La revista cultural Ñ publicó un número especial dedicado a las “palabras que cambiaron el cine” o que están cambiando el cine o que van a cambiar el cine. No me interesa discutir esa lista, pero sí hablar sobre lo que se escribió entorno al 3D.
Los dos artículos hablan en particular sobre Avatar, justo en la semana en la que en Buenos Aires se reestrenó la película con algunos minutitos extra. Ambos textos (uno firmado nada menos que por J. Hoberman) atacan el 3D o señalan por lo menos sus peligros. Primer hecho curioso: en la revista se publican dos textos, ambos en contra del 3D, ambos con un tono ligeramente (o no tanto) snob que parece dar por supuesto (al igual que la revista toda) que no es necesario hablar de las posibles bondades de la nueva tecnología porque el efecto se identifica plenamente con un éxito masivo que solo se puede explicar por la estupidez de quien se deja llevar por la emoción de la novedad. Estos textos resultan interesantes, sobre todo, en la medida en que reflejan (o repiten) ideas que circulan entre los “círculos” desde hace, digamos, dos años.
Una cosa que me llamó la atención es que Hoberman se dedica en su texto a reflotar la historia del 3D en el cine. En efecto, esta no es la década en la que se inventó el efecto estereoscópico ni mucho menos; las fuentes hablan de experimentaciones centenarias. Ni siquiera es la primera vez que la gran industria intenta imponer el 3D como novedad impulsaboleterías. Hoberman quiere dar a entender, con este recorrido histórico, que la primavera 3D que estamos viviendo es solo otra etapa en un intento vano y vacío de la industria por imponer un juguetito que distraiga al espectador desprevenido. Pero hay dos aspecos muy importantes que parece dejar de lado.
El primero es que la tecnología 3D que se ha instalado hoy no es la misma que hace cien años, es radicalmente diferente. Desde esas primeras experimentaciones hasta los parques de diversiones a principios del 2000 con cines 3D, el efecto había sido más o menos el mismo, pero el 3D de hoy nació fundamentalmente con la animación digital (es decir, un formato completamente nuevo) y se afianza con Avatar a través de una tecnología nueva. No es lo mismo el efecto con el que alguna vez llegó a filmar Hitchcock que el que usa Cameron y ni hablar Pixar.
El segundo aspecto que no menciona Hoberman es que, junto con el 3D, la industria ha intentado imponer diferentes cambios formales que terminaron triunfando y sin los cuales el cine no sería lo que es hoy. Vamos a lo básico: el sonido sincronizado, el color, el ancho de pantalla, el sonido Dolby, etc. ¿Qué quiero decir con esto? Que junto con el intento frustrado de imponer el 3D, la gran industria supo imponer el cine sonoro, grande, colorido, de sonido envolvente que tenemos hoy. Y cada vez que se dieron esos avances, hubo voces que salieron (con un ligero y no tanto tono snob) a lamentar este avence tecnológico que venía a arruinar un arte ya establecido y autosuficiente, y que no aportaba más que un efecto idiotizante para las masas. Hoy puede resultar difícil imaginar a alguien quejándose porque las películas se producen con sonido sincronizado y podemos escuchar las voces de los actores (en lugar de leer sus parlametos en intertítulos o simplemente desconocerlos); esas personas existieron y tenían sus razones.
Es cierto, como dicen, que muchos de los productos 3D que se han hecho en este poco tiempo no eran gran cosa (la primera película de estas que vi fue Monstruos vs. Aliens), pero eso no es argumento. También ha habido grandes películas que no solo aplicaban el formato 3D, sino que además le daban un sentido fundamental (desde Avatar hasta Coraline y la puerta secreta y Up, por mencionar tres películas hechas con técnicas completamente diferentes). Un elemento nuevo requiere un tiempo en el que la industria logre dominar las nuevas variables. Por otro lado, la gran mayoría de lo que se produce en 2D (como en todo) tampoco es gran cosa. La diferencia es que cualquier cosa en 3D lleva mucha gente a las salas, y eso parece ofender a unos cuantos.
El único argumento más o menos lógico que parecen esgrimir los contra3D es la idea de que la nueva tecnología tiene el efecto de concentrar la atención en la imagen/espectáculo, en detrimento de otros elementos. Primero, eso no es cierto. Segundo, si lo fuera, ¿cuál sería el problema? ¿Quién dice que una película es mejor por ser narrativa, que el cine no puede ser también una exploración visual? ¿Quién sabe cuáles son los límites de lo que se puede explorar con una herramienta nueva? ¿Por qué menospreciar la exploración antes de que ofrezca resultados?
En definitiva, lo que me molesta soberanamente (más allá de la defensa puntual del 3D) son los ejércitos de intelectuales dispuestos a saltar frente a la primera provocación en defensa de un arte ya cerrado. ¿Cuál es la idea?: ¿para qué innovar si ya está todo muy bien? Que hayan visto una película hecha con tecnología 3D que no es buena no quiere decir que toda una dimensión de la imagen sea desechable. Que ellos no puedan imaginar una función estética para un elemento nuevo no quiere decir que este no la tenga, aunque más no sea de forma potencial. Si fuera por los “defensores del arte”, seguiríamos viendo películas mudas.
Gracias a Dios, el cine, arte industrial, responde todavía a los pedidos del público y no a las opiniones de los “especialistas”. Con todas las desgracias que eso supone.
Este es un blog tres veces inútil. Primero porque está dedicado al cine, objeto inútil aunque imprescindible. Segundo, porque está dedicado a la crítica de cine, actividad inútil aunque ligeramente establecida. Pero además, los textos publicados acá no sirven ni siquiera como críticas de cine, son simplemente textos en torno al cine que quería publicar en alguna parte. El tipo de textos que a mí me gusta leer y que a lo mejor a alguien más también.
sábado, 2 de octubre de 2010
jueves, 16 de septiembre de 2010
Las vueltas del cine
Estaba el otro día viendo Comer rezar amar (en general me gusta cualquier película que incluya comida, Italia o India; esta tiene las tres cosas, aunque poco más) y casi sobre el final (es una película larga) encontré una escena que me llamó mucho la atención. Estamos ya en el tercio final ("Amar", ambientado en Bali) y apareció Javier Bardem (no crean que se trata de una comedia romántica, el amor, el "matrimonio largo" aparece recién al final). Están él (interesante por lo que tiene de femineizado, de hombre que llora) y Julia Roberts sentados en una cabañita bálica, atardecer, no sé. Después de varios días de relación, el hombre se da cuenta de que "llegó la hora" del sexo (es un novio feminista, sabe darse cuenta). Deja el libro que estaba leyendo a un lado, va a poner música en su equipo y se acerca a Julia para darle a entender que "llegó la hora". Lo interesante de esa escena no es el sexo (que no aparece), este nuevo tipo de personaje masculino en el cine (Javier Bardem hace de brasileño) o la decoración; es la música. ¿Qué es lo que empieza a sonar en el momento de seducción?, una cosa extraña. Se trata de una versión bossa nova, cantada en inglés, del tema "S Wonderful" compuesto por George y Ira Gershin que cantan Gene Kelly y Georges Guetary en Un americano en París. Lo remoto de la cita (sumado al hecho de que su director, Ryan Murphy, es un evidente conocedor del musical) hacen pensar que no se trata de un accidente. Esa canción fue elegida para ese momento.
Las vueltas de las películas y de las canciones que, música global mediante, vuelven a sonar en la pantalla grande casi 60 años después.
Las vueltas de las películas y de las canciones que, música global mediante, vuelven a sonar en la pantalla grande casi 60 años después.
Etiquetas:
cine musica comer rezar amar americano paris
jueves, 26 de agosto de 2010
Solitario y final (Nuestros agentes secretos)
Las películas de espionaje cuentan con una larga tradición. Muy larga. Digamos, Hitchcock lo hizo primero. Pero si hay un personaje que se ha vuelto arquetípico, "el" agente secreto, es obviamente Bond, James Bond. ¿Cuántas películas lleva? ¿Cuántas más le quedarán?
El personaje Bond es una especie de fantasía del mundo capitalista: un tipo pintón que resuelve cualquier problema, tiene todos los juguetitos tecnológicos imaginables, no envejece, no tiene vínculos reales, responde a ideas claramente definidas y levanta minas con pala. No es casual que sea justamente él el que se enfrentaba al enemigo comunista, el que terminaba siempre salvando el mundo. El problema, por supuesto, es que hoy el mundo de los espías se quedó sin archienemigos (por más esfuerzos que haga Agente Salt por resucitar paranoias caducas). Bond intentó seguir adelante como si no hubiera pasado nada, como si no hubiera caído el Muro, pero tarde o temprano el cine iba a tener que rendir cuentas.
Lo que tenemos ahora es una nueva especie de agente secreto (representado, fundamentalmente, por la trilogía Bourne, con sucursales en Salt y demás personajes Angelina Jolie). Las cosas cambiaron, por supuesto, pero lo que me llama la atención (habiendo visto recién Agente Salt) es la desolación del mundo de los espías. No es que me despierte nostalgias, pero es notorio; por más conflictos emotivos que tuviera Bond, por más "trágica" que fuera su versión, uno podía en cualquier momento desear su vida de lujos, piernas abiertas y viajes por el mundo. ¿A quién le gustaría ser Jason Bourne? En un mundo mucho más sutil, más complejo y más tecnologizado, las habilidades del espía tienen que cambiar. Bond siempre llamaba la atención, atraía las miradas; los agentes de hoy parecen tener una única cualidad fundamental: desaparecen. Se entiende, en una sociedad hipervigilada lo extraño es poder escapar a las redes de información. El agente de hoy no tiene cualidedas de lord inglés sino de rata. Como una especie de MacGyver informático, sabe cómo hackear cualquier computadora, escapar a las cámaras o robar plata con un puñado de tierra, pintura y algunos cables. El agente hoy no sobrevive gracias al encanto sino gracias a la información: todo sucede en su cabeza antes, se anticipa a todo (incluso a las trompadas). Su patrimonio es el de un entrenamiento más que militar, una disciplina monástica.
No deja de ser simpático: en lugar de una especie de modelo de propaganda de autos, el héroe de las películas de espionaje se acerca a un pirata contracultural. Y en general trabaja en contra del gobierno que lo entrenó: rebeldía. Cuando ya no hay un enemigo externo, los glóbulos blancos se vuelven contra el propio organismo. Pero por otro lado no puedo dejar de pensar en lo frío que se ha vuelto ese mundo. Esa es nuestra fantasía.
El personaje Bond es una especie de fantasía del mundo capitalista: un tipo pintón que resuelve cualquier problema, tiene todos los juguetitos tecnológicos imaginables, no envejece, no tiene vínculos reales, responde a ideas claramente definidas y levanta minas con pala. No es casual que sea justamente él el que se enfrentaba al enemigo comunista, el que terminaba siempre salvando el mundo. El problema, por supuesto, es que hoy el mundo de los espías se quedó sin archienemigos (por más esfuerzos que haga Agente Salt por resucitar paranoias caducas). Bond intentó seguir adelante como si no hubiera pasado nada, como si no hubiera caído el Muro, pero tarde o temprano el cine iba a tener que rendir cuentas.
Lo que tenemos ahora es una nueva especie de agente secreto (representado, fundamentalmente, por la trilogía Bourne, con sucursales en Salt y demás personajes Angelina Jolie). Las cosas cambiaron, por supuesto, pero lo que me llama la atención (habiendo visto recién Agente Salt) es la desolación del mundo de los espías. No es que me despierte nostalgias, pero es notorio; por más conflictos emotivos que tuviera Bond, por más "trágica" que fuera su versión, uno podía en cualquier momento desear su vida de lujos, piernas abiertas y viajes por el mundo. ¿A quién le gustaría ser Jason Bourne? En un mundo mucho más sutil, más complejo y más tecnologizado, las habilidades del espía tienen que cambiar. Bond siempre llamaba la atención, atraía las miradas; los agentes de hoy parecen tener una única cualidad fundamental: desaparecen. Se entiende, en una sociedad hipervigilada lo extraño es poder escapar a las redes de información. El agente de hoy no tiene cualidedas de lord inglés sino de rata. Como una especie de MacGyver informático, sabe cómo hackear cualquier computadora, escapar a las cámaras o robar plata con un puñado de tierra, pintura y algunos cables. El agente hoy no sobrevive gracias al encanto sino gracias a la información: todo sucede en su cabeza antes, se anticipa a todo (incluso a las trompadas). Su patrimonio es el de un entrenamiento más que militar, una disciplina monástica.
No deja de ser simpático: en lugar de una especie de modelo de propaganda de autos, el héroe de las películas de espionaje se acerca a un pirata contracultural. Y en general trabaja en contra del gobierno que lo entrenó: rebeldía. Cuando ya no hay un enemigo externo, los glóbulos blancos se vuelven contra el propio organismo. Pero por otro lado no puedo dejar de pensar en lo frío que se ha vuelto ese mundo. Esa es nuestra fantasía.
Etiquetas:
cine espias james bond bourne salt
miércoles, 4 de agosto de 2010
Una exploración perpetua, "Dias y noches en el bosque" de Satyajit Ray
La modernidad de Satyajit Ray
No sería fácil clasificar la obra de un director como Satyajit Ray. Heredero innegable (aunque no de forma determinante) del neorrealismo italiano (fuente del cine moderno), no podría decirse que se trate de un director "moderno". Tal vez, como en el caso de Jean Renoir (su influencia más directa o, mejor, su antecedente más importante), nos encontramos ante el más moderno de los directores clásicos.
Alcanza con constatar fechas: el primer largometraje de Ray, Pater panchali, fue estrenado en 1955, diez años después del nacimiento del neorrealismo en Italia. Algo en el cine de Ray pertenece a la modernidad. Pero esta modernidad no responde a lo que en todo el mundo dio a conocerse, unos años más tarde, como "nuevas olas". La obra de Ray responde, si se quiere, a una primera modernidad, a una narración no clásica pero de ninguna forma rupturista. Algo en el modo de filmar de Ray parece liberado a la vez del clasicismo y del anticlasicismo. El cine en Satyajit Ray funciona como si empezara siempre por primera vez, siempre desde cero (como en Renoir).
El hecho de que sus primeras películas (y muchas de sus obras posteriores) fueran historias de época hace pensar, por supuesto, en un cine de tendencias clásicas. Es una idea potente y a la vez insostenible apenas se lo piensa un poco: ¿por qué una película "de época" no podría ser moderna? Ray va a volver una y otra vez a un período comprendido, en líneas generales, por finales del siglo XIX y las primeras dos décadas del siglo XX, algo así como el periodo de gestación de la India actual, y esta recurrencia cimenta una imagen muy parcial de la obra de Ray.
Por otro lado, es innegable que una de las características más fuertes del así llamado "cine moderno" es la voluntad de "reflejar" la vida, salir de un estudio, apuntar la cámara hacia las calles, lo cual rendunda inevitablemente en películas que reflejan su mundo contemporáneo. En este sentido, se podría justificar la idea del Ray "de época" como un cineasta clásico. Sin embargo, no es menos cierto que una buena parte de su filmografía está compuesta por películas que no se remontan a un pasado (más o menos) remoto, sino que reflejan la existencia moderna, fundamentalmente en torno a la ciudad de Calcuta. A este grupo pertenece Días y noches en el bosque, de 1969.
Nuevos cines, nuevos caminos
El año de estreno de Días y noches en el bosque resulta significativo. 1969 fue también el año de estreno de una película de otro importante director indio: Mrinal Sen. Este director, contemporáneo a Ray y, según refencias, fundamental para el cine indio, estrenó ese año la película El señor Some, la historia de un funcionario de una compañía ferroviaria que termina sediendo ante la corrupción imperante y que, al parecer, debe mucho a la nouvelle vague y en especial a Godard. Los libros consideran esta película como la detonante de lo que se llamaría la nueva ola india.
