jueves, 29 de octubre de 2009

Notas sobre "Fitzcarraldo" (y sobre la locura de Werner Herzog)

“Iquitos-Lima 18/2/81
Desparramado en el asiento, mientras Gustavo me llevaba a toda marcha por entre los baches hacia el aeródromo, tuve la idea: ¿por qué no actuar yo mismo de Fitzcarraldo? Me atrevería a hacerlo, porque mi tarea y la del personaje se hicieron idénticas.”



En alguno de sus escritos, Truffaut acuñó una frase para definir a su amado Rossellini: “Rossellini prefiere la vida”. Podríamos abusar de esta frase y decir: Herzog prefiere la vida. La segunda parte de la idea se da por entendida: prefiere la vida al cine. Esto eso, Herzog (al igual que Rossellini) entiende el cine como un medio y no como un fin en sí mismo. Esto da cuenta, por ejemplo, de su extenso contacto con el documental. Se trata de una actitud profundamente anti cinéfila. No quiere decir, por supuesto, que desconozca la historia del cine (pensemos, por ejemplo, que Herzog filmó algo así como una remake del Nosferatu de Murnau) ni que desconozca el lenguaje cinematográfico. “Prefiere” es muy diferente de “rechaza”. Herzog (al igual que Rossellini) no puede pensarse sin el cine. También tiene su correlato, si se quiere, en la negativa de Herzog a “estudiar” cine.
Esto que llamamos “anti cinefilia” podría explicar por qué, si bien universalmente reconocido, se han dedicado tan pocos textos al cine de Werner Herzog. Digamos, comparativamente pocos. Sería una linda teoría: los cinéfilos del mundo perciben el vitalismo de la obra de Herzog y les resulta naturalmente inabordable. Una teoría linda pero falsa. Si retomamos el paralelismo con Rossellini, ese otro gran director que prefiere la vida, y constatamos cuánto se ha escrito sobre él, la teoría se cae a pedazos. Como todas las teorías.
Hay una circunstancia, sin embargo, que empantana este paralelismo: Roberto Rossellini es crucial para la historia del cine. Herzog, no. A pesar de su importancia dentro del Nuevo Cine Alemán (importancia, por otro lado, relativa y circunscripta al ámbito alemán), no podríamos decir que las obras de Herzog cambiaron la forma en que se realizaba o se pensaba el cine. Herzog no es un gran innovador. Podemos pensar que la innovación tiene siempre mucho de circunstancial, pero es claro que Herzog no ha abierto puertas estéticas. No tiene para agregar al cine más que sus obras. Enormes obras.
Esta “preferencia por la vida”, como dijimos, no es un rechazo al cine. Si quisiéramos, podríamos acercarnos a sus películas desde lo puramente cinematográfico y habría, creo, mucho para analizar. Mucho para analizar pero no necesariamente nada que no pudiéramos encontrar en otro lado. En definitiva, podríamos pero no lo vamos a hacer.
Cuando Herzog estaba organizando, a fines de los setenta, el proyecto de filmación para su guión Fitzcarraldo, consiguió productores que se interesaron por participar en él. Le ofrecieron, según cuenta el propio Herzog, un estudio en el que podría armar las maquetas para las escenas del barco sobre la montaña. Él rechazó la oferta: filmaría en la selva peruana, lugar perdido al que era difícil llegar incluso con fines menos absurdos que filmar una película.
¿Por qué resultaba tan importante filmar en la selva? ¿Por una cuestión de realismo? Lo que vemos claramente no es un documental y no pretende serlo. El propio Herzog es muy conciente de esto. En una de las entrevistas que aparecen en Burden of Dreams (el documental que Les Blank filmó sobre la filmación de Fitzcarraldo), Herzog dice a cámara que si bien le resulta muy importante que los indígenas que aparecen en la película sean verdaderos indígenas (y narra, por ejemplo, de dónde vino exactamente cada grupo), lo que se ve no es una documentación de los indígenas. Lo que veremos en pantalla son indígenas reales que, por exigencias del guión y del criterio del director, no se comportan necesariamente como lo harían en la vida real. Actúan. Hay, por supuesto, un realismo inherente a su propia condición, pero en ningún momento Herzog postula un trabajo de indagación de lo real.
