jueves, 31 de diciembre de 2009

El marido de la exmujer debe morir (sobre 2012)

Se le podrían objetar muchas cosas a 2012, tantas como desmedida es su ambición. Podríamos ponerle reparos formales o ideológicos: que el piso siempre se le está desmoronando a los personajes a medio micromilímetro de los talones, que justo ese hombre sabía cómo volar un avión, que no podía faltar el discurso inspiracional en el último cuarto de película que nos hace olvidar con fórmulas fáciles todo lo malo que había pasado antes. Una de las ausencias más notorias de la película es que se viene el fin del mundo y no hay ni una sola persona desesperada. Nadie llora de impotencia, nadie se rebela. La resignación campea en esta película.
Por supuesto, se trata de una película grande, desmedida, espectacular, el desquicio mayor de un director evidentemente desquiciado, Roland Emmerich (que dirigió Día de la Independencia, Godzilla, El día después de mañana, ¿notan algún patrón?). Quien pretenda ver una sutil exploración moral del ser humano, que vaya a ver otra cosa. Acá lo que tenemos es ciudades tragadas por la tierra, explosiones volcánicas, la cúpula de San Pedro en el Vaticano rodando sobre miles de fieles. Y también tenemos unas cuantas cosas más, que hacen que esta película resulte interesante.
Probablemente lo más sorprendente de 2012 sea el hecho de que, a diferencia de lo que uno podría suponer, presenta más de una mirada sobre los hechos que se cuentan. El “malo” (un gordo Oliver Platt, encarnación del cálculo frío a la hora de enfrentar la catástrofe, el que decide dejar que su madre muera porque tiene casi 90 años y no serviría de nada en el nuevo mundo) tiene argumentos válidos que se articulan plenamente y sobre los que el espectador deberá reflexionar. Por supuesto, también está el bueno, el científico sensible, el articulador del discurso inspiracional sobre “lo que es humano”, que también tiene su punto de vista.
¿Deberíamos enojarnos porque Emmerich no se sale de los estándares del cine catástrofe? ¿Deberíamos pedirle algo más que lo que nos ofrece (que, como dijimos, es más de lo que muchos suponen)? Es verdad, nos hubiera gustado que el barco con los yanquis se hiciera puré contra la montaña y que murieran todos (no porque son yanquis, sino porque son los protagonistas y en una película en la que muere el 99 por ciento de la población del planeta, no estaría mal que murieran también los protagonistas), pero Emmerich, lamentablemente, no está tan desquiciado. Por ahora, al menos.
En lo personal, la pasé bien el cine. “Bien” en un sentido muy amplio, “bien” porque la sufrí, porque me impresionó, me asustó un poco, también me divirtieron algunas cosas, por qué negarlo.
Lo que sí me molestó es el hecho de que Emmerich matara al nuevo marido (interpretado por Thomas McCarthy) de la exmujer del protagonista (John Cusack). Eso estuvo de más. El personaje de Cusack es un mal padre, un divorciado de nacimiento que merecía estar solo. Y el nuevo marido parecía un buen tipo, hasta un poco demasiado edulcorado. Pero ahí estaba el verdadero problema: si el nuevo marido es un buen tipo, el marido viejo (nuestro protagonista) queda sobrando. ¿Cómo se resuelve? El marido nuevo muere en un accidente sin culpables y listo: el puesto queda repentinamente vacante y todos podemos volver a ser felices. Que la familia se abrace. Porque, como todos sabemos, la familia de verdad era esta (con marido original) y era la que tenía que abrazarse al final. Todo eso de divorciarse y aprender lecciones de vida está muy bien, pero cuando llega el final del mundo, las que se abrazan son las familias de verdad.
Dicho sea de paso: ¿notaron que hay muchas películas con protagonistas divorciados (con lo cual el personaje del “nuevo marido” es muy recurrente) pero no hay ni una en la que el protagonista sea un nuevo marido?

domingo, 27 de diciembre de 2009

El neopuritanismo

Estas son algunas ideas que surgieron y fueron volviendo después de ver películas como La novia de mi mejor amigo, Coyote Ugly o Simplemente no te quiere.

La idea es más o menos así: hacia fines de los `50 y principios de los `60 la cosa no se pudo sostener más y los viejos conceptos de familia y libertad empezaron a tambalearse en los Estados Unidos (fuente mayor del cine mundial). Las viejas formas de vida empezaron a mostrar la hilacha, nació el hippiesmo, esas cosas. Y en los `60 (y fundamentalmente en los `70) el cine estadounidense se abrió como una flor y entraron en la representación explícita cosas que si bien siempre estuvieron, siempre se habían ocultado. Pienso ahora sobre todo en el sexo, pero podríamos hablar de tantas otras cosas: la violencia, las drogas, los conflictos sociales, la marginación y demás. El cine implosionó y pareció que todo había cambiado. Pero no. Después vino la resaca (los `80) y, finalmente, el cine canchero del 2000.
Si el sexo antes se negaba, ahora se exhibe por todos lados, se empapela las paredes con él. Todos somos tan desprejuiciados, lo hablamos, lo discutimos, pasó a ser charla de café (en buena medida la culpa la tuvo Sex and the City). Lo vemos sobre todo en las comedias románticas, terreno en principio paradójico para estos brotes porque el género normalmente se piensa con el objetivo de hacer lagrimear a señoritas que quieren creer que el amor todavía es posible. En ese sentido, el género sigue siendo lo que siempre fue: chico conoce a chica (aunque la protagonista suele ser ella), hay una afinidad instantánea, primeros acercamientos, surgen los conflictos, se revela algún secreto que hace tambalear la futura relación, después descubren que el amor es más fuerte y finalmente casamiento (o, en su defecto, una estabilidad de vida de pareja que se le parece mucho). Desde las comedias de la década del `30 (vean, si no, Sucedió aquella noche, algo así como la unidad proteica de toda la comedia romántica por venir) la película siempre es la misma. Cambian los chistes. Y los chistes ahora incluyen el sexo. Pero lo que tenemos es una forma nueva del puritanismo.
Pensemos, por ejemplo, en las señoritas (nunca una mujer de más de 35) que protagonizan estas películas embebidas de sexualidad: hablan de consoladores, de juguetitos, de perversiones, charlan con sus amigas sobre la promiscuidad. Pero, curiosamente, la protagonista normalmente no hace más que hablar sobre estos temas, nunca los vive, nunca comparte experiencias, porque si bien ella funciona en ese mundo, el verdadero sexo está siempre en las amigas, ella no lo vive. Si llegara a darse la circunstancia de que la protagonista tuviera sexo durante la película, siempre lo tiene exclusivamente con el hombre que resultará ser el amor de su vida (aun si en ese momento ella no lo sabe). Se habla mucho de sexo (y suele haber algún homosexual dando vueltas, casi siempre hombre), pero nuestra protagonista solo se revuelca por amor y con música de violines de fondo. A lo más que se puede llegar es a confesar que la mujer en cuestión tuvo algún novio anterior; se puede llegar a sugerir que tuvo sexo con este novio, pero esa es toda la extensión de la flexibilidad sexual para esta mujer.
El sexo existe en estas películas, pero si no es encarnación de una amor “marcado por el destino”, se lo ve solo como una forma desviada. La vida del sexo (notoriamente: la vida que tienen los protagonistas “extraviados” cuando empieza la película, casi exclusivamente se trata de hombres) es la que debe superarse. Todo el camino del héroe en esta comedia romántica es darse cuenta de que debe dejar el sexo atrás. Argumento de la comedia romántica contemporánea: un joven apuesto y exitoso (o por lo menos que puede revolcarse con cualquier mujer) vive una vida despreocupada y altamente promiscua hasta que se topa con una mujer fuerte (y buenmoza) que en principio lo irrita pero por la que pronto se siente irremediablemente atraído. La relación es conflictiva. Finalmente, el hombre se da cuenta de que el problema en esta relación es que debe dejarse de tanto libertinaje para comprometerse por amor: dejar la soltería atrás y casarse de una buena vez (como corresponde que todos hagamos).
Esto no quiere decir que todo lo que postulan estas películas sea necesariamente falso (puede serlo, pero se debería ver una película a la vez), pero estas comedias cancheras que muestran consoladores quieren hacerse pasar por desvergonzadas cuando lo único que hacen es negar cualquier cosa que exista por fuera del matrimonio. La lección es sexo malo, amor bueno. Amor en términos de jovencita adolescente: sentimientos, ternura, boludez. Nada de cuerpo. Nunca. El cuerpo está mal. Si el sexo aparece, es una “manifestación del amor”, “compromiso”, o sea, vehículo del matrimonio. Estas películas no son capaces ni siquiera de afirmar la importancia que tiene el sexo dentro del matrimonio.
Se lo exhibe por todos lados, pero para finalmente separarlo de la vida y de las “cosas importantes”. Por un lado o por el otro, el sexo es algo extraño a la vida, ajeno, negado. El neopuritanismo funciona así.