Esta nueva ola, a diferencia del movimiento de cine bengalí de los 50 (dentro del cual empezó a filmar Satyajit Ray), tuvo sus repercursiones en toda la India con películas filmadas en diversos idiomas (a diferencia de Ray quien, salvo contadas excepciones de películas rodadas en hindi, filmó siempre en lengua bengalí) gracias a un gran número de directores que, si bien reconocían la influencia de Ray y sus contemporáneos (en especial, como dijimos, de Sen), fueron muy influidos por directores extranjeros tales como Godard y Bresson, Pino Solanas y Glauber Rocha, Jirí Menzel y Miclós Jancsó, es decir, los grandes representantes de los nuevos cines de todo el mundo. Frente a esta eclosión de nuevas formas de hacer cine y nuevas formas de narrar, Satyajit Ray se mantuvo fiel a sí mismo, con una filmografía siempre coherente pero en permanente búsqueda de nuevos caminos. Un ejemplo de esto es la película que Ray estrenó en 1968 (es decir, un año antes que Días y noches...), Las aventuras de Goopy y Bagha, con la que el director comienza una serie de películas infantiles, a la vez que continúa con sus preocupaciones por el devenir político de la India y realiza en los años inmediatamente posteriores algunas de sus obras más amargas con la llamada trilogía de Calcuta.
Tiempo y destellos
En Días y noches en el bosque un grupo de cuatro amigos de clase media toma unas vacaciones de una semana. La película se abre con los cuatro personajes que viajan en auto en busca de un lugar donde quedarse. Se trata de personas más o menos instruidas, que dejan Calcuta y la zona de Bengala para descansar. Los cuatro se conocen, al parecer, desde hace muchos años, pero no sabremos prácticamente nada de su pasado. A excepción de dos flashback muy breves, toda la película se mantiene en un presente lineal. Ray escribió el guión (basado en una novela preexistente), la dirigió y compuso la música. De nuevo encontramos a Soumitra Chatterjee, actor fetiche de Ray, en el papel protagónico. La actriz principal es Sharmila Tagore, bisnieta de Rabindranath Tagore (a quien su personaje hace alusión en el juego de memoria), que luego alcanzaría estatuto de sex symbol en Bollywood.
Toda esta obra está construida en torno a la idea de las vacaciones, es decir, de un tiempo al margen del tiempo, un momento/lugar vacíos, desconocidos, de exploración, en el que constantemente los personajes se dicen unos a otros que deben dejar sus preocupaciones atrás (son varias las menciones a la falta de noticias de actualidad, a no pensar en el trabajo que los espera al regresar a Calcuta, etc.). El ocio es fundamental en Días y noches... y esto se ve claramente en la forma en que Ray maneja los tiempos de la película. Esta es una película, también, de desplazamientos espaciales, de caminatas, de travellings laterales.
Los momentos esenciales del ocio son, por supuesto, los momentos del juego: en particular, el partido de badmington y el juego de memoria que se desarrolla en el almuerzo bajo los árboles. Ambos son momentos en los que el grupo de hombres de vacaciones interactúa con las mujeres que encontraron en el lugar. Son momentos de no narración, en los que la cámara sigue el juego. Por supuesto, no existen únicamente para manifestar el ocio, sino que funcionan a su vez de distintas maneras: como momento del coqueteo, como construcción de la relación grupal, como definición de los personajes (un ejemplo: en el juego de la memoria, uno de los personajes elije los nombres de Karl Marx y Mao Tse Tung, clara referencia a las ideas que sostiene; la protagonista menciona a Rabindranath, como dijimos, y después se deja perder). Pero más allá de estos momentos, un tempo lento permea toda la película: caminatas por el bosque, un atardecer, la escena de los personajes sentados en las escelaras de la cabaña hablando sobre el pasado, los hombres que se duchan, las noches de alcohol, la feria. Acompañamos a los personajes, pareciera, para disfrutar junto con ellos de un momento de distensión.
El grupo de hombres marca claramente una distinción campo/ciudad, Calcuta/bosque, que en este caso tiene una manifestación concreta en el que hecho de que han dejado incluso la región de Bengala para entrar en un territorio que ninguno de ellos conoce. Cuando se abre la película, los personajes parecieran estar leyendo una guía de turismo, en la que se habla del lugar que van a visitar con un marcado tono de exotismo ("las mujeres son todas de piel oscura y jóvenes"). Esta mirada exotica (la mirada del turista) va a atravesar el comportamiento de los personajes a lo largo de toda la película y se ve atravesada también por una diferencia de clase: los hombres que vienen de la ciudad son los que tienen dinero. Estos personajes van repartiendo dinero a su paso, casi propagando la corrupción (lo cual se hace explícito en el principio, cuando sobornan al guardia de la cabaña para poder quedarse, tema que se va a retomar recurrentemente en la película). No se trata, por supuesto, de gente rica, ellos mismos reconocen su extracción de clase media, pero en comparación con este lugar agreste, parecen serlo, si bien hacia el final vemos cómo se van quedando sin dinero. Ellos son gente instruida, que buscan chicas "de buena familia" y tratan a los lugareños con cierto desprecio (como cuando emplean a las mujeres para que los abaniquen o al hombre al principio para que sea algo así como su sirviente temporario; pero, sobre todo, esto se ve en el trato hacia el guardia de las cabañas, que tiene a su esposa enferma y no puede atenderlos bien).
Por otra parte, estos hombres representan, al igual que las mujeres con quienes trabarán relación, una India más urbana y, por tanto, más moderna. Se puede ver en lo más superficial: la forma de vestirse de la protagonista (y, en paralelo, de la novia que vemos en el flashback) responde a tendencias claramente occidentales, aspecto que se ve reforzado cuando recorremos su "casa de meditación", en la que tiene libros de autores ingleses y discos de música clásica europea, de Los Beatles y de jazz. Se nota incluso lingüísticamente: el grupo de hombres de Calcuta constantemente siembra su discurso con palabras en inglés y uno de los personajes se vanagloria de lo bien que lo habla frente a las mujeres. El inglés, como marca de educación (en oposición a lo autóctono, la provincialidad que manifiesta todo lo relacionado con el lugar que están visitando), pone en evidencia el status, la pertenencia a ciertos círculos.
Este deambular de personajes jóvenes de clase media, rodeados de referencias occidentales (en el juego de la memoria: "¿Cuál Kennedy?" "Bobby"), preocupados por el placer, por las relaciones, viviendo en una irresponsabilidad alegre puede hacer pensar en las películas de la nouvelle vague. Alberto Elena se refiere a este película como un "muy particular ajuste de cuentas con la nouvelle vague". El tipo de personajes recuerda a las obras de Godard y de Truffaut; la forma de manejar el tiempo, la narración casi nula, ese "aire joven". Pero las similitudes son superficiales (de ahí, suponemos, la idea de "ajuste de cuentas"). La forma de narrar, como dijimos, no es nueva en Ray. Por otro lado, si bien es cierto que la película presenta este mundo, claramente lo hace insertándolo en un contexto más amplio.
Los límites están presentes desde el principio: los dos flashback (como dijimos, únicas alteraciones temporales que presenta la película) nos hablan, a la vez que del pasado de los personajes, de un mundo exterior a estas vacaciones, de una vida adulta con responsabilidades y consecuencias. Estas prehistorias en realidad sugieren más de lo que dicen: en la primera no llegamos a conocer el contenido de la carta que genera el conflicto; en la segunda, apenas si vemos al personaje de Soumitra Chatterjee vestido de traje en una gran reunión social elegante. Podemos inferir que el personaje sufrió algún tipo de caída, sabemos que le produce culpa o preocupación. ¿Qué dice esto?: estos personajes no viven en una juventud cómoda, sino en un mundo adulto, del cual escapan de forma conciente.
Todas las libertades que este grupo maneja en la primera hora y media de película empiezan a desmoronarse hacia el final. O, más bien, las consecuencias de sus actos comienzan a cerrarse sobre ellos. Un caso ejemplar: el personaje que termina golpeado, el hombre deprimido porque fue abandonado, que se enamora de la mujer local, con la que finalmente se acuesta y a la que prácticamente prostituye. Antes había acusado a su sirviente, sin evidencias concretas, de haberle robado la billetera. Este hombre falsamente acusado lo sigue al bosque, lo golpea y termina por robarle. Tenemos el encuentro sexual frustrado con la viuda, el momento de concreción de un coqueteo que estaba flotando en el aire, que existía como mero divertimento y que a la hora de llegar a una realidad, no funciona. La situación del guardia de la cabaña: vemos por primera vez por la ventana de su casa para conocer la realidad de su situación trágica. El accionar de estos hombres de vacaciones puso en peligro el trabajo del padre, amenazando a la familia con caer en una situación todavía peor. La única resolución positiva de todas las historias es la que se da entre los protagonistas: una historia de amor que nace, que supera los estereotipos (modernos) como promesa de un vínculo verdadero.
El protagonista revela tener conciencia real de su comportamiento, de las consecuencias de sus actos, de sus motivaciones. Estas vacaciones fueron una construcción voluntaria: está presente la idea de escapar de las normas, de huir, lo cual deja en evidencia (de forma apenas sugerida) una vida en la ciudad que está lejos del idilio canchero que podía hacernos suponer el principio de la película. La vida en Calcuta (la vida del trabajo) resulta opresiva. Se perfila una visión oscura. En esta misma línea tenemos el tratamiento (fugaz pero muy fuerte) del lugar de la mujer y, sobre todo, del lugar de la viuda: "cuando un marido muere, muere solo". Estos momentos, breves pero contundentes, exploran profundidades que claramente estaban presentes en esta obra, sin llegar a desarrollarse. La complejidad de Días y noches en el bosque se vuelve evidente a medida que uno va descubriendo nuevas capas.
De todas formas, como suele pasar en Ray, hay un elemento muy fuerte de amor y empatía que tiñe todo de un tono particular. Esa fascinación por el cine, por lo que se está filmando, se permea hasta el espectador. Lo vemos en un instante muy concreto: cuando los protagonistas recién acaban de ver la situación en la que viven el guardia y su familia (un elemento social muy claro), el momento se corta porque ella le dice que mire hacia el bosque. Entonces vemos (tal vez con un plano subjetivo) cómo dos animales salvajes (unas gacelas) corren entre los árboles y se van. Este momento documental y casi milagroso (más de una vez se había dicho que hoy en día no se ven animales salvajes por la zona) dispara un instante poético que termina en pocos segundos y que existe por sí mismo. Esa fascinación, ese instante, define también el cine de Ray y suma sentidos nuevos en esa exploración constante que es cualquiera de sus películas.
No sería fácil clasificar la obra de un director como Satyajit Ray. Heredero innegable (aunque no de forma determinante) del neorrealismo italiano (fuente del cine moderno), no podría decirse que se trate de un director "moderno". Tal vez, como en el caso de Jean Renoir (su influencia más directa o, mejor, su antecedente más importante), nos encontramos ante el más moderno de los directores clásicos.
Alcanza con constatar fechas: el primer largometraje de Ray, Pater panchali, fue estrenado en 1955, diez años después del nacimiento del neorrealismo en Italia. Algo en el cine de Ray pertenece a la modernidad. Pero esta modernidad no responde a lo que en todo el mundo dio a conocerse, unos años más tarde, como "nuevas olas". La obra de Ray responde, si se quiere, a una primera modernidad, a una narración no clásica pero de ninguna forma rupturista. Algo en el modo de filmar de Ray parece liberado a la vez del clasicismo y del anticlasicismo. El cine en Satyajit Ray funciona como si empezara siempre por primera vez, siempre desde cero (como en Renoir).
El hecho de que sus primeras películas (y muchas de sus obras posteriores) fueran historias de época hace pensar, por supuesto, en un cine de tendencias clásicas. Es una idea potente y a la vez insostenible apenas se lo piensa un poco: ¿por qué una película "de época" no podría ser moderna? Ray va a volver una y otra vez a un período comprendido, en líneas generales, por finales del siglo XIX y las primeras dos décadas del siglo XX, algo así como el periodo de gestación de la India actual, y esta recurrencia cimenta una imagen muy parcial de la obra de Ray.
Por otro lado, es innegable que una de las características más fuertes del así llamado "cine moderno" es la voluntad de "reflejar" la vida, salir de un estudio, apuntar la cámara hacia las calles, lo cual rendunda inevitablemente en películas que reflejan su mundo contemporáneo. En este sentido, se podría justificar la idea del Ray "de época" como un cineasta clásico. Sin embargo, no es menos cierto que una buena parte de su filmografía está compuesta por películas que no se remontan a un pasado (más o menos) remoto, sino que reflejan la existencia moderna, fundamentalmente en torno a la ciudad de Calcuta. A este grupo pertenece Días y noches en el bosque, de 1969.
Nuevos cines, nuevos caminos
El año de estreno de Días y noches en el bosque resulta significativo. 1969 fue también el año de estreno de una película de otro importante director indio: Mrinal Sen. Este director, contemporáneo a Ray y, según refencias, fundamental para el cine indio, estrenó ese año la película El señor Some, la historia de un funcionario de una compañía ferroviaria que termina sediendo ante la corrupción imperante y que, al parecer, debe mucho a la nouvelle vague y en especial a Godard. Los libros consideran esta película como la detonante de lo que se llamaría la nueva ola india.
Esta nueva ola, a diferencia del movimiento de cine bengalí de los 50 (dentro del cual empezó a filmar Satyajit Ray), tuvo sus repercursiones en toda la India con películas filmadas en diversos idiomas (a diferencia de Ray quien, salvo contadas excepciones de películas rodadas en hindi, filmó siempre en lengua bengalí) gracias a un gran número de directores que, si bien reconocían la influencia de Ray y sus contemporáneos (en especial, como dijimos, de Sen), fueron muy influidos por directores extranjeros tales como Godard y Bresson, Pino Solanas y Glauber Rocha, Jirí Menzel y Miclós Jancsó, es decir, los grandes representantes de los nuevos cines de todo el mundo. Frente a esta eclosión de nuevas formas de hacer cine y nuevas formas de narrar, Satyajit Ray se mantuvo fiel a sí mismo, con una filmografía siempre coherente pero en permanente búsqueda de nuevos caminos. Un ejemplo de esto es la película que Ray estrenó en 1968 (es decir, un año antes que Días y noches...), Las aventuras de Goopy y Bagha, con la que el director comienza una serie de películas infantiles, a la vez que continúa con sus preocupaciones por el devenir político de la India y realiza en los años inmediatamente posteriores algunas de sus obras más amargas con la llamada trilogía de Calcuta.
Tiempo y destellos
En Días y noches en el bosque un grupo de cuatro amigos de clase media toma unas vacaciones de una semana. La película se abre con los cuatro personajes que viajan en auto en busca de un lugar donde quedarse. Se trata de personas más o menos instruidas, que dejan Calcuta y la zona de Bengala para descansar. Los cuatro se conocen, al parecer, desde hace muchos años, pero no sabremos prácticamente nada de su pasado. A excepción de dos flashback muy breves, toda la película se mantiene en un presente lineal. Ray escribió el guión (basado en una novela preexistente), la dirigió y compuso la música. De nuevo encontramos a Soumitra Chatterjee, actor fetiche de Ray, en el papel protagónico. La actriz principal es Sharmila Tagore, bisnieta de Rabindranath Tagore (a quien su personaje hace alusión en el juego de memoria), que luego alcanzaría estatuto de sex symbol en Bollywood.
