sábado, 10 de julio de 2010

Verónika se toca

Chucherías
Verónika decide morir es una película incontinente; intenta caminar derecho pero cada tanto se le escapan chorritos de cine. Acumula personajes, perlitas filosóficas, pero hay algo que se rebela a seguirle el hilo. En este sentido, el libro de Paulo Coelho le hace mucho bien: la historia que se quiere transportar de la novela a la pantalla es tan profundamente banal, tan falsa sin ángulos que uno deja de prestarle atención desde la secuencia anterior a los títulos.
Uno de los aspectos intrigantes de esta adaptación que suponemos intenta ser fiel es que la película incorpora elementos que probablemente estén explicados en el libro pero acá resultan completamente gratuitos. El mejor ejemplo es la ascendencia eslovena de la protagonista. ¿Por qué Verónika tenía que ser eslovena?; es irrelevante, tanto argumental como simbólicamente. Detalles como ese quedan tan deliciosamente descolgados que uno no puede más que disfrutarlos. Por supuesto, todo llega: aparecen los padres de Verónika frente a cámara y nos chocamos con ese hermoso acento del padre, que parece producir en su paso por los labios una sinfonía de temblequeos y tics actorales increíbles. ¿Otro detalle?: la carta de suicidio dirigida a una revista de modas. Incluso los personajes dentro de la película se ríen de semejante ocurrencia. Hay rincones como estos que esconden placeres inesperados para el espectador.
Uno de los momentos más interesantes de esta película es aquel en el que la protagonista (una Sarah Michelle Gellar que creció) parece resolver sus problemas psicológicos gracias a la masturbación. Es de noche, la luz entra por la ventana en un ángulo rarísimo, Verónika se pone a tocar el piano “con sentimiento” y una vez que termina de tocar la pieza, se empieza a tocar a sí misma. Al día siguiente de este orgasmo musical, la paciente que sufría de depresión e intentó suicidarse ha descubierto que tiene muchas cosas que quiere hacer antes de morir. Es decir: descubrió el placer de vivir en su clítoris. Y no solo eso: al presenciar la masturbación de Verónika, el “paciente lindo” se cura también. No creo haber visto antes en el cine semejante apoteosis de los poderes liberadores de la masturbación.
También resulta muy curiosa la ambigüedad con la que se maneja la figura del director del hospital psiquiátrico privado en el que está internada Verónika. Este es el personaje que va a articular todas las verdades (que son unas cuantas) acerca de la vida. Hay pequeños cuentos fantásticos, anécdotas metafóricas (aquella de cómo fue que adquirió su forma el teclado “qwerty” tal como lo conocemos hoy), conversaciones profundas (en las que, por algún motivo, el psiquiatra charla con una de sus pacientes acerca de los demás internados). No se trata de una simple figura paternal, este hombre sabio también aprende una lección al final: la lección del amor. Lo interesante (más que interesante) son los momentos en los que en esta figura se cuelan matices por demás siniestros. Y son varios. Por un lado tenemos los tratamientos (que parecen salidos de la década del 40) con los que “cura” a ciertos pacientes. Por otro, está su costado carcelario. La forma en que menosprecia a esos pacientes por los que a la escena siguiente muestra una “profunda compasión” no deja de ser desconcertante. No se entiende muy bien qué es lo que está haciendo este hombre, el componente sádico está a flor de piel.
Y después tenemos ideas maravillosas como granos de arena. La que me parece más simpática es cómo se representa al “paciente lindo”: un chico joven que fue más o menos abandonado por su familia en esa institución, que después de un accidente de tráfico en el que murió su novia no volvió a hablar. Este paciente deambula a lo largo y ancho de la película como sombra o como voyeur; no hace, casi no interactúa hasta que lo cura el orgasmo mágico de Verónika. Nótese el modo en el que, cuando todavía está loco (es decir, no habla) el muchacho es incapaz de mover el cuello, su cabeza está cementada directamente sobre sus hombros. Cuando se le pasa lo loco (casi a pesar del director del hospital), de pronto recupera la movilidad de los músculos cervicales, como si el cerebro estuviera asentado en la nuca y de su flexibilidad dependiera la capacidad de reaccionar y adaptarse al medio que nos rodea.

Exploraciones
Más allá de todo esto, en el centro de Verónika decide morir hay una doble exploración. Pero, a diferencia de la búsqueda del “sentido de la vida” que llevan a cabo sus personajes (verbal y resuelta de antemano), estas exploraciones son puramente cinematográficas y reflejan aquella escena en la que Verónika se explora a sí misma: liberan a la película de todos sus complejos.
En primer lugar, justamente, tenemos a Sarah Michelle Gellar, que aparece vieja. O, digamos, no parece histéricamente joven. Según los cálculos, su personaje no debería llegar a los 30 años, pero la propia presencia de la actriz lo desmiente. Los planos cerrados sobre su cara son tan inmisericordiosos que casi podemos ver cómo se desintegra una de esas figuras plásticas que la televisión (y en parte el cine) nos habían construido. Uno no puedo sino quererla a Sarah por haberse sometido a un proceso tan desgarrador. Del otro lado encontramos a una actriz que desborda a su personaje (también, en parte, por una actuación limitada); corpórea, con piel y pecas, digamos. ¿Dónde estaban las pecas en el cine contemporáneo? Verónika decide morir las rescata para nosotros. Sarah se arriesga a no parecer una eterna pendeja y a cambio la encontramos muy sensual en más de un momento. Y no necesariamente durante la masturbación. Alguien que acepta actuar en la escena de la pileta con esa malla tan poco favorecedora claramente no está preocupada por verse glamorosa y se entrega a la cámara de cuerpo entero. Podemos ver cómo las carnes de sus piernas se sacuden bajo el agua. Es toda esa carga de sensualidad, todo ese cuerpo verdadero el que logra que la escena masturbatoria sea realmente sexual, a pesar del modo puritano en que está montada.
Pero la exploración fundamental de esta película es otra. Resulta sorprendente encontrar hoy en día en un producto más o menos “comercial” un uso tan artificioso de la luz. No se trata únicamente de las escenas nocturnas, en las que los focos de luz directa y absurda generan ángulos, cortes y sombras. Se ve sobre todo de día. Toda Verónika decide morir parece estar velada, el blanco la inunda. Pero un blanco feo, no estilizado. No vemos el blanco, casi no lo podemos mirar de forma directa. Al principio parece un error de fotografía, pero el recurso se maneja de manera sostenida en todo el metraje: las cortinas contra las que contrasta el perfil del médico, el cielo entre los árboles, la escena de la entrevista de Verónika con sus padres (en la que ella, en penumbra, queda encerrada entre dos potentes zonas de luz). Aunque más no sea de paso, la luz va a encandilar la cámara. Eso sumado al uso del fuera de foco y una cámara inestable genera una infinidad de momentos abstractos en los que de pronto dejamos de ver una película y desfilan ante nosotros formas redondeadas. Están también las escenas rutinarias, con luz normal y superficies definidas, pero solo sirven para poner en evidencia hasta dónde llega en sus viajes esta cámara. La luz es el verdadero tema de Verónika decide morir.
El celuloide quemado y la piel de Sarah Michelle Gellar son el mapa por el que se desliza la película.