martes, 15 de diciembre de 2009

El cine apasionado

De un tiempo a esta parte, vengo escuchando más de un comentario cinéfilo que, sin molestarse en articular una verdadera crítica, simplemente desprecia la película de 1998 Shakespeare apasionado (en inglés, Shakespeare in love), en la que Gwyneth Paltrow se disfrazaba de varoncito para actuar en una obra de William Shakespeare. A estas alturas, la película ya pasó a ser una pesadilla del videocable, que se repite cada quince minutos en tres canales diferentes.
A mí la película me gusta mucho y cada vez que la encuentro en la televisión (como dije, muy seguido), me quedo mirándola un rato. Pero mi idea ahora no es defenderla, sino hacer notar un detalle que comprendí no hace mucho. Fue cuando escuché a alguien que decía algo como: “Esa historia de amor es horrible y Joseph Fiennes es de madera”. Probablemente sea verdad (lo que es seguro es que es una historia de amor cursi, lo cual de por sí no quiere decir nada), pero de lo que me di cuenta entonces es de que para mí Shakespeare apasionado no es “esa película romanticona” y de que me gusta prácticamente a pesar de esa historia de amor.
Y eso es lo raro, porque Shakespeare apasionado no es una película coral ni mucho menos. Es una historia de amor. La historia de amor lo cubre todo. Pero yo de lo que me acuerdo siempre es de pequeños momentos, frases, escenitas. Para mí Shakespeare apasionado es una comedia llena de grandes diálogos como “Lo que la gente quiere es una historia de amor y un perro” o cuando Shakespeare dice “Mercucio, qué buen nombre”. Básicamente, cualquier momento en el que Geoffrey Rush aparece frente a la cámara.
Es posible que sea por eso que, cuando la encuentro en el videocable, nunca veo la película entera, sino solo pedacitos: no sé si me gustaría verla toda entera y de un tirón (calculo que sí). Lo que es seguro es que esos momentos me siguen fascinando. No sé por qué, pero es así. Y creo que esos momentos son suficiente para defender la película.
Uno le puede pedir muchas cosas al cine: que te cambie la vida, que te haga olvidar la vida, que te divierta un rato, que te consuele. Lo que sea. Pero hay un cierto tipo de películas generalmente modestas (no sé si Shakespeare in love fue concebida como una película modesta, creo que no, pero su destierro a los callejones de la televisión ciertamente la ha devaluado) en las que uno puede entrar y sentarse como en el sillón de su casa. Estas películas suelen estar construidas a partir de sus personajes secundarios (el de Geoffrey Rush sigue siendo uno de mis favoritos). Uno las ve una vez, las ve infinidad de veces. No cambiaron la historia del cine, probablemente no le hayan cambiado la vida a nadie, pero siempre es bueno volverlas a ver.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Opus 3 (Sobre El solista)

Obertura
Como amante del violonchelo, fui a ver El solista a pesar de lo que su publicidad parecía prometer. Sentado en la sala, mis propios prejuicios en contra de lo que estaba viendo se fueron desarmando y terminé por disfrutarla, hasta cierto punto porque lo que se proyectaba era diferente de lo que había esperado encontrar. Tuve que verla una segunda vez para poder ver realmente El solista, ahora desde el principio y dispuesto a prestarle atención. No se trataba, como había creído, de otra “película con músico incomprendido/ loco inocente que trae la verdad al mundo”. No estoy muy seguro de qué se trata realmente El solista.

Primer movimiento: Un hombre y su historia
Andante
Para ser una película en cuyo centro hay un músico (que vive en la calle y padece de esquizofrenia), El solista parece interesarse poco por la música. No está tan presente en la banda sonora, no se la muestra mucho, ni siquiera está implicada en lo fundamental del argumento (digamos, no hay un gran concierto final para el cual el personaje se prepara y que, en escena climática, escenifique su redención).
De hecho, solo hay tres momentos verdaderamente dedicados a la música y los tres involucran elementos muy primarios y cargas emotivas intensas. El primero es cuando el joven Nathaniel Ayers practica en el sótano de su casa; la cámara se cierra sobre él y en el fondo vemos un fuego muy rojo que lo ilumina. El segundo es la famosa escena de las palomas: Nathaniel consiguió un chelo y lo toca por primera vez; las palomas salen volando, la cámara también, Foxx sobreactúa. El tercero es cuando, sentado en una sala durante un ensayo, Nathaniel escucha la tercera sinfonía de Beethoven y de pronto la imagen se obnubila y pasamos a ver colores que bailan.
Son momentos progresivamente más abstractos: primero la música como refugio, segundo la música como liberación y tercero, digamos, la música “en sí misma”, aquella que no se puede filmar. Si bien los medios que elige Wright para resolver este problema son más o menos convencionales, no son una solución fácil y dejan el registro del dilema: “vemos” la música pero a la vez vemos que es imposible filmar la música.
A pesar de la importancia de estas escenas (las que uno más recuerda), se trata de momentos muy puntuales, los tres ubicados en la primera mitad de la película y pronto dejados de lado. Si bien tiene un violonchelo en su centro, la música no es el tema de El solista.