Toda esta obra está construida en torno a la idea de las vacaciones, es decir, de un tiempo al margen del tiempo, un momento/lugar vacíos, desconocidos, de exploración, en el que constantemente los personajes se dicen unos a otros que deben dejar sus preocupaciones atrás (son varias las menciones a la falta de noticias de actualidad, a no pensar en el trabajo que los espera al regresar a Calcuta, etc.). El ocio es fundamental en Días y noches... y esto se ve claramente en la forma en que Ray maneja los tiempos de la película. Esta es una película, también, de desplazamientos espaciales, de caminatas, de travellings laterales.
Los momentos esenciales del ocio son, por supuesto, los momentos del juego: en particular, el partido de badmington y el juego de memoria que se desarrolla en el almuerzo bajo los árboles. Ambos son momentos en los que el grupo de hombres de vacaciones interactúa con las mujeres que encontraron en el lugar. Son momentos de no narración, en los que la cámara sigue el juego. Por supuesto, no existen únicamente para manifestar el ocio, sino que funcionan a su vez de distintas maneras: como momento del coqueteo, como construcción de la relación grupal, como definición de los personajes (un ejemplo: en el juego de la memoria, uno de los personajes elije los nombres de Karl Marx y Mao Tse Tung, clara referencia a las ideas que sostiene; la protagonista menciona a Rabindranath, como dijimos, y después se deja perder). Pero más allá de estos momentos, un tempo lento permea toda la película: caminatas por el bosque, un atardecer, la escena de los personajes sentados en las escelaras de la cabaña hablando sobre el pasado, los hombres que se duchan, las noches de alcohol, la feria. Acompañamos a los personajes, pareciera, para disfrutar junto con ellos de un momento de distensión.
El grupo de hombres marca claramente una distinción campo/ciudad, Calcuta/bosque, que en este caso tiene una manifestación concreta en el que hecho de que han dejado incluso la región de Bengala para entrar en un territorio que ninguno de ellos conoce. Cuando se abre la película, los personajes parecieran estar leyendo una guía de turismo, en la que se habla del lugar que van a visitar con un marcado tono de exotismo ("las mujeres son todas de piel oscura y jóvenes"). Esta mirada exotica (la mirada del turista) va a atravesar el comportamiento de los personajes a lo largo de toda la película y se ve atravesada también por una diferencia de clase: los hombres que vienen de la ciudad son los que tienen dinero. Estos personajes van repartiendo dinero a su paso, casi propagando la corrupción (lo cual se hace explícito en el principio, cuando sobornan al guardia de la cabaña para poder quedarse, tema que se va a retomar recurrentemente en la película). No se trata, por supuesto, de gente rica, ellos mismos reconocen su extracción de clase media, pero en comparación con este lugar agreste, parecen serlo, si bien hacia el final vemos cómo se van quedando sin dinero. Ellos son gente instruida, que buscan chicas "de buena familia" y tratan a los lugareños con cierto desprecio (como cuando emplean a las mujeres para que los abaniquen o al hombre al principio para que sea algo así como su sirviente temporario; pero, sobre todo, esto se ve en el trato hacia el guardia de las cabañas, que tiene a su esposa enferma y no puede atenderlos bien).
Por otra parte, estos hombres representan, al igual que las mujeres con quienes trabarán relación, una India más urbana y, por tanto, más moderna. Se puede ver en lo más superficial: la forma de vestirse de la protagonista (y, en paralelo, de la novia que vemos en el flashback) responde a tendencias claramente occidentales, aspecto que se ve reforzado cuando recorremos su "casa de meditación", en la que tiene libros de autores ingleses y discos de música clásica europea, de Los Beatles y de jazz. Se nota incluso lingüísticamente: el grupo de hombres de Calcuta constantemente siembra su discurso con palabras en inglés y uno de los personajes se vanagloria de lo bien que lo habla frente a las mujeres. El inglés, como marca de educación (en oposición a lo autóctono, la provincialidad que manifiesta todo lo relacionado con el lugar que están visitando), pone en evidencia el status, la pertenencia a ciertos círculos.
Este deambular de personajes jóvenes de clase media, rodeados de referencias occidentales (en el juego de la memoria: "¿Cuál Kennedy?" "Bobby"), preocupados por el placer, por las relaciones, viviendo en una irresponsabilidad alegre puede hacer pensar en las películas de la nouvelle vague. Alberto Elena se refiere a este película como un "muy particular ajuste de cuentas con la nouvelle vague". El tipo de personajes recuerda a las obras de Godard y de Truffaut; la forma de manejar el tiempo, la narración casi nula, ese "aire joven". Pero las similitudes son superficiales (de ahí, suponemos, la idea de "ajuste de cuentas"). La forma de narrar, como dijimos, no es nueva en Ray. Por otro lado, si bien es cierto que la película presenta este mundo, claramente lo hace insertándolo en un contexto más amplio.
Los límites están presentes desde el principio: los dos flashback (como dijimos, únicas alteraciones temporales que presenta la película) nos hablan, a la vez que del pasado de los personajes, de un mundo exterior a estas vacaciones, de una vida adulta con responsabilidades y consecuencias. Estas prehistorias en realidad sugieren más de lo que dicen: en la primera no llegamos a conocer el contenido de la carta que genera el conflicto; en la segunda, apenas si vemos al personaje de Soumitra Chatterjee vestido de traje en una gran reunión social elegante. Podemos inferir que el personaje sufrió algún tipo de caída, sabemos que le produce culpa o preocupación. ¿Qué dice esto?: estos personajes no viven en una juventud cómoda, sino en un mundo adulto, del cual escapan de forma conciente.
Todas las libertades que este grupo maneja en la primera hora y media de película empiezan a desmoronarse hacia el final. O, más bien, las consecuencias de sus actos comienzan a cerrarse sobre ellos. Un caso ejemplar: el personaje que termina golpeado, el hombre deprimido porque fue abandonado, que se enamora de la mujer local, con la que finalmente se acuesta y a la que prácticamente prostituye. Antes había acusado a su sirviente, sin evidencias concretas, de haberle robado la billetera. Este hombre falsamente acusado lo sigue al bosque, lo golpea y termina por robarle. Tenemos el encuentro sexual frustrado con la viuda, el momento de concreción de un coqueteo que estaba flotando en el aire, que existía como mero divertimento y que a la hora de llegar a una realidad, no funciona. La situación del guardia de la cabaña: vemos por primera vez por la ventana de su casa para conocer la realidad de su situación trágica. El accionar de estos hombres de vacaciones puso en peligro el trabajo del padre, amenazando a la familia con caer en una situación todavía peor. La única resolución positiva de todas las historias es la que se da entre los protagonistas: una historia de amor que nace, que supera los estereotipos (modernos) como promesa de un vínculo verdadero.
El protagonista revela tener conciencia real de su comportamiento, de las consecuencias de sus actos, de sus motivaciones. Estas vacaciones fueron una construcción voluntaria: está presente la idea de escapar de las normas, de huir, lo cual deja en evidencia (de forma apenas sugerida) una vida en la ciudad que está lejos del idilio canchero que podía hacernos suponer el principio de la película. La vida en Calcuta (la vida del trabajo) resulta opresiva. Se perfila una visión oscura. En esta misma línea tenemos el tratamiento (fugaz pero muy fuerte) del lugar de la mujer y, sobre todo, del lugar de la viuda: "cuando un marido muere, muere solo". Estos momentos, breves pero contundentes, exploran profundidades que claramente estaban presentes en esta obra, sin llegar a desarrollarse. La complejidad de Días y noches en el bosque se vuelve evidente a medida que uno va descubriendo nuevas capas.
De todas formas, como suele pasar en Ray, hay un elemento muy fuerte de amor y empatía que tiñe todo de un tono particular. Esa fascinación por el cine, por lo que se está filmando, se permea hasta el espectador. Lo vemos en un instante muy concreto: cuando los protagonistas recién acaban de ver la situación en la que viven el guardia y su familia (un elemento social muy claro), el momento se corta porque ella le dice que mire hacia el bosque. Entonces vemos (tal vez con un plano subjetivo) cómo dos animales salvajes (unas gacelas) corren entre los árboles y se van. Este momento documental y casi milagroso (más de una vez se había dicho que hoy en día no se ven animales salvajes por la zona) dispara un instante poético que termina en pocos segundos y que existe por sí mismo. Esa fascinación, ese instante, define también el cine de Ray y suma sentidos nuevos en esa exploración constante que es cualquiera de sus películas.
sábado, 10 de julio de 2010
Verónika se toca
Chucherías
Verónika decide morir es una película incontinente; intenta caminar derecho pero cada tanto se le escapan chorritos de cine. Acumula personajes, perlitas filosóficas, pero hay algo que se rebela a seguirle el hilo. En este sentido, el libro de Paulo Coelho le hace mucho bien: la historia que se quiere transportar de la novela a la pantalla es tan profundamente banal, tan falsa sin ángulos que uno deja de prestarle atención desde la secuencia anterior a los títulos.
Uno de los aspectos intrigantes de esta adaptación que suponemos intenta ser fiel es que la película incorpora elementos que probablemente estén explicados en el libro pero acá resultan completamente gratuitos. El mejor ejemplo es la ascendencia eslovena de la protagonista. ¿Por qué Verónika tenía que ser eslovena?; es irrelevante, tanto argumental como simbólicamente. Detalles como ese quedan tan deliciosamente descolgados que uno no puede más que disfrutarlos. Por supuesto, todo llega: aparecen los padres de Verónika frente a cámara y nos chocamos con ese hermoso acento del padre, que parece producir en su paso por los labios una sinfonía de temblequeos y tics actorales increíbles. ¿Otro detalle?: la carta de suicidio dirigida a una revista de modas. Incluso los personajes dentro de la película se ríen de semejante ocurrencia. Hay rincones como estos que esconden placeres inesperados para el espectador.
Uno de los momentos más interesantes de esta película es aquel en el que la protagonista (una Sarah Michelle Gellar que creció) parece resolver sus problemas psicológicos gracias a la masturbación. Es de noche, la luz entra por la ventana en un ángulo rarísimo, Verónika se pone a tocar el piano “con sentimiento” y una vez que termina de tocar la pieza, se empieza a tocar a sí misma. Al día siguiente de este orgasmo musical, la paciente que sufría de depresión e intentó suicidarse ha descubierto que tiene muchas cosas que quiere hacer antes de morir. Es decir: descubrió el placer de vivir en su clítoris. Y no solo eso: al presenciar la masturbación de Verónika, el “paciente lindo” se cura también. No creo haber visto antes en el cine semejante apoteosis de los poderes liberadores de la masturbación.
También resulta muy curiosa la ambigüedad con la que se maneja la figura del director del hospital psiquiátrico privado en el que está internada Verónika. Este es el personaje que va a articular todas las verdades (que son unas cuantas) acerca de la vida. Hay pequeños cuentos fantásticos, anécdotas metafóricas (aquella de cómo fue que adquirió su forma el teclado “qwerty” tal como lo conocemos hoy), conversaciones profundas (en las que, por algún motivo, el psiquiatra charla con una de sus pacientes acerca de los demás internados). No se trata de una simple figura paternal, este hombre sabio también aprende una lección al final: la lección del amor. Lo interesante (más que interesante) son los momentos en los que en esta figura se cuelan matices por demás siniestros. Y son varios. Por un lado tenemos los tratamientos (que parecen salidos de la década del 40) con los que “cura” a ciertos pacientes. Por otro, está su costado carcelario. La forma en que menosprecia a esos pacientes por los que a la escena siguiente muestra una “profunda compasión” no deja de ser desconcertante. No se entiende muy bien qué es lo que está haciendo este hombre, el componente sádico está a flor de piel.
Y después tenemos ideas maravillosas como granos de arena. La que me parece más simpática es cómo se representa al “paciente lindo”: un chico joven que fue más o menos abandonado por su familia en esa institución, que después de un accidente de tráfico en el que murió su novia no volvió a hablar. Este paciente deambula a lo largo y ancho de la película como sombra o como voyeur; no hace, casi no interactúa hasta que lo cura el orgasmo mágico de Verónika. Nótese el modo en el que, cuando todavía está loco (es decir, no habla) el muchacho es incapaz de mover el cuello, su cabeza está cementada directamente sobre sus hombros. Cuando se le pasa lo loco (casi a pesar del director del hospital), de pronto recupera la movilidad de los músculos cervicales, como si el cerebro estuviera asentado en la nuca y de su flexibilidad dependiera la capacidad de reaccionar y adaptarse al medio que nos rodea.
Exploraciones
Más allá de todo esto, en el centro de Verónika decide morir hay una doble exploración. Pero, a diferencia de la búsqueda del “sentido de la vida” que llevan a cabo sus personajes (verbal y resuelta de antemano), estas exploraciones son puramente cinematográficas y reflejan aquella escena en la que Verónika se explora a sí misma: liberan a la película de todos sus complejos.
En primer lugar, justamente, tenemos a Sarah Michelle Gellar, que aparece vieja. O, digamos, no parece histéricamente joven. Según los cálculos, su personaje no debería llegar a los 30 años, pero la propia presencia de la actriz lo desmiente. Los planos cerrados sobre su cara son tan inmisericordiosos que casi podemos ver cómo se desintegra una de esas figuras plásticas que la televisión (y en parte el cine) nos habían construido. Uno no puedo sino quererla a Sarah por haberse sometido a un proceso tan desgarrador. Del otro lado encontramos a una actriz que desborda a su personaje (también, en parte, por una actuación limitada); corpórea, con piel y pecas, digamos. ¿Dónde estaban las pecas en el cine contemporáneo? Verónika decide morir las rescata para nosotros. Sarah se arriesga a no parecer una eterna pendeja y a cambio la encontramos muy sensual en más de un momento. Y no necesariamente durante la masturbación. Alguien que acepta actuar en la escena de la pileta con esa malla tan poco favorecedora claramente no está preocupada por verse glamorosa y se entrega a la cámara de cuerpo entero. Podemos ver cómo las carnes de sus piernas se sacuden bajo el agua. Es toda esa carga de sensualidad, todo ese cuerpo verdadero el que logra que la escena masturbatoria sea realmente sexual, a pesar del modo puritano en que está montada.
Pero la exploración fundamental de esta película es otra. Resulta sorprendente encontrar hoy en día en un producto más o menos “comercial” un uso tan artificioso de la luz. No se trata únicamente de las escenas nocturnas, en las que los focos de luz directa y absurda generan ángulos, cortes y sombras. Se ve sobre todo de día. Toda Verónika decide morir parece estar velada, el blanco la inunda. Pero un blanco feo, no estilizado. No vemos el blanco, casi no lo podemos mirar de forma directa. Al principio parece un error de fotografía, pero el recurso se maneja de manera sostenida en todo el metraje: las cortinas contra las que contrasta el perfil del médico, el cielo entre los árboles, la escena de la entrevista de Verónika con sus padres (en la que ella, en penumbra, queda encerrada entre dos potentes zonas de luz). Aunque más no sea de paso, la luz va a encandilar la cámara. Eso sumado al uso del fuera de foco y una cámara inestable genera una infinidad de momentos abstractos en los que de pronto dejamos de ver una película y desfilan ante nosotros formas redondeadas. Están también las escenas rutinarias, con luz normal y superficies definidas, pero solo sirven para poner en evidencia hasta dónde llega en sus viajes esta cámara. La luz es el verdadero tema de Verónika decide morir.
El celuloide quemado y la piel de Sarah Michelle Gellar son el mapa por el que se desliza la película.
Verónika decide morir es una película incontinente; intenta caminar derecho pero cada tanto se le escapan chorritos de cine. Acumula personajes, perlitas filosóficas, pero hay algo que se rebela a seguirle el hilo. En este sentido, el libro de Paulo Coelho le hace mucho bien: la historia que se quiere transportar de la novela a la pantalla es tan profundamente banal, tan falsa sin ángulos que uno deja de prestarle atención desde la secuencia anterior a los títulos.
