jueves, 31 de diciembre de 2009

El marido de la exmujer debe morir (sobre 2012)

Se le podrían objetar muchas cosas a 2012, tantas como desmedida es su ambición. Podríamos ponerle reparos formales o ideológicos: que el piso siempre se le está desmoronando a los personajes a medio micromilímetro de los talones, que justo ese hombre sabía cómo volar un avión, que no podía faltar el discurso inspiracional en el último cuarto de película que nos hace olvidar con fórmulas fáciles todo lo malo que había pasado antes. Una de las ausencias más notorias de la película es que se viene el fin del mundo y no hay ni una sola persona desesperada. Nadie llora de impotencia, nadie se rebela. La resignación campea en esta película.
Por supuesto, se trata de una película grande, desmedida, espectacular, el desquicio mayor de un director evidentemente desquiciado, Roland Emmerich (que dirigió Día de la Independencia, Godzilla, El día después de mañana, ¿notan algún patrón?). Quien pretenda ver una sutil exploración moral del ser humano, que vaya a ver otra cosa. Acá lo que tenemos es ciudades tragadas por la tierra, explosiones volcánicas, la cúpula de San Pedro en el Vaticano rodando sobre miles de fieles. Y también tenemos unas cuantas cosas más, que hacen que esta película resulte interesante.
Probablemente lo más sorprendente de 2012 sea el hecho de que, a diferencia de lo que uno podría suponer, presenta más de una mirada sobre los hechos que se cuentan. El “malo” (un gordo Oliver Platt, encarnación del cálculo frío a la hora de enfrentar la catástrofe, el que decide dejar que su madre muera porque tiene casi 90 años y no serviría de nada en el nuevo mundo) tiene argumentos válidos que se articulan plenamente y sobre los que el espectador deberá reflexionar. Por supuesto, también está el bueno, el científico sensible, el articulador del discurso inspiracional sobre “lo que es humano”, que también tiene su punto de vista.
¿Deberíamos enojarnos porque Emmerich no se sale de los estándares del cine catástrofe? ¿Deberíamos pedirle algo más que lo que nos ofrece (que, como dijimos, es más de lo que muchos suponen)? Es verdad, nos hubiera gustado que el barco con los yanquis se hiciera puré contra la montaña y que murieran todos (no porque son yanquis, sino porque son los protagonistas y en una película en la que muere el 99 por ciento de la población del planeta, no estaría mal que murieran también los protagonistas), pero Emmerich, lamentablemente, no está tan desquiciado. Por ahora, al menos.
En lo personal, la pasé bien el cine. “Bien” en un sentido muy amplio, “bien” porque la sufrí, porque me impresionó, me asustó un poco, también me divirtieron algunas cosas, por qué negarlo.
Lo que sí me molestó es el hecho de que Emmerich matara al nuevo marido (interpretado por Thomas McCarthy) de la exmujer del protagonista (John Cusack). Eso estuvo de más. El personaje de Cusack es un mal padre, un divorciado de nacimiento que merecía estar solo. Y el nuevo marido parecía un buen tipo, hasta un poco demasiado edulcorado. Pero ahí estaba el verdadero problema: si el nuevo marido es un buen tipo, el marido viejo (nuestro protagonista) queda sobrando. ¿Cómo se resuelve? El marido nuevo muere en un accidente sin culpables y listo: el puesto queda repentinamente vacante y todos podemos volver a ser felices. Que la familia se abrace. Porque, como todos sabemos, la familia de verdad era esta (con marido original) y era la que tenía que abrazarse al final. Todo eso de divorciarse y aprender lecciones de vida está muy bien, pero cuando llega el final del mundo, las que se abrazan son las familias de verdad.
Dicho sea de paso: ¿notaron que hay muchas películas con protagonistas divorciados (con lo cual el personaje del “nuevo marido” es muy recurrente) pero no hay ni una en la que el protagonista sea un nuevo marido?

domingo, 27 de diciembre de 2009

El neopuritanismo

Estas son algunas ideas que surgieron y fueron volviendo después de ver películas como La novia de mi mejor amigo, Coyote Ugly o Simplemente no te quiere.