Segundo movimiento: Los sin techo o la relación casi imposible
Adagio
Joe Wright parece mucho más interesado por la ciudad de Los Ángeles (sus paisajes y sus sonidos) que por la música. Sin verdadera excusa argumental, pasea su cámara por diferentes superficies, como si toda su película no fuera más que una gran panorámica. Un ejemplo de esto es la figura de Beethoven, obsesión del personaje interpretado por Jamie Foxx. Probablemente “Beethoven” sea la palabra más pronunciada en toda la película. Sin embargo, aunque aparece como música extradiegética, aunque asistimos a ejecuciones de su música, Beethoven se identifica mucho más en la pantalla con una estatua que al parecer hay en una plaza de Los Ángeles, lugar del primer encuentro entre los coprotagonistas. Esa estatua casi absurda (el personaje de Foxx dice en un momento “Beethoven es el rey de Los Ángeles”) simboliza en buena parte la situación del chelista que vive en la calle. También tenemos un pequeño busto del compositor, su figura como amuleto. Beethoven resulta más un hito geográfico que musical.
Los planos aéreos (que son unos cuantos), además de poner en escena lo que no puede ponerse en escena, sirven para mostrar desde un lugar diferente una ciudad que está en el centro de la industria del cine pero pocas veces habíamos visto de forma tan cruda. A diferencia, por ejemplo, del Los Ángeles que nos presenta Michael Mann (abstracto, geométrico y vacío), la ciudad de El solista está saturada, cuadriculada, llena de gente. Y llena de gente pobre, de mugre. Esto se ve en la recurrencia de ciertos espacios que Wright elije mostrar, en espacial los túneles debajo de la autopista: sus ecos, sus palomas, sus autos, la basura, sus columnas de cemento. Hay mucho espacio gris en este Los Ángeles, pero sobre todo hay muchas personas durmiendo sobre ese espacio gris.

Tercer movimiento: El nuevo estado, todo sigue más o menos igual
Allegro ma non troppo

Hay una escena que es clave o que podríamos leer como clave para entender El solista. Ocurre durante la noche después de que Nathaniel ha tocado el chelo en la comunidad LAMP. Steve Lopez lo acompaña un rato mientras prepara su cama en la calle y Nathaniel se pone a rezar. De pronto, la cámara se va y tenemos un elegantísimo plano secuencia con un travelling lateral que se desplaza sobre la calle de los desposeídos y nos va mostrando distintos rincones, como viñetas de esa vida de los sin techo. Mientras la cámara avanza, escuchamos música de Beethoven, alguna sinfonía extemporánea. Sobre eso se percibe cada tanto la voz de Nathaniel, que reza el Padre Nuestro y al final desliza algunos comentarios del tipo “espero que todos puedan dormir tranquilos esta noche”. Y, finalmente, a esto se suma (intercalada) la voz en off de Steve Lopez, que parece estar narrando lo que sería otra de sus columnas para el diario, pero hacia el final vemos que se convierte en un monólogo interior en el que Lopez se pregunta cuál es su responsabilidad frente a un esquizofrénico que vive en la calle: ¿debe aceptar su “elección de vida” o debe forzarlo a afrontar un tratamiento psiquiátrico? La escena termina sobre la cara de Robert Downey Jr. (Lopez), que está en su departamento pensando.
Todo esto ocurre en la misma escena, pero no al mismo tiempo. Nada se superpone de manera que interfiera. La imagen que se desliza, la música, el rezo de Nathaniel, el monólogo de Lopez van apareciendo uno a uno, se interrumpen, vuelven a aparecer, se complementan. Cada capa funciona como una melodía, un tema que responde en contrapunto al tema anterior y anticipa el siguiente. La película entera está armada con una estructura similar: temas que aparecen, apenas se desarrollan, se retoman, se explayan, se articulan en contrapunto con otros.
Un ejemplo de un tema (en un sentido musical) que se introduce, se explaya y se repite es el de los aviones. Apenas empezada la película, se nos muestra una toma de un avión sobrevolando Los Ángeles. Es una imagen innecesaria y sin embargo introduce una idea que se desarrollará más adelante. Nathaniel en un momento señala un avión en el cielo y le pregunta a Steve Lopez si él lo maneja. Después tenemos el plano de las palomas y la cámara voladora. Esa misma perspectiva cenital se repite. Finalmente, una toma “desde el aire” en la que vemos cómo el campo se va transformando en ciudad y un avión trae a la hermana de Nathaniel a L.A. Otro ejemplo mínimo: el “tema” de la orina. En un momento Steve Lopez está investigando para su columna y se ofrece para que le hagan una serie de análisis, que incluyen una muestra de orina. Va al baño para producir la muestra y en ese momento lo llaman al celular. Intenta sostener la tacita de plástico, quiere atender el teléfono, el frasco cae, se desparrama la muestra, él se resbala y termina mojado con su propio meo. Más adelante, cuando está tratando de arreglar su jardín (nota cómica que apenas si llega a desarrollarse), descubre que una posible solución a su problema con los mapaches es la orina de coyote. Compra orina de coyote en polvo, la diluye en agua. Al intentar colgarla en bolsas de plástico, la bolsa se pincha, él se enreda y termina cubierto de orina. Repetición de un tema. Toda la historia, contada a través de flashback, de cómo Ayers empezó a tocar el violonchelo y terminó en la calle no es otra cosa más que el desarrollo de un tema secundario. En el fondo, todo lo relacionado con el personaje que interpreta Foxx es un tema secundario dentro de la gran estructura que es esta película.

Coda
El solista es una película que no trata sobre nada. No es sobre música. No es sobre una relación (más que nada unilateral). No es sobre su protagonista (que se nos escapa constantemente). Cada idea posible sobre su “tema” se desmigaja. No es sobre los pobres. No es sobre las palomas. Es una película sobre un tipo que se pasa la vida caminando de un lado para el otro buscando ideas para escribir una columna “de color”, o sea, nada.
El solista puede parecer una película desenfocada, pero no lo es; no sigue un sentido unidireccional de narración, sino que se vale de diferentes melodías (casi independientes) para estructurar una imagen de conjunto en la que cada nota funciona dentro de una armonía variable. Toca diferentes temas, pero no se aboca a ninguno; cada uno se entreteje con el siguiente, se articula. Por supuesto, no todas sus secciones alcanzan el mismo desarrollo ni tienen el mismo nivel; podríamos decir que El solista es mejor que sus peores partes. Exige un espectador reposado, pero tiene muchos rincones por los que podemos entrar en ella.
El solita, si bien no es una película que trate exclusivamente sobre música, es una película de estructura musical. Algo así como un concierto para Robert Downey Jr. y orquesta. En este caso, la orquesta sería la ciudad de Los Ángeles.

viernes, 13 de noviembre de 2009

El autorismo del raviol (sobre el cine y la política de autor)