El origen de este proyecto, lejos de una búsqueda realista, se encuentra en la imaginación. Herzog dice que al leer una narración de la historia real sobre la que se basa Fitzcarraldo, lo que lo fascinó no fue la historia en sí, sino tan solo una imagen, la que sería el centro de su película: la visión del barco sobre la montaña. Una imagen obsesiva que debía ser filmada. Filmada de verdad.
Lo que vemos no es lo real. Por un lado, no estamos viendo a Fitzcarraldo sino a Kinski. Pero aun si pasamos por alto la convención sobre la que se basa la mayor parte del cine, tenemos que tener en cuenta que el propio Fitzacarraldo no realizó un intento tan complejo como el que vemos filmado. De hecho, el barco que Fitzcarraldo quiso pasar sobre la montaña era mucho más chico que el que Herzog usa (un barco que, por otra parte, pertenece auténticamente a la época en la que se supone que transcurre la historia, previo trabajo de restauración) y nunca intentó pasarlo entero de un río al otro. De un modo mucho más pragmático que lo que vemos en el celuloide, el Fitzcarraldo de la vida real separó su barco en piezas, transportó las piezas al otro lado y una vez allí volvió a ensamblar su barco. Lo que a él le importaba era simplemente llegar a donde quería ir. Lo que importa en la película Fitzcarraldo no es la verdad histórica y nunca lo fue. Lo que importa es esa imagen: el barco sobre la selva amazónica. Estamos viendo una mentira, una imagen poética.
Si uno lee los diarios de filmación de Herzog, es fácil comprobar el nivel de absorción obsesiva que implicaba para él el proyecto. La suya era una empresa de locura: una imagen obsesionante impulsa la filmación de un proyecto desproporcionado en las peores condiciones imaginables. Y no se trata únicamente de su locura, sino de una locura colectiva de todos los que lo acompañaron en la filmación (además de la legendaria locura de Kinski). ¿Por qué importan la locura de los que filmaron eso en ese momento? Porque esa locura impregna todo Fitzcarraldo.
En algún punto, la empresa de filmación de una película ficcional asumió las proporciones del acto desquiciado que intentaba filmar. El propio Herzog acaba por identificarse con Fitzcarraldo porque, según sus palabras, sus tareas “se hicieron idénticas”. Como sabemos, esto no es cierto porque, de hecho, la tarea del Fitzcarraldo real nunca fue tan desmesurada y, en todo caso, nunca constituyó un fin en sí misma, sino apenas un paso necesario. La idea tan claramente articulada en la película, de Fitzcarraldo como “el conquistador de lo inútil” pertenece exclusivamente al guión de Herzog y se imbrica estrechamente con lo que nosotros terminamos por ver.
Sin embargo, hubo al menos un momento (y suponemos que más que uno) en el que el director se vio tan inmerso en su propio trabajo que perdió de perspectiva lo que en otros momentos él mismo articula tan claramente: que lo que quería filmar no era más que una ficción, una mentira. Una historia mentirosa construida solo en parte sobre la base de hechos realmente ocurridos. Si lo que importaba era la imagen, ¿por qué no bastaba una imagen creada en estudio? Para el espectador hubiera sido una imagen. ¿Cuál es la importancia de filmar en la selva con indígenas reales y enormes barcos? ¿El realismo de la imagen? Hay algo en la tarea de Herzog (no solo en esta película, sino en toda su obra) de la minuciosa búsqueda de la imagen real.
