miércoles, 25 de noviembre de 2009

Opus 3 (Sobre El solista)

Obertura
Como amante del violonchelo, fui a ver El solista a pesar de lo que su publicidad parecía prometer. Sentado en la sala, mis propios prejuicios en contra de lo que estaba viendo se fueron desarmando y terminé por disfrutarla, hasta cierto punto porque lo que se proyectaba era diferente de lo que había esperado encontrar. Tuve que verla una segunda vez para poder ver realmente El solista, ahora desde el principio y dispuesto a prestarle atención. No se trataba, como había creído, de otra “película con músico incomprendido/ loco inocente que trae la verdad al mundo”. No estoy muy seguro de qué se trata realmente El solista.

Primer movimiento: Un hombre y su historia
Andante
Para ser una película en cuyo centro hay un músico (que vive en la calle y padece de esquizofrenia), El solista parece interesarse poco por la música. No está tan presente en la banda sonora, no se la muestra mucho, ni siquiera está implicada en lo fundamental del argumento (digamos, no hay un gran concierto final para el cual el personaje se prepara y que, en escena climática, escenifique su redención).
De hecho, solo hay tres momentos verdaderamente dedicados a la música y los tres involucran elementos muy primarios y cargas emotivas intensas. El primero es cuando el joven Nathaniel Ayers practica en el sótano de su casa; la cámara se cierra sobre él y en el fondo vemos un fuego muy rojo que lo ilumina. El segundo es la famosa escena de las palomas: Nathaniel consiguió un chelo y lo toca por primera vez; las palomas salen volando, la cámara también, Foxx sobreactúa. El tercero es cuando, sentado en una sala durante un ensayo, Nathaniel escucha la tercera sinfonía de Beethoven y de pronto la imagen se obnubila y pasamos a ver colores que bailan.
Son momentos progresivamente más abstractos: primero la música como refugio, segundo la música como liberación y tercero, digamos, la música “en sí misma”, aquella que no se puede filmar. Si bien los medios que elige Wright para resolver este problema son más o menos convencionales, no son una solución fácil y dejan el registro del dilema: “vemos” la música pero a la vez vemos que es imposible filmar la música.
A pesar de la importancia de estas escenas (las que uno más recuerda), se trata de momentos muy puntuales, los tres ubicados en la primera mitad de la película y pronto dejados de lado. Si bien tiene un violonchelo en su centro, la música no es el tema de El solista.

Segundo movimiento: Los sin techo o la relación casi imposible
Adagio
Joe Wright parece mucho más interesado por la ciudad de Los Ángeles (sus paisajes y sus sonidos) que por la música. Sin verdadera excusa argumental, pasea su cámara por diferentes superficies, como si toda su película no fuera más que una gran panorámica. Un ejemplo de esto es la figura de Beethoven, obsesión del personaje interpretado por Jamie Foxx. Probablemente “Beethoven” sea la palabra más pronunciada en toda la película. Sin embargo, aunque aparece como música extradiegética, aunque asistimos a ejecuciones de su música, Beethoven se identifica mucho más en la pantalla con una estatua que al parecer hay en una plaza de Los Ángeles, lugar del primer encuentro entre los coprotagonistas. Esa estatua casi absurda (el personaje de Foxx dice en un momento “Beethoven es el rey de Los Ángeles”) simboliza en buena parte la situación del chelista que vive en la calle. También tenemos un pequeño busto del compositor, su figura como amuleto. Beethoven resulta más un hito geográfico que musical.
Los planos aéreos (que son unos cuantos), además de poner en escena lo que no puede ponerse en escena, sirven para mostrar desde un lugar diferente una ciudad que está en el centro de la industria del cine pero pocas veces habíamos visto de forma tan cruda. A diferencia, por ejemplo, del Los Ángeles que nos presenta Michael Mann (abstracto, geométrico y vacío), la ciudad de El solista está saturada, cuadriculada, llena de gente. Y llena de gente pobre, de mugre. Esto se ve en la recurrencia de ciertos espacios que Wright elije mostrar, en espacial los túneles debajo de la autopista: sus ecos, sus palomas, sus autos, la basura, sus columnas de cemento. Hay mucho espacio gris en este Los Ángeles, pero sobre todo hay muchas personas durmiendo sobre ese espacio gris.

Tercer movimiento: El nuevo estado, todo sigue más o menos igual
Allegro ma non troppo