Uno de los aspectos intrigantes de esta adaptación que suponemos intenta ser fiel es que la película incorpora elementos que probablemente estén explicados en el libro pero acá resultan completamente gratuitos. El mejor ejemplo es la ascendencia eslovena de la protagonista. ¿Por qué Verónika tenía que ser eslovena?; es irrelevante, tanto argumental como simbólicamente. Detalles como ese quedan tan deliciosamente descolgados que uno no puede más que disfrutarlos. Por supuesto, todo llega: aparecen los padres de Verónika frente a cámara y nos chocamos con ese hermoso acento del padre, que parece producir en su paso por los labios una sinfonía de temblequeos y tics actorales increíbles. ¿Otro detalle?: la carta de suicidio dirigida a una revista de modas. Incluso los personajes dentro de la película se ríen de semejante ocurrencia. Hay rincones como estos que esconden placeres inesperados para el espectador.
Uno de los momentos más interesantes de esta película es aquel en el que la protagonista (una Sarah Michelle Gellar que creció) parece resolver sus problemas psicológicos gracias a la masturbación. Es de noche, la luz entra por la ventana en un ángulo rarísimo, Verónika se pone a tocar el piano “con sentimiento” y una vez que termina de tocar la pieza, se empieza a tocar a sí misma. Al día siguiente de este orgasmo musical, la paciente que sufría de depresión e intentó suicidarse ha descubierto que tiene muchas cosas que quiere hacer antes de morir. Es decir: descubrió el placer de vivir en su clítoris. Y no solo eso: al presenciar la masturbación de Verónika, el “paciente lindo” se cura también. No creo haber visto antes en el cine semejante apoteosis de los poderes liberadores de la masturbación.
También resulta muy curiosa la ambigüedad con la que se maneja la figura del director del hospital psiquiátrico privado en el que está internada Verónika. Este es el personaje que va a articular todas las verdades (que son unas cuantas) acerca de la vida. Hay pequeños cuentos fantásticos, anécdotas metafóricas (aquella de cómo fue que adquirió su forma el teclado “qwerty” tal como lo conocemos hoy), conversaciones profundas (en las que, por algún motivo, el psiquiatra charla con una de sus pacientes acerca de los demás internados). No se trata de una simple figura paternal, este hombre sabio también aprende una lección al final: la lección del amor. Lo interesante (más que interesante) son los momentos en los que en esta figura se cuelan matices por demás siniestros. Y son varios. Por un lado tenemos los tratamientos (que parecen salidos de la década del 40) con los que “cura” a ciertos pacientes. Por otro, está su costado carcelario. La forma en que menosprecia a esos pacientes por los que a la escena siguiente muestra una “profunda compasión” no deja de ser desconcertante. No se entiende muy bien qué es lo que está haciendo este hombre, el componente sádico está a flor de piel.
Y después tenemos ideas maravillosas como granos de arena. La que me parece más simpática es cómo se representa al “paciente lindo”: un chico joven que fue más o menos abandonado por su familia en esa institución, que después de un accidente de tráfico en el que murió su novia no volvió a hablar. Este paciente deambula a lo largo y ancho de la película como sombra o como voyeur; no hace, casi no interactúa hasta que lo cura el orgasmo mágico de Verónika. Nótese el modo en el que, cuando todavía está loco (es decir, no habla) el muchacho es incapaz de mover el cuello, su cabeza está cementada directamente sobre sus hombros. Cuando se le pasa lo loco (casi a pesar del director del hospital), de pronto recupera la movilidad de los músculos cervicales, como si el cerebro estuviera asentado en la nuca y de su flexibilidad dependiera la capacidad de reaccionar y adaptarse al medio que nos rodea.
Exploraciones
Más allá de todo esto, en el centro de Verónika decide morir hay una doble exploración. Pero, a diferencia de la búsqueda del “sentido de la vida” que llevan a cabo sus personajes (verbal y resuelta de antemano), estas exploraciones son puramente cinematográficas y reflejan aquella escena en la que Verónika se explora a sí misma: liberan a la película de todos sus complejos.
En primer lugar, justamente, tenemos a Sarah Michelle Gellar, que aparece vieja. O, digamos, no parece histéricamente joven. Según los cálculos, su personaje no debería llegar a los 30 años, pero la propia presencia de la actriz lo desmiente. Los planos cerrados sobre su cara son tan inmisericordiosos que casi podemos ver cómo se desintegra una de esas figuras plásticas que la televisión (y en parte el cine) nos habían construido. Uno no puedo sino quererla a Sarah por haberse sometido a un proceso tan desgarrador. Del otro lado encontramos a una actriz que desborda a su personaje (también, en parte, por una actuación limitada); corpórea, con piel y pecas, digamos. ¿Dónde estaban las pecas en el cine contemporáneo? Verónika decide morir las rescata para nosotros. Sarah se arriesga a no parecer una eterna pendeja y a cambio la encontramos muy sensual en más de un momento. Y no necesariamente durante la masturbación. Alguien que acepta actuar en la escena de la pileta con esa malla tan poco favorecedora claramente no está preocupada por verse glamorosa y se entrega a la cámara de cuerpo entero. Podemos ver cómo las carnes de sus piernas se sacuden bajo el agua. Es toda esa carga de sensualidad, todo ese cuerpo verdadero el que logra que la escena masturbatoria sea realmente sexual, a pesar del modo puritano en que está montada.
Pero la exploración fundamental de esta película es otra. Resulta sorprendente encontrar hoy en día en un producto más o menos “comercial” un uso tan artificioso de la luz. No se trata únicamente de las escenas nocturnas, en las que los focos de luz directa y absurda generan ángulos, cortes y sombras. Se ve sobre todo de día. Toda Verónika decide morir parece estar velada, el blanco la inunda. Pero un blanco feo, no estilizado. No vemos el blanco, casi no lo podemos mirar de forma directa. Al principio parece un error de fotografía, pero el recurso se maneja de manera sostenida en todo el metraje: las cortinas contra las que contrasta el perfil del médico, el cielo entre los árboles, la escena de la entrevista de Verónika con sus padres (en la que ella, en penumbra, queda encerrada entre dos potentes zonas de luz). Aunque más no sea de paso, la luz va a encandilar la cámara. Eso sumado al uso del fuera de foco y una cámara inestable genera una infinidad de momentos abstractos en los que de pronto dejamos de ver una película y desfilan ante nosotros formas redondeadas. Están también las escenas rutinarias, con luz normal y superficies definidas, pero solo sirven para poner en evidencia hasta dónde llega en sus viajes esta cámara. La luz es el verdadero tema de Verónika decide morir.
El celuloide quemado y la piel de Sarah Michelle Gellar son el mapa por el que se desliza la película.
martes, 29 de junio de 2010
Cine histérico
Al ir a ver una película como Brigada A uno esperaba encontrar una especie de gaseosa con sabor a nostalgia. Digamos: muchas explosiones, algún plan más o menos ingenioso, chistes de trazo grueso, todo eso que la televisión reaganiana supo distribuir sin ton ni son y que para tantos deletrea “infancia”. Por supuesto, todo aggiornado con más velocidad, cancherismo siglo XXI y tecnología. En parte, eso es lo que intenta hacer esta nueva versión de la vieja serie, seguir la receta de lo que alguna vez tuvo éxito. Pero hay varios problemas; creo que los más graves son tres.
El primero lo podríamos llamar una especie de histeria cinematográfica. ¿Qué quiero decir con esto? Por supuesto, todo Brigada A está plagado de un montaje aceleradísimo, bastante efecto especial y mucho paneo, todo lo que da velocidad. No es algo que me guste particularmente, pero no está usado particularmente mal. Pero sí hay otra cosa que me llama la atención: en varios de los momentos centrales de la historia, el director de esta cosa parece entrar en una especie de ataque de epilepsia y decide contar por lo menos dos y hasta tres hechos a la vez. Un ejemplo: cuando se da la gran explosión de la supuesta conspiración que condena al “equipo Alfa” y en la que muere el teniente (o capitán o qué sé yo). Hubo toda una gran secuencia de acción, parece que la misión se resuelve para bienes y de pronto estalla una bomba en el vehículo en el que viajaba el teniente amigo. Vuelan cachos por los aires y de pronto, con montaje paralelo, la película empieza a contar también el funeral de ese teniente (un hecho posterior) y, casi superpuesto con esto, el juicio militar que se le hace al equipo por esta supuesta traición (un hecho posterior a este otro). Tres momentos fundamentales argumentalmente se nos muestran amontonados, fragmentados y sin orden. El espectador, atacado por todos los flancos, busca atajarse como puede frente a todo lo que está pasando y apenas si alcanza a chapotear en las aguas que propone esta película. Son tres hechos consecutivos, encadenados causalmente y fundamentales para la historia (el punto de partida del argumento), pero se sacuden de tal forma en la pantalla que en lugar de explicar o desarrollar (ni pensemos en hacer disfrutar) al espectador lo que está pasando, lo golpean.
El segundo es una especie de tendencia sobreexplicativa que, sospecho, proviene de una profunda subestimación del espectador y, más abajo, de una pasmosa estupidez narrativa. Si, como dijimos, en los momentos clave todo se acelera a niveles casi incomprensibles y pierde por un rato al espectador, por algún motivo esta película decide que las secuencias de acción deben ser explicadas minuciosamente (verbalmente), paso a paso al espectador. ¿Qué quiere decir esto? Que, de nuevo con montaje paralelo, cada vez que se acerca una secuencia de acción más o menos importante, la película se embarca a mostrarnos no solo esta secuencia mencionada, sino también, al mismo tiempo, el momento (anterior) en el que un miembro del equipo explica a los otros cómo va a ser el plan a seguir. Digamos, vemos que arranca un camión blindado e inmediatamente vemos al equipo en algún galpón diciendo “el camión va a tomar por este camino y lo vamos a interceptar en este punto”, entonces vemos ese punto y cómo llega el equipo a sus posiciones, después volvemos al galpón y el mismo hombre explica “bueno, ahora nos vamos a subir al camión” y vemos entonces cómo se suben al camión. Y así. No puede pasar nada en estas secuencias sin que esté rigurosamente explicado. No se trata del mecanismo de los ilustres precedentes de las películas de Melville o El aura, películas en las que se explica de forma ridículamente detallada cuál es el plan y después vemos qué pasa en la realidad. No. Acá lo que vemos es la escena “real” atravesada por la explicación teórica hasta el punto en que en medio de la situación “real” uno de los personajes se pone a hablar en respuesta al hombre que estaba explicando el plan antes. Es decir, llega un momento en el que no sabemos si lo que estamos viendo es el plan llevado a cabo (interrumpido todo el tiempo) o una representación visual de cómo debería desarrollarse todo en la realidad. Los indicios (como este personaje que habla a otro que está en otro tiempo y espacio) nos hacen suponer que en realidad lo que vemos es solo el plan puesto en imágenes, pero cuando llegamos al final resulta que la secuencia de terminó y eso que habíamos visto era el momento que supuestamente debería habernos emocionado. Pero nos enteramos tarde.
Esto está directamente relacionado con lo que llamaría el tercer error de esta película: una autoconciencia espesa que no da respiro. ¿Y esto por qué? Porque a diferencia de lo que suponíamos que sería esta película (un ligera y entretenida película de acción sin demasiados complejos) resulta que en realidad es una película que todo el tiempo dice lo canchera que es y por tanto se preocupa más por mostrar su propio cancherismo que por entretener al espectador. Es lo que pasa (y en parte explicaría) en esas secuencias de “acción explicada”, una especie de violencia sing along. Pero lo vemos también en otra de esas secuencias de acción que debería ser divertida y lo es un poco más. Me refiero a la secuencia del tanque que cae por los aires. Resumiendo: el equipo está escapando en un avión militar que robó, el avión es derribado y para escapar todos se suben a un tanque que había dentro del avión y se tiran al vacío. Una situación, claro, con mucho suspenso y bastante disparatada. Es el momento en el que Brigada A más se acerca a lo que podría haber sido. Pero hay algo que me molesta: mientras esta gente está cayendo por el aire y tratando de evitar morir, ellos y otros no paran de decir “están tratando de pilotear un tanque”, “están tratando de pilotear un tanque”. O sea, no alcanza con ver una situación ridícula (que podría ser ridículamente divertida) en la pantalla, hace falta que por lo menos uno (en este caso, varios) personajes digan (varias veces) “esta situación es ridícula”. Por si esa gente que está ahí sentada en sus butacas (o donde sea) no había entendido que se suponía que en este momento tienen que divertirse porque están viendo algo ridículamente divertido.
En principio no consideraría la autoconciencia como un rasgo necesariamente negativo ni mucho menos, pero en una película de estas características resulta francamente incómoda. Uno no puede entregarse a la diversión si constantemente le están diciendo “esto es divertido”. A Brigada A le convenía que quien mira no piense demasiado y ella no hace más que pensar verbalmente todo el tiempo.
Todo se reduce, creo, a una idea muy llana que esta película tiene de la persona que la está mirando. El espectador tiene que ser sacudido, llevado paso a paso, hay que explicarle con todas las letras en qué momento se supone que se tiene que divertir. Casi parece que la película no confiara en su propio contenido como material suficiente para sostener la atención. ¡La historia no alcanza, la acción no alcanza! En un arranque de baja autoestima, esta película se tira por la ventana y sacude todos los papelitos de colores que encuentra en el camino para, ya que no puede divertir al espectador, por lo menos confundirlo hasta que crea que la pasó bien en la sala (o donde fuera).
El primero lo podríamos llamar una especie de histeria cinematográfica. ¿Qué quiero decir con esto? Por supuesto, todo Brigada A está plagado de un montaje aceleradísimo, bastante efecto especial y mucho paneo, todo lo que da velocidad. No es algo que me guste particularmente, pero no está usado particularmente mal. Pero sí hay otra cosa que me llama la atención: en varios de los momentos centrales de la historia, el director de esta cosa parece entrar en una especie de ataque de epilepsia y decide contar por lo menos dos y hasta tres hechos a la vez. Un ejemplo: cuando se da la gran explosión de la supuesta conspiración que condena al “equipo Alfa” y en la que muere el teniente (o capitán o qué sé yo). Hubo toda una gran secuencia de acción, parece que la misión se resuelve para bienes y de pronto estalla una bomba en el vehículo en el que viajaba el teniente amigo. Vuelan cachos por los aires y de pronto, con montaje paralelo, la película empieza a contar también el funeral de ese teniente (un hecho posterior) y, casi superpuesto con esto, el juicio militar que se le hace al equipo por esta supuesta traición (un hecho posterior a este otro). Tres momentos fundamentales argumentalmente se nos muestran amontonados, fragmentados y sin orden. El espectador, atacado por todos los flancos, busca atajarse como puede frente a todo lo que está pasando y apenas si alcanza a chapotear en las aguas que propone esta película. Son tres hechos consecutivos, encadenados causalmente y fundamentales para la historia (el punto de partida del argumento), pero se sacuden de tal forma en la pantalla que en lugar de explicar o desarrollar (ni pensemos en hacer disfrutar) al espectador lo que está pasando, lo golpean.