La idea es más o menos así: hacia fines de los `50 y principios de los `60 la cosa no se pudo sostener más y los viejos conceptos de familia y libertad empezaron a tambalearse en los Estados Unidos (fuente mayor del cine mundial). Las viejas formas de vida empezaron a mostrar la hilacha, nació el hippiesmo, esas cosas. Y en los `60 (y fundamentalmente en los `70) el cine estadounidense se abrió como una flor y entraron en la representación explícita cosas que si bien siempre estuvieron, siempre se habían ocultado. Pienso ahora sobre todo en el sexo, pero podríamos hablar de tantas otras cosas: la violencia, las drogas, los conflictos sociales, la marginación y demás. El cine implosionó y pareció que todo había cambiado. Pero no. Después vino la resaca (los `80) y, finalmente, el cine canchero del 2000.
Si el sexo antes se negaba, ahora se exhibe por todos lados, se empapela las paredes con él. Todos somos tan desprejuiciados, lo hablamos, lo discutimos, pasó a ser charla de café (en buena medida la culpa la tuvo Sex and the City). Lo vemos sobre todo en las comedias románticas, terreno en principio paradójico para estos brotes porque el género normalmente se piensa con el objetivo de hacer lagrimear a señoritas que quieren creer que el amor todavía es posible. En ese sentido, el género sigue siendo lo que siempre fue: chico conoce a chica (aunque la protagonista suele ser ella), hay una afinidad instantánea, primeros acercamientos, surgen los conflictos, se revela algún secreto que hace tambalear la futura relación, después descubren que el amor es más fuerte y finalmente casamiento (o, en su defecto, una estabilidad de vida de pareja que se le parece mucho). Desde las comedias de la década del `30 (vean, si no, Sucedió aquella noche, algo así como la unidad proteica de toda la comedia romántica por venir) la película siempre es la misma. Cambian los chistes. Y los chistes ahora incluyen el sexo. Pero lo que tenemos es una forma nueva del puritanismo.
Pensemos, por ejemplo, en las señoritas (nunca una mujer de más de 35) que protagonizan estas películas embebidas de sexualidad: hablan de consoladores, de juguetitos, de perversiones, charlan con sus amigas sobre la promiscuidad. Pero, curiosamente, la protagonista normalmente no hace más que hablar sobre estos temas, nunca los vive, nunca comparte experiencias, porque si bien ella funciona en ese mundo, el verdadero sexo está siempre en las amigas, ella no lo vive. Si llegara a darse la circunstancia de que la protagonista tuviera sexo durante la película, siempre lo tiene exclusivamente con el hombre que resultará ser el amor de su vida (aun si en ese momento ella no lo sabe). Se habla mucho de sexo (y suele haber algún homosexual dando vueltas, casi siempre hombre), pero nuestra protagonista solo se revuelca por amor y con música de violines de fondo. A lo más que se puede llegar es a confesar que la mujer en cuestión tuvo algún novio anterior; se puede llegar a sugerir que tuvo sexo con este novio, pero esa es toda la extensión de la flexibilidad sexual para esta mujer.
El sexo existe en estas películas, pero si no es encarnación de una amor “marcado por el destino”, se lo ve solo como una forma desviada. La vida del sexo (notoriamente: la vida que tienen los protagonistas “extraviados” cuando empieza la película, casi exclusivamente se trata de hombres) es la que debe superarse. Todo el camino del héroe en esta comedia romántica es darse cuenta de que debe dejar el sexo atrás. Argumento de la comedia romántica contemporánea: un joven apuesto y exitoso (o por lo menos que puede revolcarse con cualquier mujer) vive una vida despreocupada y altamente promiscua hasta que se topa con una mujer fuerte (y buenmoza) que en principio lo irrita pero por la que pronto se siente irremediablemente atraído. La relación es conflictiva. Finalmente, el hombre se da cuenta de que el problema en esta relación es que debe dejarse de tanto libertinaje para comprometerse por amor: dejar la soltería atrás y casarse de una buena vez (como corresponde que todos hagamos).
Esto no quiere decir que todo lo que postulan estas películas sea necesariamente falso (puede serlo, pero se debería ver una película a la vez), pero estas comedias cancheras que muestran consoladores quieren hacerse pasar por desvergonzadas cuando lo único que hacen es negar cualquier cosa que exista por fuera del matrimonio. La lección es sexo malo, amor bueno. Amor en términos de jovencita adolescente: sentimientos, ternura, boludez. Nada de cuerpo. Nunca. El cuerpo está mal. Si el sexo aparece, es una “manifestación del amor”, “compromiso”, o sea, vehículo del matrimonio. Estas películas no son capaces ni siquiera de afirmar la importancia que tiene el sexo dentro del matrimonio.
Se lo exhibe por todos lados, pero para finalmente separarlo de la vida y de las “cosas importantes”. Por un lado o por el otro, el sexo es algo extraño a la vida, ajeno, negado. El neopuritanismo funciona así.