Hay una escena que es clave o que podríamos leer como clave para entender El solista. Ocurre durante la noche después de que Nathaniel ha tocado el chelo en la comunidad LAMP. Steve Lopez lo acompaña un rato mientras prepara su cama en la calle y Nathaniel se pone a rezar. De pronto, la cámara se va y tenemos un elegantísimo plano secuencia con un travelling lateral que se desplaza sobre la calle de los desposeídos y nos va mostrando distintos rincones, como viñetas de esa vida de los sin techo. Mientras la cámara avanza, escuchamos música de Beethoven, alguna sinfonía extemporánea. Sobre eso se percibe cada tanto la voz de Nathaniel, que reza el Padre Nuestro y al final desliza algunos comentarios del tipo “espero que todos puedan dormir tranquilos esta noche”. Y, finalmente, a esto se suma (intercalada) la voz en off de Steve Lopez, que parece estar narrando lo que sería otra de sus columnas para el diario, pero hacia el final vemos que se convierte en un monólogo interior en el que Lopez se pregunta cuál es su responsabilidad frente a un esquizofrénico que vive en la calle: ¿debe aceptar su “elección de vida” o debe forzarlo a afrontar un tratamiento psiquiátrico? La escena termina sobre la cara de Robert Downey Jr. (Lopez), que está en su departamento pensando.
Todo esto ocurre en la misma escena, pero no al mismo tiempo. Nada se superpone de manera que interfiera. La imagen que se desliza, la música, el rezo de Nathaniel, el monólogo de Lopez van apareciendo uno a uno, se interrumpen, vuelven a aparecer, se complementan. Cada capa funciona como una melodía, un tema que responde en contrapunto al tema anterior y anticipa el siguiente. La película entera está armada con una estructura similar: temas que aparecen, apenas se desarrollan, se retoman, se explayan, se articulan en contrapunto con otros.
Un ejemplo de un tema (en un sentido musical) que se introduce, se explaya y se repite es el de los aviones. Apenas empezada la película, se nos muestra una toma de un avión sobrevolando Los Ángeles. Es una imagen innecesaria y sin embargo introduce una idea que se desarrollará más adelante. Nathaniel en un momento señala un avión en el cielo y le pregunta a Steve Lopez si él lo maneja. Después tenemos el plano de las palomas y la cámara voladora. Esa misma perspectiva cenital se repite. Finalmente, una toma “desde el aire” en la que vemos cómo el campo se va transformando en ciudad y un avión trae a la hermana de Nathaniel a L.A. Otro ejemplo mínimo: el “tema” de la orina. En un momento Steve Lopez está investigando para su columna y se ofrece para que le hagan una serie de análisis, que incluyen una muestra de orina. Va al baño para producir la muestra y en ese momento lo llaman al celular. Intenta sostener la tacita de plástico, quiere atender el teléfono, el frasco cae, se desparrama la muestra, él se resbala y termina mojado con su propio meo. Más adelante, cuando está tratando de arreglar su jardín (nota cómica que apenas si llega a desarrollarse), descubre que una posible solución a su problema con los mapaches es la orina de coyote. Compra orina de coyote en polvo, la diluye en agua. Al intentar colgarla en bolsas de plástico, la bolsa se pincha, él se enreda y termina cubierto de orina. Repetición de un tema. Toda la historia, contada a través de flashback, de cómo Ayers empezó a tocar el violonchelo y terminó en la calle no es otra cosa más que el desarrollo de un tema secundario. En el fondo, todo lo relacionado con el personaje que interpreta Foxx es un tema secundario dentro de la gran estructura que es esta película.

Coda
El solista es una película que no trata sobre nada. No es sobre música. No es sobre una relación (más que nada unilateral). No es sobre su protagonista (que se nos escapa constantemente). Cada idea posible sobre su “tema” se desmigaja. No es sobre los pobres. No es sobre las palomas. Es una película sobre un tipo que se pasa la vida caminando de un lado para el otro buscando ideas para escribir una columna “de color”, o sea, nada.
El solista puede parecer una película desenfocada, pero no lo es; no sigue un sentido unidireccional de narración, sino que se vale de diferentes melodías (casi independientes) para estructurar una imagen de conjunto en la que cada nota funciona dentro de una armonía variable. Toca diferentes temas, pero no se aboca a ninguno; cada uno se entreteje con el siguiente, se articula. Por supuesto, no todas sus secciones alcanzan el mismo desarrollo ni tienen el mismo nivel; podríamos decir que El solista es mejor que sus peores partes. Exige un espectador reposado, pero tiene muchos rincones por los que podemos entrar en ella.
El solita, si bien no es una película que trate exclusivamente sobre música, es una película de estructura musical. Algo así como un concierto para Robert Downey Jr. y orquesta. En este caso, la orquesta sería la ciudad de Los Ángeles.

viernes, 13 de noviembre de 2009

El autorismo del raviol (sobre el cine y la política de autor)