Si tuviera que crear (un poco al modo de Rabelais, cuando al final del Primer Libro del gran Gargantúa creó la Abadía de Theleme, una abadía ideal) una escuela de cine ideal, sobre el dintel de su puerta escribiría la frase: “Usted no es un autor”.
En cine la noción de “autor” se tomó, evidentemente, de otras artes y, creo, fundamentalmente de la literatura. Retrotraigámosla por un momento a su punto de origen. Nadie dudaría, en la literatura, de que cualquier obra (por mala que sea) tiene por detrás un autor. Alguien escribió esto que leo (aun en el caso de que no pudiera saber yo quién es). La obra no vale porque expresa un yo (atrás quedaron, loado sea Dios, los tiempos del romanticismo más exacerbado), vale simplemente por lo que vale. La expresión del yo es casi un efecto colateral. Lo importante es si la obra es buena. O no. Después uno podrá profundizar, si tiene un interés particular por el autor, en sus otras obras para indagar en las constantes, las variaciones, las obsesiones, los ecos que agregan nuevas capas a nuestra lectura. Pero tiene que haber primero algo ahí que podamos leer. Algo más que histeria y egocentrismo. El cine, mal que les pese a los fans del cinearte, responde siempre a un autor, que puede o no tener características más o menos idiosincráticas y reconocibles. Puede responder de la forma más estricta a los parámetros y convenciones de su época y tender a desaparecer. Puede ser un autor malo o, más neutro todavía, un autor torpe. Pero individualidad no equivale a calidad.
Por supuesto, detrás de toda gran película habrá siempre alguien que sabe lo que hace. Un buen (o gran) director. Punto. Entrar en los laberintos secretos que componen el entrelazamiento de la obra de un director es una opción. Pero no es un requisito.
El vaciamiento de la subjetividad de la sociedad de hoy produjo como reacción (alérgica) un exacerbado (y exagerado) culto de la individualidad. Un culto paradójico, vacuo, superficial hasta extremos puramente comerciales. Todavía me acuerdo de una publicidad cuyo eslogan era, parafraseando más o menos, “Diferenciate de los otros, bajá un ringtone nuevo para tu celular”. La subjetividad reducida a un ringonte.
Sin embargo, ese culto de la individualidad es absurdo. El ser humano sigue siendo (como fue siempre) un ser individual. La subjetividad (en arte, al menos) es un supuesto. No es de extrañar, entonces, que una película responda a una subjetividad. La expresión del yo no es el objetivo (para el espectador al menos, y, creo, tampoco debería serlo para el director). La pregunta no es si la película expresa o no un punto de vista único y novedoso (a estas alturas, lo novedoso no basta), sino simplemente si es o no interesante.
Hoy en día se habla de “cocina de autor”. Ya no puedo comer un plato de ravioles de calabaza y rúcula sin tener que pensar que por detrás hay un chef que con su experiencia ha creado un plato de ravioles. A mí me gustan los ravioles, nomás. Y si son buenos, mejor.

viernes, 6 de noviembre de 2009

El cine no existe

En lo personal, creo que el cine tiene la desventaja de carecer de una encarnación. A diferencia, por ejemplo, de los libros, no tiene un cuerpo fetichisable. El cine no entra en nuestras vidas, no comparte un espacio con nosotros y por tanto es imposible establecer una relación física de convivencia con él.
Si bien el cine tiene una encarnación en celuloide, comprarlo, almacenarlo y proyectarlo es algo tan complejo y caro que está fuera del alcance de la mayoría de los espectadores. Los nuevos formatos digitales (y antes, también, el VHS) permiten una cierta materialidad: hasta hace no mucho, la inmaterialidad del cine era aun mayor. Solo se podía ver en salas y cuando quisieran proyectarlo. De ahí el tradicional culto a la memoria cinéfila: el intento meticuloso y siempre vano de intentar recordar cada plano, cada sección de cada plano, cada secuencia, cada melodía, cada color. Ese terrible y perdido arte de almacenar, recordar, pensar un poco. Cosas que hoy están en desuso.
Con el VHS y el DVD tenemos una puerta más accesible. Sin embargo, nunca se puede pensar realmente que la película “es” ese objeto con el que convivo (pilas de DVD polvorientos). El DVD no “es” en mi mente nunca la película, es apenas un soporte. Y un soporte muy poco fiable. El DVD es descartable; el cine, no. El DVD transporta el cine, pero nunca lo encarna. Se raya de nada, mi lectora ya no lo lee, se desactualiza. Del mismo modo que el VHS se iba viendo cada vez peor. Nunca podría creer que ese disquito de plástico “es” la película que veo, por lo menos no de la misma forma en que siento que ese libro que junta polvo en mi biblioteca “es” la novela que leí.
A lo sumo, el cine con su formato DVD (y ni hablar si penamos en las películas digitalizadas, que vuelan por el aire, se transportan en un chip, se “bajan” de la red) lo que hace es condescender a una manifestación momentánea, pero siempre con la condición implícita de que nunca podremos poseerlo. Se deja ver pero no atrapar. Esto viene a tono, creo, con la obsesión tan cinematográfica de apresar lo efímero. Y también en cierta forma con ese costado en el que la cinefilia se toca con la necrofilia, con la obsesión por algo que no está, que no puede tocarse, que deja de existir en cuanto lo buscamos. El cine es efímero no por su relación con el tiempo (imágenes que se mueve), sino por su relación conflictiva con el mundo real (material) en el que nos movemos.
Ya lo dijo W. Benjamin: el cine es un arte en el que no hay original, solo copias. ¿Dónde existe el cine? El cine no existe. Ni acá ni en ninguna parte. Cada tanto se aparece (gracias a la tecnología, con más frecuencia y según nuestra voluntad), pero nunca responde a nuestro designios.

jueves, 29 de octubre de 2009

Notas sobre "Fitzcarraldo" (y sobre la locura de Werner Herzog)

“Iquitos-Lima 18/2/81
Desparramado en el asiento, mientras Gustavo me llevaba a toda marcha por entre los baches hacia el aeródromo, tuve la idea: ¿por qué no actuar yo mismo de Fitzcarraldo? Me atrevería a hacerlo, porque mi tarea y la del personaje se hicieron idénticas.”