El segundo es una especie de tendencia sobreexplicativa que, sospecho, proviene de una profunda subestimación del espectador y, más abajo, de una pasmosa estupidez narrativa. Si, como dijimos, en los momentos clave todo se acelera a niveles casi incomprensibles y pierde por un rato al espectador, por algún motivo esta película decide que las secuencias de acción deben ser explicadas minuciosamente (verbalmente), paso a paso al espectador. ¿Qué quiere decir esto? Que, de nuevo con montaje paralelo, cada vez que se acerca una secuencia de acción más o menos importante, la película se embarca a mostrarnos no solo esta secuencia mencionada, sino también, al mismo tiempo, el momento (anterior) en el que un miembro del equipo explica a los otros cómo va a ser el plan a seguir. Digamos, vemos que arranca un camión blindado e inmediatamente vemos al equipo en algún galpón diciendo “el camión va a tomar por este camino y lo vamos a interceptar en este punto”, entonces vemos ese punto y cómo llega el equipo a sus posiciones, después volvemos al galpón y el mismo hombre explica “bueno, ahora nos vamos a subir al camión” y vemos entonces cómo se suben al camión. Y así. No puede pasar nada en estas secuencias sin que esté rigurosamente explicado. No se trata del mecanismo de los ilustres precedentes de las películas de Melville o El aura, películas en las que se explica de forma ridículamente detallada cuál es el plan y después vemos qué pasa en la realidad. No. Acá lo que vemos es la escena “real” atravesada por la explicación teórica hasta el punto en que en medio de la situación “real” uno de los personajes se pone a hablar en respuesta al hombre que estaba explicando el plan antes. Es decir, llega un momento en el que no sabemos si lo que estamos viendo es el plan llevado a cabo (interrumpido todo el tiempo) o una representación visual de cómo debería desarrollarse todo en la realidad. Los indicios (como este personaje que habla a otro que está en otro tiempo y espacio) nos hacen suponer que en realidad lo que vemos es solo el plan puesto en imágenes, pero cuando llegamos al final resulta que la secuencia de terminó y eso que habíamos visto era el momento que supuestamente debería habernos emocionado. Pero nos enteramos tarde.
Esto está directamente relacionado con lo que llamaría el tercer error de esta película: una autoconciencia espesa que no da respiro. ¿Y esto por qué? Porque a diferencia de lo que suponíamos que sería esta película (un ligera y entretenida película de acción sin demasiados complejos) resulta que en realidad es una película que todo el tiempo dice lo canchera que es y por tanto se preocupa más por mostrar su propio cancherismo que por entretener al espectador. Es lo que pasa (y en parte explicaría) en esas secuencias de “acción explicada”, una especie de violencia sing along. Pero lo vemos también en otra de esas secuencias de acción que debería ser divertida y lo es un poco más. Me refiero a la secuencia del tanque que cae por los aires. Resumiendo: el equipo está escapando en un avión militar que robó, el avión es derribado y para escapar todos se suben a un tanque que había dentro del avión y se tiran al vacío. Una situación, claro, con mucho suspenso y bastante disparatada. Es el momento en el que Brigada A más se acerca a lo que podría haber sido. Pero hay algo que me molesta: mientras esta gente está cayendo por el aire y tratando de evitar morir, ellos y otros no paran de decir “están tratando de pilotear un tanque”, “están tratando de pilotear un tanque”. O sea, no alcanza con ver una situación ridícula (que podría ser ridículamente divertida) en la pantalla, hace falta que por lo menos uno (en este caso, varios) personajes digan (varias veces) “esta situación es ridícula”. Por si esa gente que está ahí sentada en sus butacas (o donde sea) no había entendido que se suponía que en este momento tienen que divertirse porque están viendo algo ridículamente divertido.
En principio no consideraría la autoconciencia como un rasgo necesariamente negativo ni mucho menos, pero en una película de estas características resulta francamente incómoda. Uno no puede entregarse a la diversión si constantemente le están diciendo “esto es divertido”. A Brigada A le convenía que quien mira no piense demasiado y ella no hace más que pensar verbalmente todo el tiempo.
Todo se reduce, creo, a una idea muy llana que esta película tiene de la persona que la está mirando. El espectador tiene que ser sacudido, llevado paso a paso, hay que explicarle con todas las letras en qué momento se supone que se tiene que divertir. Casi parece que la película no confiara en su propio contenido como material suficiente para sostener la atención. ¡La historia no alcanza, la acción no alcanza! En un arranque de baja autoestima, esta película se tira por la ventana y sacude todos los papelitos de colores que encuentra en el camino para, ya que no puede divertir al espectador, por lo menos confundirlo hasta que crea que la pasó bien en la sala (o donde fuera).
Etiquetas:
cine histerico critica brigada a
lunes, 28 de junio de 2010
Raya cine
Gracias a un ciclo organizado por la Sala Lugones, pude conocer al director filipino Raya Martin, uno de esos nombres que uno escucha (un nombre que se escucha), pero al que todavía no había visto. Ahora, gracias a esta ciclo, no solo pude ver algo del director, sino que pude ver bastante, maravillas de este tipo de ciclos en los que se puede ver la filmografía completa de un director muy joven.
A primera vista, dependiendo de con qué películas uno se encuentre primero, se puede ver en Martin mucho de lo que ya se había visto en otro lado. Un ejemplo: Autohystoria se abre con un plano secuencia que dura prácticamente media hora, en el que vemos a un hombre caminar de noche por una ciudad (presumiblemente, Manila) y nada más. Cruza esquinas, pasan autos, motos, la cámara lo sigue desde la vereda de enfrente, casi no hay cambios de encuadre. No sé cuántos planos secuencia existen (ni cuánto duran) de este tipo, pero la idea en sí no es demasiado diferente de otras que uno ha visto ya en el cine ultramoderno. Después la cosa cambia un poco, la película introduce referencias históricas y todo eso cobra sentidos. No diría que Autohystoria es una película mala. Tampoco podría decir que es buena. Como me pasa con buena parte de este cine (cine que vemos, por ejemplo, mucho en el Bafici), más que bueno o malo me resulta “interesante”.
¿Qué quiere decir esto? Que a lo mejor cuando termino de verlo me doy cuenta de qué era lo que se suponía que querían decir esos planos interminables y todo cobra sentido. O que a lo mejor mientras lo estoy viendo puedo interpretar qué es lo que se supone que quiere decir el director o qué es lo que este director elige mostrar “que en otros cines no se muestra”. Pero de ninguna forma eso quiere decir que disfrute de esta película mientras la estoy viendo. Los primeros trece minutos de Una película corta acerca del indio nacional en los que vemos cómo una mujer se mueve en su cama sin poder dormir y suelta alguna lágrima, como en tantas películas de este tipo, los pasé buena parte pensando en cualquier otra cosa. Probablemente sea una limitación mía. No le niego su valor, pero de alguna forma para mí no funciona. Muchas veces descubro que estas películas son mucho más atractivas como sinopsis o como interpretación posterior que como hecho estético en sí.
Pero hay otro costado de Martin que me resulta mucho más interesante: ese en el que este director (que está en la cresta de la ola) se vuelve arcaico. Cuando la vanguardia toca el primitivismo. Está en la segunda parte (la más interesante) de Una película corta... y en Independencia. En esas películas, Martin decide trabajar de forma directa la historia de su país desde una estética que quiere parecerse a la de las películas de principios del siglo XX, a un cine mudo o muy primitivo. Se trata, claro, de una propuesta arbitraria, pero el producto es fascinante visualmente. Por lo menos para mí. Esa cámara fija con plano de proscenio tiene algo encantador. Pero sobre todo me compran los planos fijos de la naturaleza filipina (aunque esto es un gusto puramente personal). Hay algo muy interesante en la reelaboración desde el cine más moderno del cine más primitivo (con todo lo que tiene para nosotros de distancia, pero que tenía a su vez de libertad).
Mi problema con esta otra parte del cine de Martin no es de gustos, sino de principios. Lo dicho: esta parte de sus películas me gusta, pero no estoy seguro de que tenga sentido que el cine siga estos caminos. Porque es evidente que lo que tiene de encantadora esta estética (vaya a saber uno si esa era la intención del director) depende exclusivamente de un conocimiento previo del espectador. Para entender Independencia es casi fundamental que quien está viendo conozca (por lo menos en teoría) ese cine prehistórico que se está refritando. En otras palabras, cine para cinéfilos, cine de festival (o para ciclo), cine para ser interpretado, no vivido.
Encontré hace poco estas palabras del gran crítico Héctor Soto:
“El día que [en el cine] pase a mandar más el erudito que el público entusiasta y de buen sentido, más burócratas culturales que el mercado, el cine dejará de ser plebeyo... apestará a alta cultura, a naftalina y a metalenguaje. Un hedor irrespirable.”
¿Qué hacer con todo esto?
Por supuesto que hoy el cine pasa únicamente de forma tangencial por las salas de cine y el “público entusiasta” no lo mide todo por la sencilla razón de que no puede ver ni una parte muy chiquita del todo. Pero con Raya Martin no se trata únicamente de un cine que no logra entrar en el circuito comercial por una competencia desleal con los grandes tanques de Hollywood. Raya Martin (como mucho “cine Bafici”) no podría entrar ni en el circuito comercial del país más utópico con la distribución más comunista imaginable, porque su idea no es hacer cine, sino hacer cine sobre cine (véase Próxima atracción), un campo de interés no por muy específico poco interesante, pero sí muy limitado. Eso no quiere decir que no me guste, pero sospecho que cuando este cine ultramoderno se quede sin cosas que decir sobre sí mismo, entrará en coma.
A primera vista, dependiendo de con qué películas uno se encuentre primero, se puede ver en Martin mucho de lo que ya se había visto en otro lado. Un ejemplo: Autohystoria se abre con un plano secuencia que dura prácticamente media hora, en el que vemos a un hombre caminar de noche por una ciudad (presumiblemente, Manila) y nada más. Cruza esquinas, pasan autos, motos, la cámara lo sigue desde la vereda de enfrente, casi no hay cambios de encuadre. No sé cuántos planos secuencia existen (ni cuánto duran) de este tipo, pero la idea en sí no es demasiado diferente de otras que uno ha visto ya en el cine ultramoderno. Después la cosa cambia un poco, la película introduce referencias históricas y todo eso cobra sentidos. No diría que Autohystoria es una película mala. Tampoco podría decir que es buena. Como me pasa con buena parte de este cine (cine que vemos, por ejemplo, mucho en el Bafici), más que bueno o malo me resulta “interesante”.
¿Qué quiere decir esto? Que a lo mejor cuando termino de verlo me doy cuenta de qué era lo que se suponía que querían decir esos planos interminables y todo cobra sentido. O que a lo mejor mientras lo estoy viendo puedo interpretar qué es lo que se supone que quiere decir el director o qué es lo que este director elige mostrar “que en otros cines no se muestra”. Pero de ninguna forma eso quiere decir que disfrute de esta película mientras la estoy viendo. Los primeros trece minutos de Una película corta acerca del indio nacional en los que vemos cómo una mujer se mueve en su cama sin poder dormir y suelta alguna lágrima, como en tantas películas de este tipo, los pasé buena parte pensando en cualquier otra cosa. Probablemente sea una limitación mía. No le niego su valor, pero de alguna forma para mí no funciona. Muchas veces descubro que estas películas son mucho más atractivas como sinopsis o como interpretación posterior que como hecho estético en sí.
Pero hay otro costado de Martin que me resulta mucho más interesante: ese en el que este director (que está en la cresta de la ola) se vuelve arcaico. Cuando la vanguardia toca el primitivismo. Está en la segunda parte (la más interesante) de Una película corta... y en Independencia. En esas películas, Martin decide trabajar de forma directa la historia de su país desde una estética que quiere parecerse a la de las películas de principios del siglo XX, a un cine mudo o muy primitivo. Se trata, claro, de una propuesta arbitraria, pero el producto es fascinante visualmente. Por lo menos para mí. Esa cámara fija con plano de proscenio tiene algo encantador. Pero sobre todo me compran los planos fijos de la naturaleza filipina (aunque esto es un gusto puramente personal). Hay algo muy interesante en la reelaboración desde el cine más moderno del cine más primitivo (con todo lo que tiene para nosotros de distancia, pero que tenía a su vez de libertad).
Mi problema con esta otra parte del cine de Martin no es de gustos, sino de principios. Lo dicho: esta parte de sus películas me gusta, pero no estoy seguro de que tenga sentido que el cine siga estos caminos. Porque es evidente que lo que tiene de encantadora esta estética (vaya a saber uno si esa era la intención del director) depende exclusivamente de un conocimiento previo del espectador. Para entender Independencia es casi fundamental que quien está viendo conozca (por lo menos en teoría) ese cine prehistórico que se está refritando. En otras palabras, cine para cinéfilos, cine de festival (o para ciclo), cine para ser interpretado, no vivido.
Encontré hace poco estas palabras del gran crítico Héctor Soto:
“El día que [en el cine] pase a mandar más el erudito que el público entusiasta y de buen sentido, más burócratas culturales que el mercado, el cine dejará de ser plebeyo... apestará a alta cultura, a naftalina y a metalenguaje. Un hedor irrespirable.”
¿Qué hacer con todo esto?
Por supuesto que hoy el cine pasa únicamente de forma tangencial por las salas de cine y el “público entusiasta” no lo mide todo por la sencilla razón de que no puede ver ni una parte muy chiquita del todo. Pero con Raya Martin no se trata únicamente de un cine que no logra entrar en el circuito comercial por una competencia desleal con los grandes tanques de Hollywood. Raya Martin (como mucho “cine Bafici”) no podría entrar ni en el circuito comercial del país más utópico con la distribución más comunista imaginable, porque su idea no es hacer cine, sino hacer cine sobre cine (véase Próxima atracción), un campo de interés no por muy específico poco interesante, pero sí muy limitado. Eso no quiere decir que no me guste, pero sospecho que cuando este cine ultramoderno se quede sin cosas que decir sobre sí mismo, entrará en coma.
viernes, 4 de junio de 2010
Vivir en el cine
Me encontraba hace poco teniendo una conversación sobre Vivir al límite (The hurt locker), una de las mejores películas que produjo Estados Unidos en los últimos años y, sorprendentemente, un Oscar muy merecido.
Alguien me preguntó qué me había parecido la película y frente a mi entusiasmo encontré en mis interlocutores un cierto desencanto. No les había gusta mucho, sí, estaba bien hecha, pero no pasaba casi nada, no mostraba nada, "la película no te dejaba nada". No supe cómo seguir la conversación para intentar convencer a esta gente de que Vivir al límite es una gran película. Pasamos a hablar de otra cosa.
Ahora, frente a la computadora, entiendo que ese "no te deja nada" encierra una forma de ver el cine muy diferente a la mía y que en definitiva resulta bastante lógico que, pensando como pensamos, a cada quien le haya gustado o no esta película. Porque lo que me preguntaba (aunque no pregunté en voz alta en ese momento) es, ¿qué es lo que se supone que te tiene que dejar una película? ¿Qué debería traerme yo bajo el brazo después de haber visto la película? ¿Será que no la pasaron bien? No estoy tan seguro. A lo mejor no, pero no es lo que me dijeron. No me dijeron: "Me aburrió", sino "no me dejó nada". ¿Qué es ese sedimento que tiene que quedar en el espectador, supuestamente, después de haber visto una película que sí deja algo?
No estoy diciendo nada nuevo, por supuesto, pero después de pensarlo un poco creo que esa oposición entre dos formas diferentes de ver el cine se podría resumir así: aquellos que creen que el cine tiene que enseñar algo ("mostrar", "dejar algo", "reflejar", "reflexionar", "hacer pensar", se puede cambiar la expresión) y los que creen que el cine es simplemente una experiencia. O sea, el cine como medio y el cine como fin. Yo no me quiero llevar nada una vez que salgo de la sala de cine (o apago el televisor o lo que sea), no quiero arrastrar conmigo nada, pero sí le exijo a la película que me haya hecho vivir algo mientras la transitaba.
Obviamente, cada bando ve las cosas de su forma y tendrá argumentos para demostrar por qué el cine sirve para una cosa o la otra. Yo estoy profundamente convencido de que el cine es una experiencia y no una forma (entre otras intercambiables) de acumular conocimiento. Pero hay algo más.