Pero en este caso, la imagen no es solamente lo que se proyecta en una sala a oscuras. Es mucho más. Es una realidad: la realidad misma del presente ocurrido frente a una cámara. El cine crea esa realidad, así como motivó la creación de esa realidad tan concreta de un grupo de personas en la selva peruana que intentan empujar un barco sobre una montaña. ¿Sería tal vez eso lo que buscaba Herzog: no solo obtener la imagen del barco sino lograr que en algún lugar y en algún momento ese hecho tuviera su ocurrencia, existiera de verdad? ¿Está Herzog conjurando la vida misma?
Hacia el final de Burden of Dreams, el propio Werner Herzog esboza algo como una justificación poética de su empresa. Él habla de “los sueños”, de vivir la vida “con sus sueños” y de una realidad profunda que subyace a la apariencia y que en su esencia está “hecha de sueños”. Filmar el barco sobre la montaña (a la vez que metáfora directa de ello) era su sueño. Él, nosotros y cualquiera en realidad somos lo mismo y sus sueños son en el fondo los sueños de todos. Él, como persona dotada de la capacidad para dirigir una película, tendría la responsabilidad de articular ese sueño (colectivo) de la mejor forma posible. La forma que él encontró fue arrastrar a un grupo de personas al medio de la selva y filmar. El resultado, sabemos, fue Fitzcarraldo.
¿Haber logrado finalmente la concreción de la imagen obsesiva nos libera de alguna forma de ella? Para nada. La vuelve más fuerte porque la vuelve existente. ¿El barco es una metáfora de algo? Tenemos la explicación del propio guión de la película: la conquista de lo inútil. Si se quiere: la perpetua persecución del sueño obsesivo. En el fondo, ¿qué más inútil que obstinarse con filmar en una selva impenetrable algo que podría haberse filmado en un estudio o incluso en un lugar más accesible de esa misma selva?
Pero no, mirar Fitzcarraldo es entrar directamente en la locura. Esa película es una puerta abierta a la psicosis. ¿Es importante o en alguna medida útil abrir esa puerta? No podría decirlo. Pero es claro que solo Herzog puede hacerlo.
Por supuesto, frente a la locura no queda mucho por decir. Tal vez por eso es que no se escribe demasiado sobre Herzog.

viernes, 16 de octubre de 2009

Un poco sentimental (y un poco obvio)

But I guess I can´t help being
On the sentimental side

Podríamos decir que el arte del siglo XX se alejó concientemente del sentimiento. La ruptura de las vanguardias, ese quiebre de las formas de arte tradicionales que las alejó cada vez más del público no especializado, implicó de forma directa o como consecuencia secundaria que el arte dejara (por usar una expresión horrible) de hablar al corazón. En el mundo posmoderno la cuestión ni siquiera se plantea como conflicto. En nuestros días el sentimiento es el sospechoso: se lo analiza, se lo interpreta, se lo ridiculiza, se lo manipula, pero ya no se lo deja ser. Pero, con todo, hay una honrosa excepción: de todas las artes, solo el séptimo ha sabido desde su origen y continuadamente mantener en su centro un corazón palpitante. El cine es el espacio en el que el ser humano todavía puede ser humano y se le permite un lugar, por ejemplo, a la ternura.
No sería lícito pensar, como podría haberlo hecho una señorita del siglo XIX, que el sentimiento es lo más importante en la vida. Parte de la legitimidad que tienen los cuestionamientos de la vanguardia tiene que ver con la banalidad inevitable a que conducen ese tipo de ideas. No obstante, es irreductiblemente cierto que el sentimiento es parte de lo que somos como seres de este mundo. En un mundo de cemento y asco, todavía podemos conmocionarnos.
Las aguas parecerían dividirse en la línea que separa las artes viejas de las artes nuevas. Arte nueva, en realidad, solamente hay una, que nació prácticamente con el siglo XX. Pero podríamos pensar en variantes nuevas de la música, como el jazz, el tango, el rock, nuevas mutaciones que, en este sentido, se asocian al cine. Es como si después de atravesar siglos de historia (o por lo menos, el XIX), las artes tradicionales se vieran incapacitadas para reflejar algo tan básico como el sentimiento. El camino ya no se puede recorrer hacia atrás. Las artes nuevas, en cambio, no necesitan romper con nada y pueden existir en una inocencia que a muchos les resulta pueril. Son, también, las artes populares.