En alguno de sus escritos, Truffaut acuñó una frase para definir a su amado Rossellini: “Rossellini prefiere la vida”. Podríamos abusar de esta frase y decir: Herzog prefiere la vida. La segunda parte de la idea se da por entendida: prefiere la vida al cine. Esto eso, Herzog (al igual que Rossellini) entiende el cine como un medio y no como un fin en sí mismo. Esto da cuenta, por ejemplo, de su extenso contacto con el documental. Se trata de una actitud profundamente anti cinéfila. No quiere decir, por supuesto, que desconozca la historia del cine (pensemos, por ejemplo, que Herzog filmó algo así como una remake del Nosferatu de Murnau) ni que desconozca el lenguaje cinematográfico. “Prefiere” es muy diferente de “rechaza”. Herzog (al igual que Rossellini) no puede pensarse sin el cine. También tiene su correlato, si se quiere, en la negativa de Herzog a “estudiar” cine.
Esto que llamamos “anti cinefilia” podría explicar por qué, si bien universalmente reconocido, se han dedicado tan pocos textos al cine de Werner Herzog. Digamos, comparativamente pocos. Sería una linda teoría: los cinéfilos del mundo perciben el vitalismo de la obra de Herzog y les resulta naturalmente inabordable. Una teoría linda pero falsa. Si retomamos el paralelismo con Rossellini, ese otro gran director que prefiere la vida, y constatamos cuánto se ha escrito sobre él, la teoría se cae a pedazos. Como todas las teorías.
Hay una circunstancia, sin embargo, que empantana este paralelismo: Roberto Rossellini es crucial para la historia del cine. Herzog, no. A pesar de su importancia dentro del Nuevo Cine Alemán (importancia, por otro lado, relativa y circunscripta al ámbito alemán), no podríamos decir que las obras de Herzog cambiaron la forma en que se realizaba o se pensaba el cine. Herzog no es un gran innovador. Podemos pensar que la innovación tiene siempre mucho de circunstancial, pero es claro que Herzog no ha abierto puertas estéticas. No tiene para agregar al cine más que sus obras. Enormes obras.
Esta “preferencia por la vida”, como dijimos, no es un rechazo al cine. Si quisiéramos, podríamos acercarnos a sus películas desde lo puramente cinematográfico y habría, creo, mucho para analizar. Mucho para analizar pero no necesariamente nada que no pudiéramos encontrar en otro lado. En definitiva, podríamos pero no lo vamos a hacer.
Cuando Herzog estaba organizando, a fines de los setenta, el proyecto de filmación para su guión Fitzcarraldo, consiguió productores que se interesaron por participar en él. Le ofrecieron, según cuenta el propio Herzog, un estudio en el que podría armar las maquetas para las escenas del barco sobre la montaña. Él rechazó la oferta: filmaría en la selva peruana, lugar perdido al que era difícil llegar incluso con fines menos absurdos que filmar una película.
¿Por qué resultaba tan importante filmar en la selva? ¿Por una cuestión de realismo? Lo que vemos claramente no es un documental y no pretende serlo. El propio Herzog es muy conciente de esto. En una de las entrevistas que aparecen en Burden of Dreams (el documental que Les Blank filmó sobre la filmación de Fitzcarraldo), Herzog dice a cámara que si bien le resulta muy importante que los indígenas que aparecen en la película sean verdaderos indígenas (y narra, por ejemplo, de dónde vino exactamente cada grupo), lo que se ve no es una documentación de los indígenas. Lo que veremos en pantalla son indígenas reales que, por exigencias del guión y del criterio del director, no se comportan necesariamente como lo harían en la vida real. Actúan. Hay, por supuesto, un realismo inherente a su propia condición, pero en ningún momento Herzog postula un trabajo de indagación de lo real.
El origen de este proyecto, lejos de una búsqueda realista, se encuentra en la imaginación. Herzog dice que al leer una narración de la historia real sobre la que se basa Fitzcarraldo, lo que lo fascinó no fue la historia en sí, sino tan solo una imagen, la que sería el centro de su película: la visión del barco sobre la montaña. Una imagen obsesiva que debía ser filmada. Filmada de verdad.
Lo que vemos no es lo real. Por un lado, no estamos viendo a Fitzcarraldo sino a Kinski. Pero aun si pasamos por alto la convención sobre la que se basa la mayor parte del cine, tenemos que tener en cuenta que el propio Fitzacarraldo no realizó un intento tan complejo como el que vemos filmado. De hecho, el barco que Fitzcarraldo quiso pasar sobre la montaña era mucho más chico que el que Herzog usa (un barco que, por otra parte, pertenece auténticamente a la época en la que se supone que transcurre la historia, previo trabajo de restauración) y nunca intentó pasarlo entero de un río al otro. De un modo mucho más pragmático que lo que vemos en el celuloide, el Fitzcarraldo de la vida real separó su barco en piezas, transportó las piezas al otro lado y una vez allí volvió a ensamblar su barco. Lo que a él le importaba era simplemente llegar a donde quería ir. Lo que importa en la película Fitzcarraldo no es la verdad histórica y nunca lo fue. Lo que importa es esa imagen: el barco sobre la selva amazónica. Estamos viendo una mentira, una imagen poética.
Si uno lee los diarios de filmación de Herzog, es fácil comprobar el nivel de absorción obsesiva que implicaba para él el proyecto. La suya era una empresa de locura: una imagen obsesionante impulsa la filmación de un proyecto desproporcionado en las peores condiciones imaginables. Y no se trata únicamente de su locura, sino de una locura colectiva de todos los que lo acompañaron en la filmación (además de la legendaria locura de Kinski). ¿Por qué importan la locura de los que filmaron eso en ese momento? Porque esa locura impregna todo Fitzcarraldo.
En algún punto, la empresa de filmación de una película ficcional asumió las proporciones del acto desquiciado que intentaba filmar. El propio Herzog acaba por identificarse con Fitzcarraldo porque, según sus palabras, sus tareas “se hicieron idénticas”. Como sabemos, esto no es cierto porque, de hecho, la tarea del Fitzcarraldo real nunca fue tan desmesurada y, en todo caso, nunca constituyó un fin en sí misma, sino apenas un paso necesario. La idea tan claramente articulada en la película, de Fitzcarraldo como “el conquistador de lo inútil” pertenece exclusivamente al guión de Herzog y se imbrica estrechamente con lo que nosotros terminamos por ver.
Sin embargo, hubo al menos un momento (y suponemos que más que uno) en el que el director se vio tan inmerso en su propio trabajo que perdió de perspectiva lo que en otros momentos él mismo articula tan claramente: que lo que quería filmar no era más que una ficción, una mentira. Una historia mentirosa construida solo en parte sobre la base de hechos realmente ocurridos. Si lo que importaba era la imagen, ¿por qué no bastaba una imagen creada en estudio? Para el espectador hubiera sido una imagen. ¿Cuál es la importancia de filmar en la selva con indígenas reales y enormes barcos? ¿El realismo de la imagen? Hay algo en la tarea de Herzog (no solo en esta película, sino en toda su obra) de la minuciosa búsqueda de la imagen real.
Pero en este caso, la imagen no es solamente lo que se proyecta en una sala a oscuras. Es mucho más. Es una realidad: la realidad misma del presente ocurrido frente a una cámara. El cine crea esa realidad, así como motivó la creación de esa realidad tan concreta de un grupo de personas en la selva peruana que intentan empujar un barco sobre una montaña. ¿Sería tal vez eso lo que buscaba Herzog: no solo obtener la imagen del barco sino lograr que en algún lugar y en algún momento ese hecho tuviera su ocurrencia, existiera de verdad? ¿Está Herzog conjurando la vida misma?
Hacia el final de Burden of Dreams, el propio Werner Herzog esboza algo como una justificación poética de su empresa. Él habla de “los sueños”, de vivir la vida “con sus sueños” y de una realidad profunda que subyace a la apariencia y que en su esencia está “hecha de sueños”. Filmar el barco sobre la montaña (a la vez que metáfora directa de ello) era su sueño. Él, nosotros y cualquiera en realidad somos lo mismo y sus sueños son en el fondo los sueños de todos. Él, como persona dotada de la capacidad para dirigir una película, tendría la responsabilidad de articular ese sueño (colectivo) de la mejor forma posible. La forma que él encontró fue arrastrar a un grupo de personas al medio de la selva y filmar. El resultado, sabemos, fue Fitzcarraldo.
¿Haber logrado finalmente la concreción de la imagen obsesiva nos libera de alguna forma de ella? Para nada. La vuelve más fuerte porque la vuelve existente. ¿El barco es una metáfora de algo? Tenemos la explicación del propio guión de la película: la conquista de lo inútil. Si se quiere: la perpetua persecución del sueño obsesivo. En el fondo, ¿qué más inútil que obstinarse con filmar en una selva impenetrable algo que podría haberse filmado en un estudio o incluso en un lugar más accesible de esa misma selva?
Pero no, mirar Fitzcarraldo es entrar directamente en la locura. Esa película es una puerta abierta a la psicosis. ¿Es importante o en alguna medida útil abrir esa puerta? No podría decirlo. Pero es claro que solo Herzog puede hacerlo.
Por supuesto, frente a la locura no queda mucho por decir. Tal vez por eso es que no se escribe demasiado sobre Herzog.

