapotear en las aguas que propone esta película. Son tres hechos consecutivos, encadenados causalmente y fundamentales para la historia (el punto de partida del argumento), pero se sacuden de tal forma en la pantalla que en lugar de explicar o desarrollar (ni pensemos en hacer disfrutar) al espectador lo que está pasando, lo golpean.
El segundo es una especie de tendencia sobreexplicativa que, sospecho, proviene de una profunda subestimación del espectador y, más abajo, de una pasmosa estupidez narrativa. Si, como dijimos, en los momentos clave todo se acelera a niveles casi incomprensibles y pierde por un rato al espectador, por algún motivo esta película decide que las secuencias de acción deben ser explicadas minuciosamente (verbalmente), paso a paso al espectador. ¿Qué quiere decir esto? Que, de nuevo con montaje paralelo, cada vez que se acerca una secuencia de acción más o menos importante, la película se embarca a mostrarnos no solo esta secuencia mencionada, sino también, al mismo tiempo, el momento (anterior) en el que un miembro del equipo explica a los otros cómo va a ser el plan a seguir. Digamos, vemos que arranca un camión blindado e inmediatamente vemos al equipo en algún galpón diciendo “el camión va a tomar por este camino y lo vamos a interceptar en este punto”, entonces vemos ese punto y cómo llega el equipo a sus posiciones, después volvemos al galpón y el mismo hombre explica “bueno, ahora nos vamos a subir al camión” y vemos entonces cómo se suben al camión. Y así. No puede pasar nada en estas secuencias sin que esté rigurosamente explicado. No se trata del mecanismo de los ilustres precedentes de las películas de Melville o El aura, películas en las que se explica de forma ridículamente detallada cuál es el plan y después vemos qué pasa en la realidad. No. Acá lo que vemos es la escena “real” atravesada por la explicación teórica hasta el punto en que en medio de la situación “real” uno de los personajes se pone a hablar en respuesta al hombre que estaba explicando el plan antes. Es decir, llega un momento en el que no sabemos si lo que estamos viendo es el plan llevado a cabo (interrumpido todo el tiempo) o una representación visual de cómo debería desarrollarse todo en la realidad. Los indicios (como este personaje que habla a otro que está en otro tiempo y espacio) nos hacen suponer que en realidad lo que vemos es solo el plan puesto en imágenes, pero cuando llegamos al final resulta que la secuencia de terminó y eso que habíamos visto era el momento que supuestamente debería habernos emocionado. Pero nos enteramos tarde.
Esto está directamente relacionado con lo que llamaría el tercer error de esta película: una autoconciencia espesa que no da respiro. ¿Y esto por qué? Porque a diferencia de lo que suponíamos que sería esta película (un ligera y entretenida película de acción sin demasiados complejos) resulta que en realidad es una película que todo el tiempo dice lo canchera que es y por tanto se preocupa más por mostrar su propio cancherismo que por entretener al espectador. Es lo que pasa (y en parte explicaría) en esas secuencias de “acción explicada”, una especie de violencia sing along. Pero lo vemos también en otra de esas secuencias de acción que debería ser divertida y lo es un poco más. Me refiero a la secuencia del tanque que cae por los aires. Resumiendo: el equipo está escapando en un avión militar que robó, el avión es derribado y para escapar todos se suben a un tanque que había dentro del avión y se tiran al vacío. Una situación, claro, con mucho suspenso y bastante disparatada. Es el momento en el que Brigada A más se acerca a lo que podría haber sido. Pero hay algo que me molesta: mientras esta gente está cayendo por el aire y tratando de evitar morir, ellos y otros no paran de decir “están tratando de pilotear un tanque”, “están tratando de pilotear un tanque”. O sea, no alcanza con ver una situación ridícula (que podría ser ridículamente divertida) en la pantalla, hace falta que por lo menos uno (en este caso, varios) personajes digan (varias veces) “esta situación es ridícula”. Por si esa gente que está ahí sentada en sus butacas (o donde sea) no había entendido que se suponía que en este momento tienen que divertirse porque están viendo algo ridículamente divertido.
En principio no consideraría la autoconciencia como un rasgo necesariamente negativo ni mucho menos, pero en una película de estas características resulta francamente incómoda. Uno no puede entregarse a la diversión si constantemente le están diciendo “esto es divertido”. A Brigada A le convenía que quien mira no piense demasiado y ella no hace más que pensar verbalmente todo el tiempo.
Todo se reduce, creo, a una idea muy llana que esta película tiene de la persona que la está mirando. El espectador tiene que ser sacudido, llevado paso a paso, hay que explicarle con todas las letras en qué momento se supone que se tiene que divertir. Casi parece que la película no confiara en su propio contenido como material suficiente para sostener la atención. ¡La historia no alcanza, la acción no alcanza! En un arranque de baja autoestima, esta película se tira por la ventana y sacude todos los papelitos de colores que encuentra en el camino para, ya que no puede divertir al espectador, por lo menos confundirlo hasta que crea que la pasó bien en la sala (o donde fuera).