De hecho, el cine parece volverse árido solo cuando, por afectación, por contaminación o por exploración, sus caminos se cruzan con alguna de las artes tradicionales. Si se quiere hacer del cine un continente del teatro del absurdo. Si se quiere hacer de la imagen en movimiento una continuación de la pintura. Si se quiere hacer del cine un “medio” para las exposiciones ideológicas. No podría negarse que el cine al alcanzar su “madurez” en muchos casos se volvió horrible.
Pero de un lado o el otro llegan siempre caminos que lo llevan a ese corazón palpitante: ya sea desde un autorismo de honestidad ingenua (pensemos, por ejemplo, en Truffaut) o desde un ámbito comercial que cree que la gente va al cine para conmoverse. Por lo menos por ahora ese corazón no ha dejado de latir.
El sentimiento, por otra parte, existe solo en un punto de delicado equilibrio que muy fácilmente puede degenerar. Sería estúpido negar que la mayor parte de lo que vemos es un sentimentalismo barato, como por otra parte sería necio negar la posibilidad de un sentimiento verdadero.
Podríamos asociar esta idea de sentimentalismo barato con lo que Milan Kundera llama kitsch:
“...el kitsch es algo más que una simple obra de mal gusto. Está la actitud kitsch. El comportamiento kitsch. La necesidad kitsch del «hombre kitsch» (Kitschmensch): es la necesidad de mirarse en el espejo del engaño embellecedor y reconocerse en él con emocionada satisfacción.”
A menudo percibimos este “engaño embellecedor” como una manipulación. Una manipulación que, por otra parte, no tiene por qué ser necesariamente insincera. Puede haber manipulación artera (podríamos imaginar, por ejemplo, en un giro caricaturesco, a un cínico productor de Hollywood diciendo “Más violines, agreguen más violines en la escena del encuentro”), pero también puede haber simplemente kitsch. La distancia entre el sentimiento falso y el verdadero no es de contenido, sino de forma (y, por tanto, puede haber un centro verdadero en un momento falso). El sentimiento falso no es falso por ser irreal, sino por plantearse no como emoción, sino como emoción frente a la emoción (ese “reconocerse con emocionada satisfacción”). El sentimiento falso es el sentimiento de sentirnos “bellos” (si se quiere) por emocionarnos frente a algo que claramente nos dice que debemos emocionarnos. Se produce cuando una película no genera una emoción, sino la imagen de una emoción.
Por supuesto, la línea es sutil y muchos prefieren simplemente negarla. Aun los que no lo hacen pueden pisotearla descaradamente. Pensemos, por ejemplo, en un director de cine, “autor” si se quiere: Won Kar Wai. Es claro que el sentimiento es un elemento clave en toda su filmografía. Hasta sus películas de gángsters son romanticonas. Él supo manejar, por ejemplo, en dos grandes películas como Con ánimo de amar y Happy together todos sus elementos siempre sobre una delgada línea que podría haberlo hecho caer en lo ridículo. Pero no lo hizo. Momentos como, por ejemplo, cuando un hombre viaja al fin del mundo y escucha la grabación del llanto de su amigo podrían resultar asquerosos. Pero precisamente la cercanía con ese límite que no llega a cruzar es la que le da su fuerza. Porque no hay vergüenza. Un paso más allá tenemos My Blueberry Nights. El amor no es menos “verdadero” pero se lo presenta de forma autocomplaciente y la película empalaga más que sus tartas de arándano. Terrible.