viernes, 16 de octubre de 2009

Un poco sentimental (y un poco obvio)

But I guess I can´t help being
On the sentimental side

Podríamos decir que el arte del siglo XX se alejó concientemente del sentimiento. La ruptura de las vanguardias, ese quiebre de las formas de arte tradicionales que las alejó cada vez más del público no especializado, implicó de forma directa o como consecuencia secundaria que el arte dejara (por usar una expresión horrible) de hablar al corazón. En el mundo posmoderno la cuestión ni siquiera se plantea como conflicto. En nuestros días el sentimiento es el sospechoso: se lo analiza, se lo interpreta, se lo ridiculiza, se lo manipula, pero ya no se lo deja ser. Pero, con todo, hay una honrosa excepción: de todas las artes, solo el séptimo ha sabido desde su origen y continuadamente mantener en su centro un corazón palpitante. El cine es el espacio en el que el ser humano todavía puede ser humano y se le permite un lugar, por ejemplo, a la ternura.
No sería lícito pensar, como podría haberlo hecho una señorita del siglo XIX, que el sentimiento es lo más importante en la vida. Parte de la legitimidad que tienen los cuestionamientos de la vanguardia tiene que ver con la banalidad inevitable a que conducen ese tipo de ideas. No obstante, es irreductiblemente cierto que el sentimiento es parte de lo que somos como seres de este mundo. En un mundo de cemento y asco, todavía podemos conmocionarnos.
Las aguas parecerían dividirse en la línea que separa las artes viejas de las artes nuevas. Arte nueva, en realidad, solamente hay una, que nació prácticamente con el siglo XX. Pero podríamos pensar en variantes nuevas de la música, como el jazz, el tango, el rock, nuevas mutaciones que, en este sentido, se asocian al cine. Es como si después de atravesar siglos de historia (o por lo menos, el XIX), las artes tradicionales se vieran incapacitadas para reflejar algo tan básico como el sentimiento. El camino ya no se puede recorrer hacia atrás. Las artes nuevas, en cambio, no necesitan romper con nada y pueden existir en una inocencia que a muchos les resulta pueril. Son, también, las artes populares.
De hecho, el cine parece volverse árido solo cuando, por afectación, por contaminación o por exploración, sus caminos se cruzan con alguna de las artes tradicionales. Si se quiere hacer del cine un continente del teatro del absurdo. Si se quiere hacer de la imagen en movimiento una continuación de la pintura. Si se quiere hacer del cine un “medio” para las exposiciones ideológicas. No podría negarse que el cine al alcanzar su “madurez” en muchos casos se volvió horrible.
Pero de un lado o el otro llegan siempre caminos que lo llevan a ese corazón palpitante: ya sea desde un autorismo de honestidad ingenua (pensemos, por ejemplo, en Truffaut) o desde un ámbito comercial que cree que la gente va al cine para conmoverse. Por lo menos por ahora ese corazón no ha dejado de latir.
El sentimiento, por otra parte, existe solo en un punto de delicado equilibrio que muy fácilmente puede degenerar. Sería estúpido negar que la mayor parte de lo que vemos es un sentimentalismo barato, como por otra parte sería necio negar la posibilidad de un sentimiento verdadero.
Podríamos asociar esta idea de sentimentalismo barato con lo que Milan Kundera llama kitsch:
“...el kitsch es algo más que una simple obra de mal gusto. Está la actitud kitsch. El comportamiento kitsch. La necesidad kitsch del «hombre kitsch» (Kitschmensch): es la necesidad de mirarse en el espejo del engaño embellecedor y reconocerse en él con emocionada satisfacción.”
A menudo percibimos este “engaño embellecedor” como una manipulación. Una manipulación que, por otra parte, no tiene por qué ser necesariamente insincera. Puede haber manipulación artera (podríamos imaginar, por ejemplo, en un giro caricaturesco, a un cínico productor de Hollywood diciendo “Más violines, agreguen más violines en la escena del encuentro”), pero también puede haber simplemente kitsch. La distancia entre el sentimiento falso y el verdadero no es de contenido, sino de forma (y, por tanto, puede haber un centro verdadero en un momento falso). El sentimiento falso no es falso por ser irreal, sino por plantearse no como emoción, sino como emoción frente a la emoción (ese “reconocerse con emocionada satisfacción”). El sentimiento falso es el sentimiento de sentirnos “bellos” (si se quiere) por emocionarnos frente a algo que claramente nos dice que debemos emocionarnos. Se produce cuando una película no genera una emoción, sino la imagen de una emoción.
Por supuesto, la línea es sutil y muchos prefieren simplemente negarla. Aun los que no lo hacen pueden pisotearla descaradamente. Pensemos, por ejemplo, en un director de cine, “autor” si se quiere: Won Kar Wai. Es claro que el sentimiento es un elemento clave en toda su filmografía. Hasta sus películas de gángsters son romanticonas. Él supo manejar, por ejemplo, en dos grandes películas como Con ánimo de amar y Happy together todos sus elementos siempre sobre una delgada línea que podría haberlo hecho caer en lo ridículo. Pero no lo hizo. Momentos como, por ejemplo, cuando un hombre viaja al fin del mundo y escucha la grabación del llanto de su amigo podrían resultar asquerosos. Pero precisamente la cercanía con ese límite que no llega a cruzar es la que le da su fuerza. Porque no hay vergüenza. Un paso más allá tenemos My Blueberry Nights. El amor no es menos “verdadero” pero se lo presenta de forma autocomplaciente y la película empalaga más que sus tartas de arándano. Terrible.
No es para nada sencillo lograr un momento tan simple como en el que un adolescente le dice a su amigo “Te quiero”. No puede haber vergüenzas ni dudas. De hecho, podríamos pensar que Greg Mottola construye toda su película Superbad para llegar a ese momento. ¿Por qué casi dos horas de película para llegar a un instante tan breve? Primero porque, peces que vivimos fuera de la verdad sentimental, no podríamos soportarlo de buenas a primeras (como tampoco los personajes). Segundo, porque la verdad de ese momento solo existe a través y a pesar de todo lo que vimos. Lo que vimos no fue una tarta de arándanos: hubo peleas, vómitos, egoísmo, incomunicación, adolescencia. Momentos feos a pesar de los cuales llegamos a un “te quiero” que no resulta necesariamente “embellecedor”. Es un momento que sabemos fugaz.
Lo mismo sucede con Adventureland. Este “verano memorable” es francamente horrible, como el parque en el que transcurre. El propio protagonista dice que no quiere volver a pisar ese lugar, pero nosotros veríamos la película una y otra vez. Tenemos música funcional, colores chillones, violencia, berretada, familias profundamente disfuncionales, bananas piratas, la marihuana que parecería ser lo único capaz de lubricar todo eso. No se trata, como en tanta película realmente berreta, de “ese verano al que querremos volver durante el resto de nuestras vidas”. Cuanto antes termine, mejor. Y en realidad el momento en el que termina podría ser el verdadero comienzo de una película realmente linda. Pero lo que tenemos es esto. Porque muchas veces lo que tenemos es esto. Las escenas románticas prácticamente no se muestran, casi no llegan a articularse en palabras, están rodeadas de su propia negación. Pero existen, como en los rincones. Solo en un espacio así podemos pensar (y vivir) ciertas cosas. Como un invernadero, el espacio para el sentimiento necesita una cuidadosa construcción. Pero el cine, gracias a Dios, sigue siendo terreno fértil.