Lo que descubrí (y esto tampoco será una novedad) es que es esa diferencia la que se levantaba como barrera imposible de franquear entre mis interlocutores y yo al momento de intentar dialogar. Me decían "nunca vi una película argentina buena" y a mí me daban ganas de empezar a lanzarles títulos por la cabeza, pero supe inmediamente que no iba a servir de nada: esas películas no les iban a gustar. Ellos querían ver películas que dejaran algo. Puedo recomendarles también películas de esas. Pero ahí estoy interpretando un papel, hay algo, un elemento fundamental pero muy difícil de explicar en una conversación que no va a poder transmitirse. Ese mismo elemento que hace que pueda ponerme a hablar inmediatamente con otras personas sobre cine sin apenas conocerlas y que ahora, charlando sobre Vivir al límite, flotaba como fantasma imposible de nombrar.
Lo que me entristece en todo esto es que ese diálogo quedó castrado, no hay fecundidad posible. Tampoco serviría de nada que me pusiera a delirar sobre la función (o falta de ella) del cine y cómo deberían verse las películas. Simplemente, mencionaremos algunos títulos, diremos qué bien actúa tal o cual y listo. A hablar de otra cosa.
Alguien me preguntó qué me había parecido la película y frente a mi entusiasmo encontré en mis interlocutores un cierto desencanto. No les había gusta mucho, sí, estaba bien hecha, pero no pasaba casi nada, no mostraba nada, "la película no te dejaba nada". No supe cómo seguir la conversación para intentar convencer a esta gente de que Vivir al límite es una gran película. Pasamos a hablar de otra cosa.
Ahora, frente a la computadora, entiendo que ese "no te deja nada" encierra una forma de ver el cine muy diferente a la mía y que en definitiva resulta bastante lógico que, pensando como pensamos, a cada quien le haya gustado o no esta película. Porque lo que me preguntaba (aunque no pregunté en voz alta en ese momento) es, ¿qué es lo que se supone que te tiene que dejar una película? ¿Qué debería traerme yo bajo el brazo después de haber visto la película? ¿Será que no la pasaron bien? No estoy tan seguro. A lo mejor no, pero no es lo que me dijeron. No me dijeron: "Me aburrió", sino "no me dejó nada". ¿Qué es ese sedimento que tiene que quedar en el espectador, supuestamente, después de haber visto una película que sí deja algo?
No estoy diciendo nada nuevo, por supuesto, pero después de pensarlo un poco creo que esa oposición entre dos formas diferentes de ver el cine se podría resumir así: aquellos que creen que el cine tiene que enseñar algo ("mostrar", "dejar algo", "reflejar", "reflexionar", "hacer pensar", se puede cambiar la expresión) y los que creen que el cine es simplemente una experiencia. O sea, el cine como medio y el cine como fin. Yo no me quiero llevar nada una vez que salgo de la sala de cine (o apago el televisor o lo que sea), no quiero arrastrar conmigo nada, pero sí le exijo a la película que me haya hecho vivir algo mientras la transitaba.
Obviamente, cada bando ve las cosas de su forma y tendrá argumentos para demostrar por qué el cine sirve para una cosa o la otra. Yo estoy profundamente convencido de que el cine es una experiencia y no una forma (entre otras intercambiables) de acumular conocimiento. Pero hay algo más.
Lo que descubrí (y esto tampoco será una novedad) es que es esa diferencia la que se levantaba como barrera imposible de franquear entre mis interlocutores y yo al momento de intentar dialogar. Me decían "nunca vi una película argentina buena" y a mí me daban ganas de empezar a lanzarles títulos por la cabeza, pero supe inmediamente que no iba a servir de nada: esas películas no les iban a gustar. Ellos querían ver películas que dejaran algo. Puedo recomendarles también películas de esas. Pero ahí estoy interpretando un papel, hay algo, un elemento fundamental pero muy difícil de explicar en una conversación que no va a poder transmitirse. Ese mismo elemento que hace que pueda ponerme a hablar inmediatamente con otras personas sobre cine sin apenas conocerlas y que ahora, charlando sobre Vivir al límite, flotaba como fantasma imposible de nombrar.
Lo que me entristece en todo esto es que ese diálogo quedó castrado, no hay fecundidad posible. Tampoco serviría de nada que me pusiera a delirar sobre la función (o falta de ella) del cine y cómo deberían verse las películas. Simplemente, mencionaremos algunos títulos, diremos qué bien actúa tal o cual y listo. A hablar de otra cosa.
miércoles, 12 de mayo de 2010
Negro, a colores
Otra gran película argentina: Carancho de Pablo Trapero. Hay muchísimas cosas que se podrían decir (y se dicen) sobre esta película: primero y principal, que es muy buena. Que si el nuevo cine argentino y el cine de género; que si Darín y Trapero como dúo generan a la vez una película "de autor" pero de alcance masivo; que si la forma de reflejar la Argentina; que el amor y el Infierno. Muchas cosas que se pueden decir (y se dicen) y está muy bien.
Hay un detalle que me llama la atención en las críticas y que sale siempre de entrada: es la idea de incluir Carancho dentro del "cine de género". Me llama la atención no porque no esté de acuerdo (por el contrario) sino porque es algo que no tuve en cuenta en el momento de ver la película. ¿Qué quiero decir? Carancho es claramente (y el propio Trapero lo dice) un film noir, el cine negro, pero como espectador no lo noté hasta después. Para mí, Carancho fue primero muchas otras cosas antes que un noir. Pero lo es.
¿Qué tiene de llamativo esto? Va a parecer un tanto obvio, pero volví a constatar que las películas "de género" también son películas. No son solo ejemplares de una especie, funcionan en sí, aun si se atienen a las reglas. Un cinéfilo sabe reconocer al vuelo el género de lo que está mirando y con eso maneja de entrada los parámetros que sabe que va a seguir (o que debería seguir) lo que está a punto de ver. Puede juzgar en torno a eso. Pero Carancho me ofreció la posibilidad de experimentar una película que me resultó interesantísima por muchas cuestiones y que solo después noté que respondía a reglas preexistentes.
¿Reglas preexistentes? Sí y no. El propio Trapero dice que filmó su película pensando en el noir y el noir (como todo género) se define por ciertos parámetros, por más conflictivos que sean. Pero el buen cine de género, creo yo, es aquel que sabe hacer que las reglas se disuelvan en la trama, que lo que ocurre funcione con una lógica propia, es aquel que sabe despertar en las convenciones la semilla real que estuvo en el origen, la historia primera que vuelta a contar sigue siendo verdadera.
Una buena película no es necesariamente aquella que rompe con los parámetros de lo que esperamos ver. Es sencillamente aquella película que es buena.
Hay un detalle que me llama la atención en las críticas y que sale siempre de entrada: es la idea de incluir Carancho dentro del "cine de género". Me llama la atención no porque no esté de acuerdo (por el contrario) sino porque es algo que no tuve en cuenta en el momento de ver la película. ¿Qué quiero decir? Carancho es claramente (y el propio Trapero lo dice) un film noir, el cine negro, pero como espectador no lo noté hasta después. Para mí, Carancho fue primero muchas otras cosas antes que un noir. Pero lo es.
¿Qué tiene de llamativo esto? Va a parecer un tanto obvio, pero volví a constatar que las películas "de género" también son películas. No son solo ejemplares de una especie, funcionan en sí, aun si se atienen a las reglas. Un cinéfilo sabe reconocer al vuelo el género de lo que está mirando y con eso maneja de entrada los parámetros que sabe que va a seguir (o que debería seguir) lo que está a punto de ver. Puede juzgar en torno a eso. Pero Carancho me ofreció la posibilidad de experimentar una película que me resultó interesantísima por muchas cuestiones y que solo después noté que respondía a reglas preexistentes.
¿Reglas preexistentes? Sí y no. El propio Trapero dice que filmó su película pensando en el noir y el noir (como todo género) se define por ciertos parámetros, por más conflictivos que sean. Pero el buen cine de género, creo yo, es aquel que sabe hacer que las reglas se disuelvan en la trama, que lo que ocurre funcione con una lógica propia, es aquel que sabe despertar en las convenciones la semilla real que estuvo en el origen, la historia primera que vuelta a contar sigue siendo verdadera.
Una buena película no es necesariamente aquella que rompe con los parámetros de lo que esperamos ver. Es sencillamente aquella película que es buena.
Etiquetas:
trapero carancho noir genero cine
martes, 27 de abril de 2010
La boca de la nostalgia
Una de las mejores películas que vi en la 12va edición del Bafici fue La bocca del lupo, obviamente, una película italiana. Por supuesto, habría que verla fuera del contexto-festival, con las neuronas reposadas, los ojos frescos y la paciencia menos colmada después de ver ya el duodécimo plano secuencia del día. Por el contrario, a lo mejor el hecho de que me haya gustado tanto incluso en un momento tan ríspido (con los nervios tan cansados) como ese posiblemente sea testimonio a favor.
Es difícil describir de qué se trata esta película; por suerte, cuando la vi el director estaba presente y él pudo dar algo como una definición: La bocca del lupo es una película sobre Génova. Es una película que busca describir Génova como es hoy, que la persigue, que hurga un poco en sus márgenes, que interroga su pasado. También es algo-como-un-documental sobre una pareja de hombres (uno de ellos, travestido) y su historia de amor que ya lleva 20 años, si no me equivoco. Se conocieron en una cárcel, se esperaron, viven juntos frente al mar. Sus voces, sus presencias son imponentes. En una escena hacia el final los vemos a los dos sentados frente a cámara, contando cómo se conocieron. La cámara no se mueve, hay muy poco luz, no sé. Pero la escena es increíble. Sobre las imágenes de Génova escuchamos cómo ellos leen las cartas que se escribieron. Vemos también imágenes de principios de siglo, de cuando la ciudad era próspera. Vemos también su decadencia.
Podría hablar del hecho bastante sorprendente de que el proyecto y la financiación de esta película se debe fundamentalmente a una organización de jesuitas de Génova. ¿Una película "protagonizada" por una pareja homosexual y financiada por jesuitas? Sí, el director insistió en ello. Al parecer, esta organización (no me acuerdo el nombre) desde hace décadas se dedica a trabajar con los desposeídos de la ciudad y convocó a este (muy) joven director para que reflejara esa vida. No su trabajo (de hecho, ellos no aparecen y si no fuera porque el propio Pietro Marcello lo explicó, ni sabría que esa organización que aparece nombrada en los créditos es de los jesuitas), sino esa gente. Esa gente terminó siendo esta pareja entrañable y (sorprendentemente) fotogénica. Pero en realidad no habría mucho más para decir sobre esto.
Lo que me sorprendió (como suele pasar) fueron ciertas reacciones del público. A diferencia de lo que me pasó en otras proyecciones del Bafici, en las que suele haber "intelectuales", "gente inquieta" y demás, para ver esta película había muchas, digamos, señoras mayores. Además de la gente inquieta. Y creo que a todos les gustó la película (es difícil que no te guste). Eso está muy bien.
Lo que me sorprendió fueron ciertos comentarios. No sé si lo había mencionado antes, pero La bocca del lupo cuenta con muchas imágenes de archivo. Imágenes muy viejas, en su mayor parte filmaciones caseras, registros privados de una vida muy diferente a la nuestra. Las señoras expresaron su admiración por esas imágenes del ´900. Y es cierto que rinde: si uno pone una filmación muy pero muy vieja y le agrega musiquita más o menos amable, conmueve. Muy bien. Pero las imágenes eran de puerto, de actividad, obreros, esas cosas. También había alguna gente bañándose en la costa. Lo que inmediatamente me sorprendió fue esa especie de lamento por un mundo perdido, por lo que era Génova antes, por esa vida de cine mudo. Y ahí me empezó a molestar la cosa. Claramente, las señoras no sentían nostalgia de esos tiempos porque los hubieran vivido, no eran taaan mayores. Pero sí sentían nostalgia. Mi pregunta es: ¿nostalgia de qué? Los principios del siglo XX fueron una época brutal. Terrible. Esos obreros tan pintorescos que iban al puerto eran gente que trabajaba siete días a la semana, quince horas por día, acompañados de niños y viejos (mientras pudieran). Esos barcos gigantes, tan melancólicos, que zarpan para el nuevo mundo no son un barco de los sueños, son carcasas llenas de gente que se está muriendo de hambre, personas que en su mayor parte no querían dejar su tierra, su gente y su vida, pero que tenían que hacerlo porque si no, no podían vivir. Hacerse la América era dejar todo atrás, ver qué pasa, probablemente caer en un conventillo, sufrirla bastante.
Hoy nosotros podemos mirar filmaciones de 1896 y sentir que el mundo era más sencillo o más inocente entonces. No lo era ni por asomo. Claro que era fácil ser un aristócrata, un empresario bien encaminado, ¿cuándo no? Pero yo no diría que esa fue una "época de oro". Todo lo que se construyó en Italia (y en Génova ) hacia el 1900 es invariablemente lo más feo que uno puede encontrar hoy en la ciudad. Pero si paso su construcción en una proyección muda, es estético.
Será porque no soy una persona inclinada a la nostalgia que no entiendo estas cosas, pero creo que el nostalgioso, normalmente, tiene humo en los ojos. ¿Eso está mal? No iría tan lejos como para decir que algo está bien o está mal. Solo que a veces me sorprenden las reacciones de la gente.
Todo esto no quiere decir que me guste menos La bocca del lupo. Primero, ni siquiera estoy seguro de que sea en sí una película nostalgiosa. Pero aun si lo fuera, no me importa, es una gran película. Una de las mejores películas que vi el año pasado, Del tiempo y la ciudad de Terrence Davies, es nostalgia hecho celuloide, aunque con unas cuantas cosas más. ¿Será que solo me gusta la nostalgia en el cine? No, tampoco, solo que me gusta La bocca del lupo.
Es difícil describir de qué se trata esta película; por suerte, cuando la vi el director estaba presente y él pudo dar algo como una definición: La bocca del lupo es una película sobre Génova. Es una película que busca describir Génova como es hoy, que la persigue, que hurga un poco en sus márgenes, que interroga su pasado. También es algo-como-un-documental sobre una pareja de hombres (uno de ellos, travestido) y su historia de amor que ya lleva 20 años, si no me equivoco. Se conocieron en una cárcel, se esperaron, viven juntos frente al mar. Sus voces, sus presencias son imponentes. En una escena hacia el final los vemos a los dos sentados frente a cámara, contando cómo se conocieron. La cámara no se mueve, hay muy poco luz, no sé. Pero la escena es increíble. Sobre las imágenes de Génova escuchamos cómo ellos leen las cartas que se escribieron. Vemos también imágenes de principios de siglo, de cuando la ciudad era próspera. Vemos también su decadencia.
Podría hablar del hecho bastante sorprendente de que el proyecto y la financiación de esta película se debe fundamentalmente a una organización de jesuitas de Génova. ¿Una película "protagonizada" por una pareja homosexual y financiada por jesuitas? Sí, el director insistió en ello. Al parecer, esta organización (no me acuerdo el nombre) desde hace décadas se dedica a trabajar con los desposeídos de la ciudad y convocó a este (muy) joven director para que reflejara esa vida. No su trabajo (de hecho, ellos no aparecen y si no fuera porque el propio Pietro Marcello lo explicó, ni sabría que esa organización que aparece nombrada en los créditos es de los jesuitas), sino esa gente. Esa gente terminó siendo esta pareja entrañable y (sorprendentemente) fotogénica. Pero en realidad no habría mucho más para decir sobre esto.
Lo que me sorprendió (como suele pasar) fueron ciertas reacciones del público. A diferencia de lo que me pasó en otras proyecciones del Bafici, en las que suele haber "intelectuales", "gente inquieta" y demás, para ver esta película había muchas, digamos, señoras mayores. Además de la gente inquieta. Y creo que a todos les gustó la película (es difícil que no te guste). Eso está muy bien.