No es para nada sencillo lograr un momento tan simple como en el que un adolescente le dice a su amigo “Te quiero”. No puede haber vergüenzas ni dudas. De hecho, podríamos pensar que Greg Mottola construye toda su película Superbad para llegar a ese momento. ¿Por qué casi dos horas de película para llegar a un instante tan breve? Primero porque, peces que vivimos fuera de la verdad sentimental, no podríamos soportarlo de buenas a primeras (como tampoco los personajes). Segundo, porque la verdad de ese momento solo existe a través y a pesar de todo lo que vimos. Lo que vimos no fue una tarta de arándanos: hubo peleas, vómitos, egoísmo, incomunicación, adolescencia. Momentos feos a pesar de los cuales llegamos a un “te quiero” que no resulta necesariamente “embellecedor”. Es un momento que sabemos fugaz.
Lo mismo sucede con Adventureland. Este “verano memorable” es francamente horrible, como el parque en el que transcurre. El propio protagonista dice que no quiere volver a pisar ese lugar, pero nosotros veríamos la película una y otra vez. Tenemos música funcional, colores chillones, violencia, berretada, familias profundamente disfuncionales, bananas piratas, la marihuana que parecería ser lo único capaz de lubricar todo eso. No se trata, como en tanta película realmente berreta, de “ese verano al que querremos volver durante el resto de nuestras vidas”. Cuanto antes termine, mejor. Y en realidad el momento en el que termina podría ser el verdadero comienzo de una película realmente linda. Pero lo que tenemos es esto. Porque muchas veces lo que tenemos es esto. Las escenas románticas prácticamente no se muestran, casi no llegan a articularse en palabras, están rodeadas de su propia negación. Pero existen, como en los rincones. Solo en un espacio así podemos pensar (y vivir) ciertas cosas. Como un invernadero, el espacio para el sentimiento necesita una cuidadosa construcción. Pero el cine, gracias a Dios, sigue siendo terreno fértil.

lunes, 12 de octubre de 2009

Un anarquismo amable (sobre "Julie y Julia")

No se puede negar que Hollywood, desde hace casi un siglo, es una especie de gran industria manufacturera de esos objetos que tanto nos gustan, las películas. En la década del `50 un grupito de críticos franceses se lanzó a la lucha con la bandera de lo que se llamó la política de autor, esto es, la idea de que dentro de esa enorme industria que siempre fue Hollywood ciertos directores (para algunos, apenas más que artesanos, para estos críticos, artistas) podían, en medio de las limitaciones de la producción en cadena, tomar los elementos de un cine estandarizado y expresar un punto de vista subjetivo que respondiera a la mirada de ese autor. Ya corrió mucho agua bajo el puente y hoy la idea de autor, bastardeada y esparcida al viento, poco interesa. Pero a pesar de las idas y vueltas de las valoraciones críticas, Hollywood sigue ahí (aunque para muchos, en perpetua crisis), produciendo esos objetos que nos siguen gustando tanto, más películas.
Dentro de la gran marejada de producciones estadounidenses que semana a semana inundan nuestras carteleras hay, por supuesto, de todo. O por lo menos eso pensamos algunos. Vienen los grandes tanques (algunos tan malos, otros tan buenos) y cada tanto aparece una película que podría haber sido tanque en otro momento pero que hoy se muestra tímida en las carteleras y que si no prestás atención, se te pasa. Fue el caso, creo, de Julie y Julia, película que cuenta con por lo menos una gran estrella (Meryl Streep, aunque ya mayor, sigue atrayendo espectadores) y que fue dirigida por una directora que el público favoreció más de una vez (Nora Ephron). No sería este el momento de hacer, ni creo que resultara particularmente interesante si se lo hiciera, un análisis de Julie y Julia desde la perspectiva de Nora Ephron como autora. Pero esta película modesta (por cómo se la lanzó en Argentina pero también por su propuesta) merece nuestra atención.
Hay una cierta amabilidad en el tono, en los personajes, en lo que se está contando que puede sonarle a unos cuantos a irrelevancia. Una película sobre señoras que cocinan podría parecer en un primer momento destinada únicamente a señoras que cocinan. Esta idea suena a estupidez apenas se la articula, pero está dando vueltas.