lunes, 12 de octubre de 2009

Un anarquismo amable (sobre "Julie y Julia")

No se puede negar que Hollywood, desde hace casi un siglo, es una especie de gran industria manufacturera de esos objetos que tanto nos gustan, las películas. En la década del `50 un grupito de críticos franceses se lanzó a la lucha con la bandera de lo que se llamó la política de autor, esto es, la idea de que dentro de esa enorme industria que siempre fue Hollywood ciertos directores (para algunos, apenas más que artesanos, para estos críticos, artistas) podían, en medio de las limitaciones de la producción en cadena, tomar los elementos de un cine estandarizado y expresar un punto de vista subjetivo que respondiera a la mirada de ese autor. Ya corrió mucho agua bajo el puente y hoy la idea de autor, bastardeada y esparcida al viento, poco interesa. Pero a pesar de las idas y vueltas de las valoraciones críticas, Hollywood sigue ahí (aunque para muchos, en perpetua crisis), produciendo esos objetos que nos siguen gustando tanto, más películas.
Dentro de la gran marejada de producciones estadounidenses que semana a semana inundan nuestras carteleras hay, por supuesto, de todo. O por lo menos eso pensamos algunos. Vienen los grandes tanques (algunos tan malos, otros tan buenos) y cada tanto aparece una película que podría haber sido tanque en otro momento pero que hoy se muestra tímida en las carteleras y que si no prestás atención, se te pasa. Fue el caso, creo, de Julie y Julia, película que cuenta con por lo menos una gran estrella (Meryl Streep, aunque ya mayor, sigue atrayendo espectadores) y que fue dirigida por una directora que el público favoreció más de una vez (Nora Ephron). No sería este el momento de hacer, ni creo que resultara particularmente interesante si se lo hiciera, un análisis de Julie y Julia desde la perspectiva de Nora Ephron como autora. Pero esta película modesta (por cómo se la lanzó en Argentina pero también por su propuesta) merece nuestra atención.
Hay una cierta amabilidad en el tono, en los personajes, en lo que se está contando que puede sonarle a unos cuantos a irrelevancia. Una película sobre señoras que cocinan podría parecer en un primer momento destinada únicamente a señoras que cocinan. Esta idea suena a estupidez apenas se la articula, pero está dando vueltas.
El centro de toda esta propuesta, diría, está en el personaje interpretado por Amy Adams (la Julie del título), joven casi treintañera del siglo XXI que, asfixiada por su vida, decide un día empezar un blog en el que contar su experiencia preparando todas las recetas del clásico libro de cocina francesa escrito por Julia Child (la Julia del título). También se nos cuenta la historia de esta Julia que en los cincuenta aprendió a cocinar en Francia y después tuvo que luchar para publicar el libro de cocina que, según dicen distintas fuentes, se convirtió en leyenda en Estados Unidos. De alguna forma, esta Julia parece existir en la película solo en la medida en que Julie (nuestra coetánea) la invoca en su obsesiva búsqueda de todo lo que es Julia y de hecho hacia el final se nos dice “La que importa es la Julia que está en tu cabeza”.
Vamos, entonces, con nuestra protagonista provisoria: Julie Powell. Dijimos, como se ve claramente en la película, que Julie se siente asfixiada por la vida. Podríamos darle un nombre a esa asfixia: Julie está por cumplir los 30 años y atraviesa la consabida crisis. La película (su parte de la película) empieza cuando Julie se muda a una nueva casa en Queens, un departamento destartalado sobre una pizzería. La joven pareja se acaba de mudar ahí para conseguir unos metros más. O sea que con la casa va todo mal. Problema número uno. ¿Cómo van las cosas con la pareja? En principio, todo bien. Va a haber problemas, por supuesto (¡el conflicto, tiene que haber un conflicto!), pero eso viene después. El problema real es el trabajo. Julie, la que todos creían que sería una exitosa escritora, tiene un trabajo atendiendo el teléfono en un organismo gubernamental que se encarga de tratar con las consecuencias del atentado del 11 de septiembre. Evidentemente, es un trabajo al que cayó cuando no tenía demasiadas opciones: no le gusta y no le alcanza para vivir como querría. Podríamos pensar que Julie está en crisis porque es lo que los americanos llaman “una perdedora”: una mujer adulta que no tiene ni éxito ni dinero (si es que no los consideramos sinónimos). Entonces, ¿la crisis de Julie surge simplemente porque no logró subir lo suficiente en la escala laboral? ¿Será? ¿Estamos ante otra de esas hermosas parábolas que terminan justificando (una vez más) el omnipresente sistema capitalista?
Hay un detalle que no es menor: una vez cada tanto, Julie se reúne con sus antiguas compañeras del colegio en un restaurante para almorzar juntas, sana costumbre que ella detesta. Vemos una de esas reuniones: cuatro mujeres sentadas alrededor de una mesa. Tres de ellas son exitosas, tienen poder, dinero, prestigio o las tres cosas. Solo Julie no tiene grandes novedades que contar. También Julie parece ser la única que está realmente sentada allí. Dos de las cuatro se la pasan hablando por celular, la tercera parece interesarse por Julie y lo que tenga para decir (le quiere hacer una entrevista), pero termina por usarla para escribir un artículo en una revista, en el que la usa como ejemplo de lo patético. ¿Pensamos realmente que esas mujeres son el modelo al cual apunta la película? Claramente no. Por otro lado, ¿por qué es tan terrible el trabajo que hace Julie? ¿Es por las cosas que tiene que soportar? Posiblemente. Pero, como se encargan de recordarle, es un trabajo tan bueno como cualquier otro. Y es un trabajo que en definitiva intenta (en cierta medida) ayudar a quienes se pueda ayudar. ¿Es realmente tan detestable? En más de un punto más de una persona intenta hacerle ver a Julie que debería estar satisfecha.
El problema del trabajo que Julie es que no significa nada. O por lo menos no significa nada para Julie. A pesar del bien que puede llegar a hacer, es un trabajo vacío porque ella no quiere hacerlo. Tampoco sabe todavía qué quiere hacer (o sí, escribir, pero no logró hacerlo) y en parte de eso se trata la película, pero no vamos a ir ahora por ese camino. ¿Sería mejor este trabajo si Julie Powell recibiera un sustancioso aumento y pudiera por fin dejar ese departamento sobre la pizzería? No es una opción que se plantee, pero podríamos suponer que no. Porque el problema no es la cantidad de ceros que figuran en el recibo de sueldo (la pareja, con sus problemas, es feliz en su departamentucho) sino que el problema es vender la propia vida a cambio de esos ceros. Frente a la lógica de venderse a lo que sea por pagar las cuentas, se presenta la cocina. Y no solo la cocina: la cocina francesa. Una floritura esencialmente inútil. Claro, todos tenemos que comer, pero bastaría con comer barras de proteínas y vitaminas. De hecho, como se recalca más de una vez en la película, la base de la cocina francesa es la manteca, elemento grasoso e inútil si los hay pero que viene tan bien en las comidas. Toda esta película es, en cierta forma, el descubrimiento de la cocina, de la comida, de la comida como pasión, como pasión superflua pero terrible, como un algo más, como objeto del esfuerzo a contramano en una vida que en principio parecería excluir ese tipo de elementos. La cocina francesa es un elemento externo a la vida de oficina. Y es la que justifica a Julie, así como había justificado a Julia.
Por supuesto, el final feliz incluye no solo la reconciliación matrimonial, el éxito en el objetivo del blog y unos cuantos kilos de más, sino también jugosas propuestas laborales que significarán, suponemos, el fin de los días de Julie como recepcionista de quejas y lamentos. O sea que Julie, finalmente, va a encontrar un buen trabajo. Y con la venta de derechos para esta película, unos cuantos billetes. Todo todo terminó bien. Y ese final dulce (no edulcorado) pareciera en cierta forma anular cualquier esbozo de crítica que podríamos haber encontrado en la película. Pero no es así. ¿Por qué habría de ser así? Julie encontró ese algo más, encontró su manteca, y en este caso la manteca le rindió por lo menos algunos frutos. ¿Eso está mal? ¿Habría sido más “realista”, por ejemplo, si después del blog volviera a la oficina y encima tuviera que anotarse en un gimnasio para quemar la grasa que acumuló en su aventura? ¿Ese final tranquilizador (salimos, por lo menos, contentos) impide cualquier movilización en el espectador? No tiene por qué hacerlo. Tal vez Julie y Julia tenga un efecto positivo en las matrículas de las escuelas de cocina, tal vez no. Tal vez algún espectador salga después de escuchar esa tan extraña risa de Meryl Streep a la calle y se dé cuenta de que su vida es una mierda. ¿Cómo saberlo? ¿Cómo podemos saber el efecto que una película va a tener en cada persona? ¿Cómo podemos determinar que una película con tesis socialista, imágenes de impacto y banda sonora de batalla va a ser más eficaz para conmover o conmocionar que Amy Adams? No podemos saberlo y no tenemos por qué calcularlo. Yo prefiero ir a ver una película.
Y si hablamos de películas, Julie y Julia tiene mucha manteca para ofrecer.