martes, 15 de diciembre de 2009

El cine apasionado

De un tiempo a esta parte, vengo escuchando más de un comentario cinéfilo que, sin molestarse en articular una verdadera crítica, simplemente desprecia la película de 1998 Shakespeare apasionado (en inglés, Shakespeare in love), en la que Gwyneth Paltrow se disfrazaba de varoncito para actuar en una obra de William Shakespeare. A estas alturas, la película ya pasó a ser una pesadilla del videocable, que se repite cada quince minutos en tres canales diferentes.
A mí la película me gusta mucho y cada vez que la encuentro en la televisión (como dije, muy seguido), me quedo mirándola un rato. Pero mi idea ahora no es defenderla, sino hacer notar un detalle que comprendí no hace mucho. Fue cuando escuché a alguien que decía algo como: “Esa historia de amor es horrible y Joseph Fiennes es de madera”. Probablemente sea verdad (lo que es seguro es que es una historia de amor cursi, lo cual de por sí no quiere decir nada), pero de lo que me di cuenta entonces es de que para mí Shakespeare apasionado no es “esa película romanticona” y de que me gusta prácticamente a pesar de esa historia de amor.
Y eso es lo raro, porque Shakespeare apasionado no es una película coral ni mucho menos. Es una historia de amor. La historia de amor lo cubre todo. Pero yo de lo que me acuerdo siempre es de pequeños momentos, frases, escenitas. Para mí Shakespeare apasionado es una comedia llena de grandes diálogos como “Lo que la gente quiere es una historia de amor y un perro” o cuando Shakespeare dice “Mercucio, qué buen nombre”. Básicamente, cualquier momento en el que Geoffrey Rush aparece frente a la cámara.
Es posible que sea por eso que, cuando la encuentro en el videocable, nunca veo la película entera, sino solo pedacitos: no sé si me gustaría verla toda entera y de un tirón (calculo que sí). Lo que es seguro es que esos momentos me siguen fascinando. No sé por qué, pero es así. Y creo que esos momentos son suficiente para defender la película.
Uno le puede pedir muchas cosas al cine: que te cambie la vida, que te haga olvidar la vida, que te divierta un rato, que te consuele. Lo que sea. Pero hay un cierto tipo de películas generalmente modestas (no sé si Shakespeare in love fue concebida como una película modesta, creo que no, pero su destierro a los callejones de la televisión ciertamente la ha devaluado) en las que uno puede entrar y sentarse como en el sillón de su casa. Estas películas suelen estar construidas a partir de sus personajes secundarios (el de Geoffrey Rush sigue siendo uno de mis favoritos). Uno las ve una vez, las ve infinidad de veces. No cambiaron la historia del cine, probablemente no le hayan cambiado la vida a nadie, pero siempre es bueno volverlas a ver.