El centro de toda esta propuesta, diría, está en el personaje interpretado por Amy Adams (la Julie del título), joven casi treintañera del siglo XXI que, asfixiada por su vida, decide un día empezar un blog en el que contar su experiencia preparando todas las recetas del clásico libro de cocina francesa escrito por Julia Child (la Julia del título). También se nos cuenta la historia de esta Julia que en los cincuenta aprendió a cocinar en Francia y después tuvo que luchar para publicar el libro de cocina que, según dicen distintas fuentes, se convirtió en leyenda en Estados Unidos. De alguna forma, esta Julia parece existir en la película solo en la medida en que Julie (nuestra coetánea) la invoca en su obsesiva búsqueda de todo lo que es Julia y de hecho hacia el final se nos dice “La que importa es la Julia que está en tu cabeza”.
Vamos, entonces, con nuestra protagonista provisoria: Julie Powell. Dijimos, como se ve claramente en la película, que Julie se siente asfixiada por la vida. Podríamos darle un nombre a esa asfixia: Julie está por cumplir los 30 años y atraviesa la consabida crisis. La película (su parte de la película) empieza cuando Julie se muda a una nueva casa en Queens, un departamento destartalado sobre una pizzería. La joven pareja se acaba de mudar ahí para conseguir unos metros más. O sea que con la casa va todo mal. Problema número uno. ¿Cómo van las cosas con la pareja? En principio, todo bien. Va a haber problemas, por supuesto (¡el conflicto, tiene que haber un conflicto!), pero eso viene después. El problema real es el trabajo. Julie, la que todos creían que sería una exitosa escritora, tiene un trabajo atendiendo el teléfono en un organismo gubernamental que se encarga de tratar con las consecuencias del atentado del 11 de septiembre. Evidentemente, es un trabajo al que cayó cuando no tenía demasiadas opciones: no le gusta y no le alcanza para vivir como querría. Podríamos pensar que Julie está en crisis porque es lo que los americanos llaman “una perdedora”: una mujer adulta que no tiene ni éxito ni dinero (si es que no los consideramos sinónimos). Entonces, ¿la crisis de Julie surge simplemente porque no logró subir lo suficiente en la escala laboral? ¿Será? ¿Estamos ante otra de esas hermosas parábolas que terminan justificando (una vez más) el omnipresente sistema capitalista?
Hay un detalle que no es menor: una vez cada tanto, Julie se reúne con sus antiguas compañeras del colegio en un restaurante para almorzar juntas, sana costumbre que ella detesta. Vemos una de esas reuniones: cuatro mujeres sentadas alrededor de una mesa. Tres de ellas son exitosas, tienen poder, dinero, prestigio o las tres cosas. Solo Julie no tiene grandes novedades que contar. También Julie parece ser la única que está realmente sentada allí. Dos de las cuatro se la pasan hablando por celular, la tercera parece interesarse por Julie y lo que tenga para decir (le quiere hacer una entrevista), pero termina por usarla para escribir un artículo en una revista, en el que la usa como ejemplo de lo patético. ¿Pensamos realmente que esas mujeres son el modelo al cual apunta la película? Claramente no. Por otro lado, ¿por qué es tan terrible el trabajo que hace Julie? ¿Es por las cosas que tiene que soportar? Posiblemente. Pero, como se encargan de recordarle, es un trabajo tan bueno como cualquier otro. Y es un trabajo que en definitiva intenta (en cierta medida) ayudar a quienes se pueda ayudar. ¿Es realmente tan detestable? En más de un punto más de una persona intenta hacerle ver a Julie que debería estar satisfecha.