Lo que me sorprendió fueron ciertos comentarios. No sé si lo había mencionado antes, pero La bocca del lupo cuenta con muchas imágenes de archivo. Imágenes muy viejas, en su mayor parte filmaciones caseras, registros privados de una vida muy diferente a la nuestra. Las señoras expresaron su admiración por esas imágenes del ´900. Y es cierto que rinde: si uno pone una filmación muy pero muy vieja y le agrega musiquita más o menos amable, conmueve. Muy bien. Pero las imágenes eran de puerto, de actividad, obreros, esas cosas. También había alguna gente bañándose en la costa. Lo que inmediatamente me sorprendió fue esa especie de lamento por un mundo perdido, por lo que era Génova antes, por esa vida de cine mudo. Y ahí me empezó a molestar la cosa. Claramente, las señoras no sentían nostalgia de esos tiempos porque los hubieran vivido, no eran taaan mayores. Pero sí sentían nostalgia. Mi pregunta es: ¿nostalgia de qué? Los principios del siglo XX fueron una época brutal. Terrible. Esos obreros tan pintorescos que iban al puerto eran gente que trabajaba siete días a la semana, quince horas por día, acompañados de niños y viejos (mientras pudieran). Esos barcos gigantes, tan melancólicos, que zarpan para el nuevo mundo no son un barco de los sueños, son carcasas llenas de gente que se está muriendo de hambre, personas que en su mayor parte no querían dejar su tierra, su gente y su vida, pero que tenían que hacerlo porque si no, no podían vivir. Hacerse la América era dejar todo atrás, ver qué pasa, probablemente caer en un conventillo, sufrirla bastante.
Hoy nosotros podemos mirar filmaciones de 1896 y sentir que el mundo era más sencillo o más inocente entonces. No lo era ni por asomo. Claro que era fácil ser un aristócrata, un empresario bien encaminado, ¿cuándo no? Pero yo no diría que esa fue una "época de oro". Todo lo que se construyó en Italia (y en Génova ) hacia el 1900 es invariablemente lo más feo que uno puede encontrar hoy en la ciudad. Pero si paso su construcción en una proyección muda, es estético.
Será porque no soy una persona inclinada a la nostalgia que no entiendo estas cosas, pero creo que el nostalgioso, normalmente, tiene humo en los ojos. ¿Eso está mal? No iría tan lejos como para decir que algo está bien o está mal. Solo que a veces me sorprenden las reacciones de la gente.
Todo esto no quiere decir que me guste menos La bocca del lupo. Primero, ni siquiera estoy seguro de que sea en sí una película nostalgiosa. Pero aun si lo fuera, no me importa, es una gran película. Una de las mejores películas que vi el año pasado, Del tiempo y la ciudad de Terrence Davies, es nostalgia hecho celuloide, aunque con unas cuantas cosas más. ¿Será que solo me gusta la nostalgia en el cine? No, tampoco, solo que me gusta La bocca del lupo.
jueves, 8 de abril de 2010
A través del píxel
Vi una gran película: Un maldito policía, del siempre glorioso Werner Herzog. No voy a enumerar argumentos a favor de por qué esta es una gran película, el que quiera/pueda la verá y se dará cuenta por sí mismo. El que la vea y no esté de acuerdo, bueno, no sé, ¿qué tantos argumentos se puede dar a favor de lo evidente?
Tampoco voy a describir mi extrañeza al encontrarme viendo una nueva película de ficción de “el más importante director vivo” (Truffaut dixit), cuando parecía que el gran Werner se había pasado ya de forma definitiva al campo del documental. Es bueno ver que sigue siendo capaz de producir películas (desquiciadas) como esta.
Sí voy a hablar de cómo vi esta película. La buena noticia era que, después de largos años de ausencia, se volvía a estrenar una película de Herzog en los cines comerciales. Y sinceramente me hubiera encantado ver Un maldito policía en celuloide, con pantalla bien enorme, sonido cristalino y esas cosas, pero no estaba en la ciudad las semanas que la dieron y para cuando volví, la habían sacado de cartel. Se sabe, nadie pretendía que su película fuera un éxito de taquilla. Así que tuve que recurrir a medios que permanecerán anónimos para poder ver esta película que me moría por ver. Un archivo .avi que se bajó bastante rápido.
Finalmente, muy ansioso, me puse a verla un día en mi casa. Y la disfruté enormemente. Pero algo me molestó y pronto me di cuenta de qué: la copia de lo que estaba viendo era mala. No porque fuera una filmación de una proyección de la película hecha en Rusia ni nada parecido, simplemente porque la calidad del archivo que veía no era muy alta. Para peores, los subtítulos eran espantosos, mal hechos, mal sincronizados. Llegó un punto, descubrí, en el que ya no estaba viendo Un maldito policía, sino que estaba viendo lo mal que se veía Un maldito policía.
¿Debería empezar, entonces, un lamento por los buenos tiempos perdidos en los que las películas duraban más en cartel y uno podía disfrutar de las obras en su original celuloide? No. ¿Para qué? Los tiempos cambiaron. Me hubiera encantado ver la película de Herzog en un cine, pero puesto que no la pude ver, estoy más que agradecido de haber tenido la posibilidad de verla, no importa la forma en que fuere.
La pregunta que me hago es, ¿en qué momento llegó a mi cerebro la conciencia de la importancia de la calidad de la imagen? Antes no era así. Antes veía lo que veía (lo que fuera) sin pensar un segundo en cualidades. Calculo yo (y es un calculo casi seguro) que en tiempos del VHS debo haber visto muchas películas con una calidad horrible. ¿Cuándo fue que la conciencia de la materialidad de la imagen frente a mis ojos se instaló para ya no irse? No renunciaría a ella pero, acaso, ¿no era un espectador más feliz antes?
Por supuesto, son cosas que no podría afirmar así nomás. Ahora creo (a diferencia de antes) que es muy importante cómo se ve una película, que la calidad es parte de la experiencia del cine. También sé que si no fuera por las nuevas tecnologías no podría ver ni un tercio de las películas que puedo ver ahora. ¿Corresponde un lamento por la mala calidad de ciertos archivos .avi? No creo. Voy a ver si consigo un archivo de Un maldito policía de por lo menos 4 gigas.
Tampoco voy a describir mi extrañeza al encontrarme viendo una nueva película de ficción de “el más importante director vivo” (Truffaut dixit), cuando parecía que el gran Werner se había pasado ya de forma definitiva al campo del documental. Es bueno ver que sigue siendo capaz de producir películas (desquiciadas) como esta.
Sí voy a hablar de cómo vi esta película. La buena noticia era que, después de largos años de ausencia, se volvía a estrenar una película de Herzog en los cines comerciales. Y sinceramente me hubiera encantado ver Un maldito policía en celuloide, con pantalla bien enorme, sonido cristalino y esas cosas, pero no estaba en la ciudad las semanas que la dieron y para cuando volví, la habían sacado de cartel. Se sabe, nadie pretendía que su película fuera un éxito de taquilla. Así que tuve que recurrir a medios que permanecerán anónimos para poder ver esta película que me moría por ver. Un archivo .avi que se bajó bastante rápido.
Finalmente, muy ansioso, me puse a verla un día en mi casa. Y la disfruté enormemente. Pero algo me molestó y pronto me di cuenta de qué: la copia de lo que estaba viendo era mala. No porque fuera una filmación de una proyección de la película hecha en Rusia ni nada parecido, simplemente porque la calidad del archivo que veía no era muy alta. Para peores, los subtítulos eran espantosos, mal hechos, mal sincronizados. Llegó un punto, descubrí, en el que ya no estaba viendo Un maldito policía, sino que estaba viendo lo mal que se veía Un maldito policía.
¿Debería empezar, entonces, un lamento por los buenos tiempos perdidos en los que las películas duraban más en cartel y uno podía disfrutar de las obras en su original celuloide? No. ¿Para qué? Los tiempos cambiaron. Me hubiera encantado ver la película de Herzog en un cine, pero puesto que no la pude ver, estoy más que agradecido de haber tenido la posibilidad de verla, no importa la forma en que fuere.
La pregunta que me hago es, ¿en qué momento llegó a mi cerebro la conciencia de la importancia de la calidad de la imagen? Antes no era así. Antes veía lo que veía (lo que fuera) sin pensar un segundo en cualidades. Calculo yo (y es un calculo casi seguro) que en tiempos del VHS debo haber visto muchas películas con una calidad horrible. ¿Cuándo fue que la conciencia de la materialidad de la imagen frente a mis ojos se instaló para ya no irse? No renunciaría a ella pero, acaso, ¿no era un espectador más feliz antes?
Por supuesto, son cosas que no podría afirmar así nomás. Ahora creo (a diferencia de antes) que es muy importante cómo se ve una película, que la calidad es parte de la experiencia del cine. También sé que si no fuera por las nuevas tecnologías no podría ver ni un tercio de las películas que puedo ver ahora. ¿Corresponde un lamento por la mala calidad de ciertos archivos .avi? No creo. Voy a ver si consigo un archivo de Un maldito policía de por lo menos 4 gigas.
sábado, 20 de marzo de 2010
Perdimos a Alicia
Algo está mal en Alicia en el país de las maravillas de Tim Burton. Es difícil decir exactamente qué. Por supuesto (como cualquiera podía esperar) el diseño está muy bien, bien los personajes, bien los ambientes (aunque creo que no tan bien como Avatar, y eso a estas alturas puede ser un problema). Se sabe que Burton es un esteticista. Era dibujante para Disney, allá por la época del lápiz y papel, y en cierta forma se siente esa necesidad que tiene de crear absolutamente todo en el mundo que es su película.
Esta versión de Alicia (que, según tengo entendido, está más basado en el libro de Carrol Through the looking glass que en el volumen original en el que se basó la película animada de Disney) se parece sospechosamente a Narnia y demás películas de esa familia. Chico humano llega a mundo fantástico (poblado por la mayor cantidad posible de criaturas estrafalarias) y descubre que es parte de una profecía que hace milenios predijo que él llegaría para derrotar a la malvada bruja que aterroriza la región.
El primer problema de esta película de Burton es que su argumento sigue tan linealmente este esquema (y la profecía que ella misma enuncia) que prácticamente no hay sorpresas. La película empieza (aunque tarda un poco en arrancar), se nos dice lo que va a pasar y después pasa eso. Hay un intento de generar intriga, pero se resuelve bien fácil. No se trata de que en Alicia no pase nada, sino de que sabemos de entrada exactamente qué es lo que va a pasar.
El otro problema que encuentro es el personaje de Alicia. A diferencia de los bichos y personas raros y más o menos digitalizados, Alicia no tiene prácticamente ninguna característica o encanto. Perdón, sí tiene una característica: es soñadora. Se lo dice al principio. Después se lo repite. Después alguien le dice “Te distraes fácilmente”. Después ella dice “Siempre pienso en cosas imposibles”. Está toda la película con la mirada perdida. Si no fuera por los rulos que se mueven, sería difícil afirmar en ciertas partes si está o no con vida. Uno de esos personajes lánguidos que tanto le gustan a Burton, el eterno adolescente torturado porque es diferente a los demás (aunque en la época victoriana, se disimula un poco). Para cuando Alicia parece despertar de su sopor eterno, pasaron tres cuartos de película y a esas alturas ya no me importa.
A esta película le falta un poco de humanidad, un margen, un poco de grasita. No es una película cómoda, uno no puede entrar en ella. Es imposible sumergirse en una estampita de colores. No hay tiempo o recursos que permitan al espectador verdaderamente interesarse por lo que está pasando. Arranca, estamos esperando que caiga por el agujero. Después cae y estamos ya con la profecía y no sé cuánto. Y con la cantinela de “Debes saber quién eres”. Para cuando aparece la profecía (que es muy al principio), ya está todo resuelto.
El problema no es que la película cuente la misma historia que muchas otras que la precedieron, el problema es que Burton parece demasiado preocupado por crear imágenes estrambóticas como para darle algo de vida a esa historia que podría ser atrapante (como lo había sido, por ejemplo, Narnia) pero que en sus manos nos deja fríos.
Esta versión de Alicia (que, según tengo entendido, está más basado en el libro de Carrol Through the looking glass que en el volumen original en el que se basó la película animada de Disney) se parece sospechosamente a Narnia y demás películas de esa familia. Chico humano llega a mundo fantástico (poblado por la mayor cantidad posible de criaturas estrafalarias) y descubre que es parte de una profecía que hace milenios predijo que él llegaría para derrotar a la malvada bruja que aterroriza la región.
El primer problema de esta película de Burton es que su argumento sigue tan linealmente este esquema (y la profecía que ella misma enuncia) que prácticamente no hay sorpresas. La película empieza (aunque tarda un poco en arrancar), se nos dice lo que va a pasar y después pasa eso. Hay un intento de generar intriga, pero se resuelve bien fácil. No se trata de que en Alicia no pase nada, sino de que sabemos de entrada exactamente qué es lo que va a pasar.
El otro problema que encuentro es el personaje de Alicia. A diferencia de los bichos y personas raros y más o menos digitalizados, Alicia no tiene prácticamente ninguna característica o encanto. Perdón, sí tiene una característica: es soñadora. Se lo dice al principio. Después se lo repite. Después alguien le dice “Te distraes fácilmente”. Después ella dice “Siempre pienso en cosas imposibles”. Está toda la película con la mirada perdida. Si no fuera por los rulos que se mueven, sería difícil afirmar en ciertas partes si está o no con vida. Uno de esos personajes lánguidos que tanto le gustan a Burton, el eterno adolescente torturado porque es diferente a los demás (aunque en la época victoriana, se disimula un poco). Para cuando Alicia parece despertar de su sopor eterno, pasaron tres cuartos de película y a esas alturas ya no me importa.
A esta película le falta un poco de humanidad, un margen, un poco de grasita. No es una película cómoda, uno no puede entrar en ella. Es imposible sumergirse en una estampita de colores. No hay tiempo o recursos que permitan al espectador verdaderamente interesarse por lo que está pasando. Arranca, estamos esperando que caiga por el agujero. Después cae y estamos ya con la profecía y no sé cuánto. Y con la cantinela de “Debes saber quién eres”. Para cuando aparece la profecía (que es muy al principio), ya está todo resuelto.
El problema no es que la película cuente la misma historia que muchas otras que la precedieron, el problema es que Burton parece demasiado preocupado por crear imágenes estrambóticas como para darle algo de vida a esa historia que podría ser atrapante (como lo había sido, por ejemplo, Narnia) pero que en sus manos nos deja fríos.
Etiquetas:
cine critica alicia maravillas burton
jueves, 4 de febrero de 2010
Las palabras y las imágenes (sobre Historias extraordinarias de Mariano Llinás)
En la película, la imagen es el proletariado y la palabra es la burguesía. La banda sonora es como la pequeña burguesía, siempre yendo de uno al otro.
Nanni Moretti
Un “sistema de elementos” –una definición de los segmentos sobre los cuales podrán aparecer las semejanzas y las diferencias [...]– es indispensable para el establecimiento del orden más sencillo. El orden es, a la vez, lo que se da en las cosas como su ley interior, la red secreta según la cual se miran en cierta forma unas a otras, y lo que no existe a no ser a través de la reja de una mirada, de una atención, de un lenguaje; y solo en las casillas blancas de este tablero se manifiesta en profundidad como ya estando ahí, esperando en silencio el momento de ser enunciado.
Michel Foucault, Las palabras y las cosas
Bueno, es así: esta película que está llena de palabras, que casi parece más un libro que una película (aunque es una gran película), presenta pocas imágenes en las que las palabras provengan de lo filmado. Todo se dice (y, fundamentalmente, se narra) en off. De ahí proviene, por supuesto, su carácter “literario”, que en ningún momento anula su carácter cinematográfico. Lo literario en Historias extraordinarias no podría existir más que en el cine mismo. Estas palabras (que podrían remitir a una narración oral, si no fuera por su elaboración) no hacen más que poner en tensión un elemento central del cine, que la mayor parte de las películas (incluidas las mudas) asumen de forma acrítica e irreflexiva: la relación entre la imagen y la palabra. Historias extraordinarias no es “menos cine” que cualquier otra película, al contrario, pero lo es de una forma más problemática.