lunes, 28 de junio de 2010

Raya cine

Gracias a un ciclo organizado por la Sala Lugones, pude conocer al director filipino Raya Martin, uno de esos nombres que uno escucha (un nombre que se escucha), pero al que todavía no había visto. Ahora, gracias a esta ciclo, no solo pude ver algo del director, sino que pude ver bastante, maravillas de este tipo de ciclos en los que se puede ver la filmografía completa de un director muy joven.
A primera vista, dependiendo de con qué películas uno se encuentre primero, se puede ver en Martin mucho de lo que ya se había visto en otro lado. Un ejemplo: Autohystoria se abre con un plano secuencia que dura prácticamente media hora, en el que vemos a un hombre caminar de noche por una ciudad (presumiblemente, Manila) y nada más. Cruza esquinas, pasan autos, motos, la cámara lo sigue desde la vereda de enfrente, casi no hay cambios de encuadre. No sé cuántos planos secuencia existen (ni cuánto duran) de este tipo, pero la idea en sí no es demasiado diferente de otras que uno ha visto ya en el cine ultramoderno. Después la cosa cambia un poco, la película introduce referencias históricas y todo eso cobra sentidos. No diría que Autohystoria es una película mala. Tampoco podría decir que es buena. Como me pasa con buena parte de este cine (cine que vemos, por ejemplo, mucho en el Bafici), más que bueno o malo me resulta “interesante”.
¿Qué quiere decir esto? Que a lo mejor cuando termino de verlo me doy cuenta de qué era lo que se suponía que querían decir esos planos interminables y todo cobra sentido. O que a lo mejor mientras lo estoy viendo puedo interpretar qué es lo que se supone que quiere decir el director o qué es lo que este director elige mostrar “que en otros cines no se muestra”. Pero de ninguna forma eso quiere decir que disfrute de esta película mientras la estoy viendo. Los primeros trece minutos de Una película corta acerca del indio nacional en los que vemos cómo una mujer se mueve en su cama sin poder dormir y suelta alguna lágrima, como en tantas películas de este tipo, los pasé buena parte pensando en cualquier otra cosa. Probablemente sea una limitación mía. No le niego su valor, pero de alguna forma para mí no funciona. Muchas veces descubro que estas películas son mucho más atractivas como sinopsis o como interpretación posterior que como hecho estético en sí.
Pero hay otro costado de Martin que me resulta mucho más interesante: ese en el que este director (que está en la cresta de la ola) se vuelve arcaico. Cuando la vanguardia toca el primitivismo. Está en la segunda parte (la más interesante) de Una película corta... y en Independencia. En esas películas, Martin decide trabajar de forma directa la historia de su país desde una estética que quiere parecerse a la de las películas de principios del siglo XX, a un cine mudo o muy primitivo. Se trata, claro, de una propuesta arbitraria, pero el producto es fascinante visualmente. Por lo menos para mí. Esa cámara fija con plano de proscenio tiene algo encantador. Pero sobre todo me compran los planos fijos de la naturaleza filipina (aunque esto es un gusto puramente personal). Hay algo muy interesante en la reelaboración desde el cine más moderno del cine más primitivo (con todo lo que tiene para nosotros de distancia, pero que tenía a su vez de libertad).
Mi problema con esta otra parte del cine de Martin no es de gustos, sino de principios. Lo dicho: esta parte de sus películas me gusta, pero no estoy seguro de que tenga sentido que el cine siga estos caminos. Porque es evidente que lo que tiene de encantadora esta estética (vaya a saber uno si esa era la intención del director) depende exclusivamente de un conocimiento previo del espectador. Para entender Independencia es casi fundamental que quien está viendo conozca (por lo menos en teoría) ese cine prehistórico que se está refritando. En otras palabras, cine para cinéfilos, cine de festival (o para ciclo), cine para ser interpretado, no vivido.
Encontré hace poco estas palabras del gran crítico Héctor Soto:
“El día que [en el cine] pase a mandar más el erudito que el público entusiasta y de buen sentido, más burócratas culturales que el mercado, el cine dejará de ser plebeyo... apestará a alta cultura, a naftalina y a metalenguaje. Un hedor irrespirable.”
¿Qué hacer con todo esto?
Por supuesto que hoy el cine pasa únicamente de forma tangencial por las salas de cine y el “público entusiasta” no lo mide todo por la sencilla razón de que no puede ver ni una parte muy chiquita del todo. Pero con Raya Martin no se trata únicamente de un cine que no logra entrar en el circuito comercial por una competencia desleal con los grandes tanques de Hollywood. Raya Martin (como mucho “cine Bafici”) no podría entrar ni en el circuito comercial del país más utópico con la distribución más comunista imaginable, porque su idea no es hacer cine, sino hacer cine sobre cine (véase Próxima atracción), un campo de interés no por muy específico poco interesante, pero sí muy limitado. Eso no quiere decir que no me guste, pero sospecho que cuando este cine ultramoderno se quede sin cosas que decir sobre sí mismo, entrará en coma.