El problema del trabajo que Julie es que no significa nada. O por lo menos no significa nada para Julie. A pesar del bien que puede llegar a hacer, es un trabajo vacío porque ella no quiere hacerlo. Tampoco sabe todavía qué quiere hacer (o sí, escribir, pero no logró hacerlo) y en parte de eso se trata la película, pero no vamos a ir ahora por ese camino. ¿Sería mejor este trabajo si Julie Powell recibiera un sustancioso aumento y pudiera por fin dejar ese departamento sobre la pizzería? No es una opción que se plantee, pero podríamos suponer que no. Porque el problema no es la cantidad de ceros que figuran en el recibo de sueldo (la pareja, con sus problemas, es feliz en su departamentucho) sino que el problema es vender la propia vida a cambio de esos ceros. Frente a la lógica de venderse a lo que sea por pagar las cuentas, se presenta la cocina. Y no solo la cocina: la cocina francesa. Una floritura esencialmente inútil. Claro, todos tenemos que comer, pero bastaría con comer barras de proteínas y vitaminas. De hecho, como se recalca más de una vez en la película, la base de la cocina francesa es la manteca, elemento grasoso e inútil si los hay pero que viene tan bien en las comidas. Toda esta película es, en cierta forma, el descubrimiento de la cocina, de la comida, de la comida como pasión, como pasión superflua pero terrible, como un algo más, como objeto del esfuerzo a contramano en una vida que en principio parecería excluir ese tipo de elementos. La cocina francesa es un elemento externo a la vida de oficina. Y es la que justifica a Julie, así como había justificado a Julia.
Por supuesto, el final feliz incluye no solo la reconciliación matrimonial, el éxito en el objetivo del blog y unos cuantos kilos de más, sino también jugosas propuestas laborales que significarán, suponemos, el fin de los días de Julie como recepcionista de quejas y lamentos. O sea que Julie, finalmente, va a encontrar un buen trabajo. Y con la venta de derechos para esta película, unos cuantos billetes. Todo todo terminó bien. Y ese final dulce (no edulcorado) pareciera en cierta forma anular cualquier esbozo de crítica que podríamos haber encontrado en la película. Pero no es así. ¿Por qué habría de ser así? Julie encontró ese algo más, encontró su manteca, y en este caso la manteca le rindió por lo menos algunos frutos. ¿Eso está mal? ¿Habría sido más “realista”, por ejemplo, si después del blog volviera a la oficina y encima tuviera que anotarse en un gimnasio para quemar la grasa que acumuló en su aventura? ¿Ese final tranquilizador (salimos, por lo menos, contentos) impide cualquier movilización en el espectador? No tiene por qué hacerlo. Tal vez Julie y Julia tenga un efecto positivo en las matrículas de las escuelas de cocina, tal vez no. Tal vez algún espectador salga después de escuchar esa tan extraña risa de Meryl Streep a la calle y se dé cuenta de que su vida es una mierda. ¿Cómo saberlo? ¿Cómo podemos saber el efecto que una película va a tener en cada persona? ¿Cómo podemos determinar que una película con tesis socialista, imágenes de impacto y banda sonora de batalla va a ser más eficaz para conmover o conmocionar que Amy Adams? No podemos saberlo y no tenemos por qué calcularlo. Yo prefiero ir a ver una película.
Y si hablamos de películas, Julie y Julia tiene mucha manteca para ofrecer.

domingo, 11 de octubre de 2009

Tarantichcock

"Nada concreto, sí, lo que demuestra evidentemente que es usted conciente de lo que hace y que domina a la perfección los secretos de la profesión. Este tipo de películas, construidas en torno al «Mac Guffin», hace que ciertos críticos digan: Hitchcock no tiene nada que decir, y en ese momento, creo que la única contestación posible sería: «Un cineasta no tiene que decir nada, tiene que mostrar. »"
Francois Truffaut, El cine según Hitchcock


Hace unos 40 años, Francois Truffaut se sentó frente a Alfred Hitchcock para conducir una serie de entrevistas que resultarían en lo que muchos consideran “la Biblia del cine”: El cine según Hitchcock. En el prólogo a ese libro, Truffaut dice que una de las razones (si no, la razón) que lo llevaron a ese proyecto fue la evidencia de lo mal que la crítica (en especial, la norteamericana) trataba a uno de sus directores favoritos. Se lo tildaba de pasatista, intrascendente, comercial, poco verosímil y vaya a saber uno qué más. En el fondo, poco les interesaba a los críticos analizar sus películas, bastaba con despreciarlo. Hoy pasa algo similar con otro director “polémico”: Quentin Tarantino[1]. Su “polemicidad” (como había pasado con Hitchcock) no gira en torno a que a algunos les guste y a otros no (eso pasa con cualquier director). A los detractores de Tarantino no solo no les gustan sus películas, les niegan directamente la “categoría” de cine. Tarantino, para esta gente, no sería un director de cine sino una especie de adolescente eterno con mucho dinero entre manos y un basto conocimiento de la cultura popular. Como si una cosa anulara la otra.