domingo, 11 de octubre de 2009

Tarantichcock

"Nada concreto, sí, lo que demuestra evidentemente que es usted conciente de lo que hace y que domina a la perfección los secretos de la profesión. Este tipo de películas, construidas en torno al «Mac Guffin», hace que ciertos críticos digan: Hitchcock no tiene nada que decir, y en ese momento, creo que la única contestación posible sería: «Un cineasta no tiene que decir nada, tiene que mostrar. »"
Francois Truffaut, El cine según Hitchcock


Hace unos 40 años, Francois Truffaut se sentó frente a Alfred Hitchcock para conducir una serie de entrevistas que resultarían en lo que muchos consideran “la Biblia del cine”: El cine según Hitchcock. En el prólogo a ese libro, Truffaut dice que una de las razones (si no, la razón) que lo llevaron a ese proyecto fue la evidencia de lo mal que la crítica (en especial, la norteamericana) trataba a uno de sus directores favoritos. Se lo tildaba de pasatista, intrascendente, comercial, poco verosímil y vaya a saber uno qué más. En el fondo, poco les interesaba a los críticos analizar sus películas, bastaba con despreciarlo. Hoy pasa algo similar con otro director “polémico”: Quentin Tarantino[1]. Su “polemicidad” (como había pasado con Hitchcock) no gira en torno a que a algunos les guste y a otros no (eso pasa con cualquier director). A los detractores de Tarantino no solo no les gustan sus películas, les niegan directamente la “categoría” de cine. Tarantino, para esta gente, no sería un director de cine sino una especie de adolescente eterno con mucho dinero entre manos y un basto conocimiento de la cultura popular. Como si una cosa anulara la otra.
Cuando se habla del cine de Tarantino con términos como “intrascendente” o “vacío” en lugar de otros como, por ejemplo, “bueno”, “malo” o “aburrido”, lo que se está evaluando no es la calidad estética (que uno siempre puede poner en duda) sino el valor de ese objeto estético. El cine “instrascendente” se opone al cine “trascendente”. Ahora bien, ¿qué sería un cine “trascendente”? Supongo que a lo que se apunta es a una película que trata un “tema trascendente”. ¿O acaso existe una “forma trascendente”? ¿Hay alguien mejor que Tarantino para trabajar la forma? Así que estamos hablando del “contenido”, del tema que trata, de una idea un tanto muy anticuada de lo que es el cine: la de un medio para “tratar temas”. ¿Qué sería, entonces, una película trascendente? La película que trasciende el cine para “decir algo sobre la vida” o sea, que escapa al cine, se va, se aleja hacia ese otro mundo (más “trascendente”) en el que tratamos “temas”.
Siempre me pregunté qué es lo que suponen esas personas que claman al cielo por más trascendencia en las películas de Tarantino que pasaría si en algún momento llegan a ver en sus películas una crítica demoledora del modo de producción y de vida capitalista, o algún irresoluble dilema moral de esos que hacen dar vueltas en la cama a tantos profesores de Filosofía. ¿Pasaría, en verdad, algo? ¿El imperio americano de pronto implosionaría librándonos por fin del más grande y terrible de todos los cucos? Por algún motivo supongo que no pasaría nada más que el que se vuelvan a prender las luces y los gruñones puedan volver a sus casas contentos por haber compartido con su ahora amado director y algunos otros selectos espectadores un edificante momento de autocomplacencia y desprecio por esos tan terribles norteamericanos.
El origen del malentendido es, creo, que los evangelizadores del cine de plomo parecen olvidar (por lo menos durante los lapsus en los que se dedican a criticar un cine “vacío”) que la vida es diferente del cine y que el cine, en comparación, no es tan importante ni lo abarca todo. La cinefilia, claro, surge de “tomarse en serio” algo que muchos consideran apenas un entretenimiento. De acuerdo. Se puede tomar en serio el cine. Pero tomárselo en serio no opera sobre el objeto una metamorfosis instantánea que lo vuelva “algo importante”. Vamos, muchachos, que es una película nomás. Aunque algunos se juegan o quieren jugarse la vida en el cine, eso no hace del cine la vida.
Así como no nos gusta que alguien diga que el cine tiene que ser algo más “trascendente” que el cine mismo, tampoco podemos negar que otros prefieran usar el cine para algo más. El cine puede usarse para decorar paredes, para educar sobre enfermedades venéreas, para “transmitir valores” o para preservar los objetos y las personas frente al paso del tiempo. ¿Por qué no? Una película cualquiera puede hacer todo eso al mismo tiempo sin siquiera habérselo planteado. Pero que el cine pueda hacer todas esas cosas no quiere decir que deba hacerlas y mucho menos que deba perseguirlas como objetivo.Posiblemente uno de los rasgos que resultan a tantos tan irritantes de Tarantino es que al ver sus películas muy pocas veces podemos olvidarnos de que estamos viendo una película. Y eso está bien. Pocas ilusiones son más dañinas al cine que la idea de que es algo más que cine.
[1] Evidentemente, Tarantino despierta polémica entre aquellos a quienes no les gusta. Por suerte, no son pocos los que le reconocen su valor.