Si tuviera que crear (un poco al modo de Rabelais, cuando al final del Primer Libro del gran Gargantúa creó la Abadía de Theleme, una abadía ideal) una escuela de cine ideal, sobre el dintel de su puerta escribiría la frase: “Usted no es un autor”.
En cine la noción de “autor” se tomó, evidentemente, de otras artes y, creo, fundamentalmente de la literatura. Retrotraigámosla por un momento a su punto de origen. Nadie dudaría, en la literatura, de que cualquier obra (por mala que sea) tiene por detrás un autor. Alguien escribió esto que leo (aun en el caso de que no pudiera saber yo quién es). La obra no vale porque expresa un yo (atrás quedaron, loado sea Dios, los tiempos del romanticismo más exacerbado), vale simplemente por lo que vale. La expresión del yo es casi un efecto colateral. Lo importante es si la obra es buena. O no. Después uno podrá profundizar, si tiene un interés particular por el autor, en sus otras obras para indagar en las constantes, las variaciones, las obsesiones, los ecos que agregan nuevas capas a nuestra lectura. Pero tiene que haber primero algo ahí que podamos leer. Algo más que histeria y egocentrismo. El cine, mal que les pese a los fans del cinearte, responde siempre a un autor, que puede o no tener características más o menos idiosincráticas y reconocibles. Puede responder de la forma más estricta a los parámetros y convenciones de su época y tender a desaparecer. Puede ser un autor malo o, más neutro todavía, un autor torpe. Pero individualidad no equivale a calidad.
Por supuesto, detrás de toda gran película habrá siempre alguien que sabe lo que hace. Un buen (o gran) director. Punto. Entrar en los laberintos secretos que componen el entrelazamiento de la obra de un director es una opción. Pero no es un requisito.
El vaciamiento de la subjetividad de la sociedad de hoy produjo como reacción (alérgica) un exacerbado (y exagerado) culto de la individualidad. Un culto paradójico, vacuo, superficial hasta extremos puramente comerciales. Todavía me acuerdo de una publicidad cuyo eslogan era, parafraseando más o menos, “Diferenciate de los otros, bajá un ringtone nuevo para tu celular”. La subjetividad reducida a un ringonte.
Sin embargo, ese culto de la individualidad es absurdo. El ser humano sigue siendo (como fue siempre) un ser individual. La subjetividad (en arte, al menos) es un supuesto. No es de extrañar, entonces, que una película responda a una subjetividad. La expresión del yo no es el objetivo (para el espectador al menos, y, creo, tampoco debería serlo para el director). La pregunta no es si la película expresa o no un punto de vista único y novedoso (a estas alturas, lo novedoso no basta), sino simplemente si es o no interesante.
Hoy en día se habla de “cocina de autor”. Ya no puedo comer un plato de ravioles de calabaza y rúcula sin tener que pensar que por detrás hay un chef que con su experiencia ha creado un plato de ravioles. A mí me gustan los ravioles, nomás. Y si son buenos, mejor.

viernes, 6 de noviembre de 2009

El cine no existe

En lo personal, creo que el cine tiene la desventaja de carecer de una encarnación. A diferencia, por ejemplo, de los libros, no tiene un cuerpo fetichisable. El cine no entra en nuestras vidas, no comparte un espacio con nosotros y por tanto es imposible establecer una relación física de convivencia con él.
Si bien el cine tiene una encarnación en celuloide, comprarlo, almacenarlo y proyectarlo es algo tan complejo y caro que está fuera del alcance de la mayoría de los espectadores. Los nuevos formatos digitales (y antes, también, el VHS) permiten una cierta materialidad: hasta hace no mucho, la inmaterialidad del cine era aun mayor. Solo se podía ver en salas y cuando quisieran proyectarlo. De ahí el tradicional culto a la memoria cinéfila: el intento meticuloso y siempre vano de intentar recordar cada plano, cada sección de cada plano, cada secuencia, cada melodía, cada color. Ese terrible y perdido arte de almacenar, recordar, pensar un poco. Cosas que hoy están en desuso.
Con el VHS y el DVD tenemos una puerta más accesible. Sin embargo, nunca se puede pensar realmente que la película “es” ese objeto con el que convivo (pilas de DVD polvorientos). El DVD no “es” en mi mente nunca la película, es apenas un soporte. Y un soporte muy poco fiable. El DVD es descartable; el cine, no. El DVD transporta el cine, pero nunca lo encarna. Se raya de nada, mi lectora ya no lo lee, se desactualiza. Del mismo modo que el VHS se iba viendo cada vez peor. Nunca podría creer que ese disquito de plástico “es” la película que veo, por lo menos no de la misma forma en que siento que ese libro que junta polvo en mi biblioteca “es” la novela que leí.
A lo sumo, el cine con su formato DVD (y ni hablar si penamos en las películas digitalizadas, que vuelan por el aire, se transportan en un chip, se “bajan” de la red) lo que hace es condescender a una manifestación momentánea, pero siempre con la condición implícita de que nunca podremos poseerlo. Se deja ver pero no atrapar. Esto viene a tono, creo, con la obsesión tan cinematográfica de apresar lo efímero. Y también en cierta forma con ese costado en el que la cinefilia se toca con la necrofilia, con la obsesión por algo que no está, que no puede tocarse, que deja de existir en cuanto lo buscamos. El cine es efímero no por su relación con el tiempo (imágenes que se mueve), sino por su relación conflictiva con el mundo real (material) en el que nos movemos.
Ya lo dijo W. Benjamin: el cine es un arte en el que no hay original, solo copias. ¿Dónde existe el cine? El cine no existe. Ni acá ni en ninguna parte. Cada tanto se aparece (gracias a la tecnología, con más frecuencia y según nuestra voluntad), pero nunca responde a nuestro designios.