Cuando se habla del cine de Tarantino con términos como “intrascendente” o “vacío” en lugar de otros como, por ejemplo, “bueno”, “malo” o “aburrido”, lo que se está evaluando no es la calidad estética (que uno siempre puede poner en duda) sino el valor de ese objeto estético. El cine “instrascendente” se opone al cine “trascendente”. Ahora bien, ¿qué sería un cine “trascendente”? Supongo que a lo que se apunta es a una película que trata un “tema trascendente”. ¿O acaso existe una “forma trascendente”? ¿Hay alguien mejor que Tarantino para trabajar la forma? Así que estamos hablando del “contenido”, del tema que trata, de una idea un tanto muy anticuada de lo que es el cine: la de un medio para “tratar temas”. ¿Qué sería, entonces, una película trascendente? La película que trasciende el cine para “decir algo sobre la vida” o sea, que escapa al cine, se va, se aleja hacia ese otro mundo (más “trascendente”) en el que tratamos “temas”.
Siempre me pregunté qué es lo que suponen esas personas que claman al cielo por más trascendencia en las películas de Tarantino que pasaría si en algún momento llegan a ver en sus películas una crítica demoledora del modo de producción y de vida capitalista, o algún irresoluble dilema moral de esos que hacen dar vueltas en la cama a tantos profesores de Filosofía. ¿Pasaría, en verdad, algo? ¿El imperio americano de pronto implosionaría librándonos por fin del más grande y terrible de todos los cucos? Por algún motivo supongo que no pasaría nada más que el que se vuelvan a prender las luces y los gruñones puedan volver a sus casas contentos por haber compartido con su ahora amado director y algunos otros selectos espectadores un edificante momento de autocomplacencia y desprecio por esos tan terribles norteamericanos.
El origen del malentendido es, creo, que los evangelizadores del cine de plomo parecen olvidar (por lo menos durante los lapsus en los que se dedican a criticar un cine “vacío”) que la vida es diferente del cine y que el cine, en comparación, no es tan importante ni lo abarca todo. La cinefilia, claro, surge de “tomarse en serio” algo que muchos consideran apenas un entretenimiento. De acuerdo. Se puede tomar en serio el cine. Pero tomárselo en serio no opera sobre el objeto una metamorfosis instantánea que lo vuelva “algo importante”. Vamos, muchachos, que es una película nomás. Aunque algunos se juegan o quieren jugarse la vida en el cine, eso no hace del cine la vida.
Así como no nos gusta que alguien diga que el cine tiene que ser algo más “trascendente” que el cine mismo, tampoco podemos negar que otros prefieran usar el cine para algo más. El cine puede usarse para decorar paredes, para educar sobre enfermedades venéreas, para “transmitir valores” o para preservar los objetos y las personas frente al paso del tiempo. ¿Por qué no? Una película cualquiera puede hacer todo eso al mismo tiempo sin siquiera habérselo planteado. Pero que el cine pueda hacer todas esas cosas no quiere decir que deba hacerlas y mucho menos que deba perseguirlas como objetivo.Posiblemente uno de los rasgos que resultan a tantos tan irritantes de Tarantino es que al ver sus películas muy pocas veces podemos olvidarnos de que estamos viendo una película. Y eso está bien. Pocas ilusiones son más dañinas al cine que la idea de que es algo más que cine.
[1] Evidentemente, Tarantino despierta polémica entre aquellos a quienes no les gusta. Por suerte, no son pocos los que le reconocen su valor.