Si tuviéramos que encontrar un antecedente literario (aunque no necesariamente una fuente) con el que trazar un paralelo que nos permita un acercamiento a HE, probablemente lo más fructífero sería pensar esta película en relación con la obra de Ítalo Calvino. Por ejemplo, en Si una noche de invierno un viajero... (la novela que es todas las novelas) Calvino va construyendo comienzos de distintos tipos de novela que, al ir acumulándose, constituyen la novela toda. Si bien la derivación (de contenido y de forma) no lleva necesariamente al final de las historias, esta forma narrativa denuncia una ambición totalizadora.
Los “mecanismo de ficción” siempre fueron un interés de Calvino, pero posiblemente la obra más paradigmática en este sentido sea El castillo de los destinos cruzados, en la que postula un sistema de construcción de historias infinitas a partir de una baraja de cartas de tarot. Los relatos que componen el libro se van conformando por la sucesión de diferentes cartas que, al acomodarse en cadenas diferentes, crean historias diferentes.
Llinás, en cierta forma, genera mecanismos similares para abordar, con una estructura arborescente, una “infinidad” de historias extraordinarias que se suman de forma sintagmática. ¿Cuál es el sentido de la acumulación de historias en HE? ¿Apuntan en conjunto en una misma dirección? Es difícil creerlo. El sentido de la acumulación de historias es, precisamente, su acumulación, su concatenación ilimitada y en apariencia arbitraria que postula un universo de ficción vasto como la llanura pampeana, que sin cruzar los límites de lo verosímil puede generar narraciones extraordinarias. La apuesta de Llinás es una apuesta por la ficción infinita que asume, a su vez, formas infinitas. Las formas responden al medio cinematográfico pero trabajan siempre en su relación con la palabra (distintos capítulos que se suceden como en un libro).
Uno de los aspectos más llamativos del uso de las palabras en Historias extraordinarias es la tensión que se genera entre la precisión y la imprecisión. La imagen cinematográfica es, por definición, precisa en la medida en que filma un objeto único presente frente a la cámara[1] y que el espectador puede reconocer e identificar. Al filmar una persona, la identificación del individuo es clara. Sin embargo, desde el primer momento se plantea un antagonismo con las palabras. El narrador, al presentar la primera historia, postula una máxima indeterminación que pareciera ser provisoria, pero se mantiene a lo largo de la película. Esa indeterminación, claro, es voluntaria. Llamar a un personaje “X” es tan arbitrario como llamarlo “Carlos”, pero al llamarlo “X” la voz invoca una supuesta indeterminación (que remite al mundo de la lógica matemática, en la que un elemento existe en función del lugar que ocupa, como un personaje existe en función del rol que desempeña, anulando así la noción de “personaje=persona”[2]). Esta indeterminación oral choca de frente con la determinación que proporciona la imagen cinematográfica. X es para nosotros X, no una variable que podría reemplazarse por otra. Sin embargo, las palabras del narrador han sumado a esa imagen la noción de indeterminación que, si bien va en contra de nuestra experiencia sensible, se agrega como pieza fundamental de la construcción del personaje.
Otro ejemplo evidente lo encontramos también muy al comienzo de la película. Al presentar otra de sus historias, Llinás pone en boca de su narrador las palabras: “Tenemos que imaginarnos un río”, articuladas sobre la imagen del río Salado. En seguida, el narrador dice: “Un río indeterminado, pero que es el río Salado”. La tensión entre lo determinado y lo indeterminado llega a las propias palabras del narrador y se manifiesta claramente al espectador.
Sin embargo, la mayor tensión que surge en HE tiene que ver con la cruce (y anulación) de la “narración por imágenes” con la “narración por palabras”, y también se presenta desde el inicio. Apenas comienza la película, el narrador anuncia lo que van a mostrar más adelante las imágenes; lo anticipa, lo señala y lo interpreta. Solo entonces vemos las imágenes. Ya sabemos lo que va a pasar y entonces lo vemos. Lo vemos desde la distancia. Al narrar “dos veces”, se pone de manifiesto la narración misma, pero también otra cosa: esas imágenes tal como las vemos no podrían interpretarse sin la intervención (en esta caso, anterior) de las palabras que las explican. Por supuesto, las imágenes podrían haberse construido de otra forma, Llinás elige subordinar todo a la palabra, pero al hacerlo nos proporciona esta experiencia: vemos pero a la vez no vemos, creemos ver. Vemos en realidad lo que las palabras ya nos dijeron que veríamos, lo que el narrador nos dice que estamos viendo. Lo vemos en la medida en que lo entienden las palabras que lo explican. Esas palabras que habían entrado en nuestra conciencia “explican” lo que la imagen muestra pero que no podríamos casi interpretar en su ausencia.
En un caso más extremo, llegamos al punto en el que las palabras anulan el estatuto de verdad de las imágenes. Al contar la historia que X, encerrado en su cuarto de hotel, reconstruye a partir lo que ha visto y ha leído, tenemos una nueva historia extraordinaria que, al llegar a su conclusión, queda anulada. El narrador nos dice (sin que el personaje lo sepa) que toda esta historia que se nos ha narrado en realidad es falsa, y se pasa a mostrarnos la “verdadera” historia.
Este recurso no solo pone en cuestión la noción de verdad dentro de la ficción (¿por qué una historia es más verdadera que otra?) sino que demuestra el peso que tiene la palabra a la hora de interpretar la imagen. Recordamos el “es mentira” porque las palabras conducen el sentido, determinan el significado de lo que vemos. La imagen no es en sí hasta tanto no se completa con su interpretación, que viene dada de fuera y en forma de palabra[3]. Nada en las imágenes de la historia falsa que se nos mostró nos puede inducir a pensar que lo que estamos viendo es falso o diferente de las demás cosas que vimos. Pero las palabras sí lo indican y esas palabras resignifican todo.
Una y otra vez ocurre lo mismo en Historias extraordinarias: las palabras conducen las imágenes. La imagen, como la “cosa” de Foucault, no tiene un sentido autónomo, se construye y cobra significado en la medida en que el espectador puede asociarla a una secuencia de sentido que, tradicionalmente, es lingüística[4].
Al invocar la indeterminación con las palabras, Historias extraordinarias acentúa su carácter de mecanismo. La historia que se cuenta es una historia que, aunque no necesariamente inverosímil, se pretende arbitraria. Arbitraria en el sentido de que si bien transcurre en nuestro mundo (“es el río Salado”), con personajes neutros y cotidianos hasta el anonimato, se construye como “extraordinaria” a partir de un cruce azaroso (al modo de Calvino) que no niega las reglas del mundo pero sí parece ampliarlas al inscribir dentro de lo posible lo extraordinario.
Por supuesto, se trata de un artificio, de una manipulación, como corresponde a una película de estas magnitudes, en la que las palabras se ponen de frente para recordar constantemente al espectador que lo que está viendo es una ficción. Pero al exacerbar el plano de las palabras hasta semejante punto, al poner el mecanismo en evidencia de semejante forma, HE revela una característica del cine mismo, que es la tensión siempre subyacente que surge de trabajar con dos elementos esencialmente diferentes: las palabras y las imágenes.
Nanni Moretti
Un “sistema de elementos” –una definición de los segmentos sobre los cuales podrán aparecer las semejanzas y las diferencias [...]– es indispensable para el establecimiento del orden más sencillo. El orden es, a la vez, lo que se da en las cosas como su ley interior, la red secreta según la cual se miran en cierta forma unas a otras, y lo que no existe a no ser a través de la reja de una mirada, de una atención, de un lenguaje; y solo en las casillas blancas de este tablero se manifiesta en profundidad como ya estando ahí, esperando en silencio el momento de ser enunciado.
Michel Foucault, Las palabras y las cosas
Bueno, es así: esta película que está llena de palabras, que casi parece más un libro que una película (aunque es una gran película), presenta pocas imágenes en las que las palabras provengan de lo filmado. Todo se dice (y, fundamentalmente, se narra) en off. De ahí proviene, por supuesto, su carácter “literario”, que en ningún momento anula su carácter cinematográfico. Lo literario en Historias extraordinarias no podría existir más que en el cine mismo. Estas palabras (que podrían remitir a una narración oral, si no fuera por su elaboración) no hacen más que poner en tensión un elemento central del cine, que la mayor parte de las películas (incluidas las mudas) asumen de forma acrítica e irreflexiva: la relación entre la imagen y la palabra. Historias extraordinarias no es “menos cine” que cualquier otra película, al contrario, pero lo es de una forma más problemática.
Si tuviéramos que encontrar un antecedente literario (aunque no necesariamente una fuente) con el que trazar un paralelo que nos permita un acercamiento a HE, probablemente lo más fructífero sería pensar esta película en relación con la obra de Ítalo Calvino. Por ejemplo, en Si una noche de invierno un viajero... (la novela que es todas las novelas) Calvino va construyendo comienzos de distintos tipos de novela que, al ir acumulándose, constituyen la novela toda. Si bien la derivación (de contenido y de forma) no lleva necesariamente al final de las historias, esta forma narrativa denuncia una ambición totalizadora.
Los “mecanismo de ficción” siempre fueron un interés de Calvino, pero posiblemente la obra más paradigmática en este sentido sea El castillo de los destinos cruzados, en la que postula un sistema de construcción de historias infinitas a partir de una baraja de cartas de tarot. Los relatos que componen el libro se van conformando por la sucesión de diferentes cartas que, al acomodarse en cadenas diferentes, crean historias diferentes.
Llinás, en cierta forma, genera mecanismos similares para abordar, con una estructura arborescente, una “infinidad” de historias extraordinarias que se suman de forma sintagmática. ¿Cuál es el sentido de la acumulación de historias en HE? ¿Apuntan en conjunto en una misma dirección? Es difícil creerlo. El sentido de la acumulación de historias es, precisamente, su acumulación, su concatenación ilimitada y en apariencia arbitraria que postula un universo de ficción vasto como la llanura pampeana, que sin cruzar los límites de lo verosímil puede generar narraciones extraordinarias. La apuesta de Llinás es una apuesta por la ficción infinita que asume, a su vez, formas infinitas. Las formas responden al medio cinematográfico pero trabajan siempre en su relación con la palabra (distintos capítulos que se suceden como en un libro).
Uno de los aspectos más llamativos del uso de las palabras en Historias extraordinarias es la tensión que se genera entre la precisión y la imprecisión. La imagen cinematográfica es, por definición, precisa en la medida en que filma un objeto único presente frente a la cámara[1] y que el espectador puede reconocer e identificar. Al filmar una persona, la identificación del individuo es clara. Sin embargo, desde el primer momento se plantea un antagonismo con las palabras. El narrador, al presentar la primera historia, postula una máxima indeterminación que pareciera ser provisoria, pero se mantiene a lo largo de la película. Esa indeterminación, claro, es voluntaria. Llamar a un personaje “X” es tan arbitrario como llamarlo “Carlos”, pero al llamarlo “X” la voz invoca una supuesta indeterminación (que remite al mundo de la lógica matemática, en la que un elemento existe en función del lugar que ocupa, como un personaje existe en función del rol que desempeña, anulando así la noción de “personaje=persona”[2]). Esta indeterminación oral choca de frente con la determinación que proporciona la imagen cinematográfica. X es para nosotros X, no una variable que podría reemplazarse por otra. Sin embargo, las palabras del narrador han sumado a esa imagen la noción de indeterminación que, si bien va en contra de nuestra experiencia sensible, se agrega como pieza fundamental de la construcción del personaje.
Otro ejemplo evidente lo encontramos también muy al comienzo de la película. Al presentar otra de sus historias, Llinás pone en boca de su narrador las palabras: “Tenemos que imaginarnos un río”, articuladas sobre la imagen del río Salado. En seguida, el narrador dice: “Un río indeterminado, pero que es el río Salado”. La tensión entre lo determinado y lo indeterminado llega a las propias palabras del narrador y se manifiesta claramente al espectador.
Sin embargo, la mayor tensión que surge en HE tiene que ver con la cruce (y anulación) de la “narración por imágenes” con la “narración por palabras”, y también se presenta desde el inicio. Apenas comienza la película, el narrador anuncia lo que van a mostrar más adelante las imágenes; lo anticipa, lo señala y lo interpreta. Solo entonces vemos las imágenes. Ya sabemos lo que va a pasar y entonces lo vemos. Lo vemos desde la distancia. Al narrar “dos veces”, se pone de manifiesto la narración misma, pero también otra cosa: esas imágenes tal como las vemos no podrían interpretarse sin la intervención (en esta caso, anterior) de las palabras que las explican. Por supuesto, las imágenes podrían haberse construido de otra forma, Llinás elige subordinar todo a la palabra, pero al hacerlo nos proporciona esta experiencia: vemos pero a la vez no vemos, creemos ver. Vemos en realidad lo que las palabras ya nos dijeron que veríamos, lo que el narrador nos dice que estamos viendo. Lo vemos en la medida en que lo entienden las palabras que lo explican. Esas palabras que habían entrado en nuestra conciencia “explican” lo que la imagen muestra pero que no podríamos casi interpretar en su ausencia.
En un caso más extremo, llegamos al punto en el que las palabras anulan el estatuto de verdad de las imágenes. Al contar la historia que X, encerrado en su cuarto de hotel, reconstruye a partir lo que ha visto y ha leído, tenemos una nueva historia extraordinaria que, al llegar a su conclusión, queda anulada. El narrador nos dice (sin que el personaje lo sepa) que toda esta historia que se nos ha narrado en realidad es falsa, y se pasa a mostrarnos la “verdadera” historia.
Este recurso no solo pone en cuestión la noción de verdad dentro de la ficción (¿por qué una historia es más verdadera que otra?) sino que demuestra el peso que tiene la palabra a la hora de interpretar la imagen. Recordamos el “es mentira” porque las palabras conducen el sentido, determinan el significado de lo que vemos. La imagen no es en sí hasta tanto no se completa con su interpretación, que viene dada de fuera y en forma de palabra[3]. Nada en las imágenes de la historia falsa que se nos mostró nos puede inducir a pensar que lo que estamos viendo es falso o diferente de las demás cosas que vimos. Pero las palabras sí lo indican y esas palabras resignifican todo.
Una y otra vez ocurre lo mismo en Historias extraordinarias: las palabras conducen las imágenes. La imagen, como la “cosa” de Foucault, no tiene un sentido autónomo, se construye y cobra significado en la medida en que el espectador puede asociarla a una secuencia de sentido que, tradicionalmente, es lingüística[4].
Al invocar la indeterminación con las palabras, Historias extraordinarias acentúa su carácter de mecanismo. La historia que se cuenta es una historia que, aunque no necesariamente inverosímil, se pretende arbitraria. Arbitraria en el sentido de que si bien transcurre en nuestro mundo (“es el río Salado”), con personajes neutros y cotidianos hasta el anonimato, se construye como “extraordinaria” a partir de un cruce azaroso (al modo de Calvino) que no niega las reglas del mundo pero sí parece ampliarlas al inscribir dentro de lo posible lo extraordinario.
Por supuesto, se trata de un artificio, de una manipulación, como corresponde a una película de estas magnitudes, en la que las palabras se ponen de frente para recordar constantemente al espectador que lo que está viendo es una ficción. Pero al exacerbar el plano de las palabras hasta semejante punto, al poner el mecanismo en evidencia de semejante forma, HE revela una característica del cine mismo, que es la tensión siempre subyacente que surge de trabajar con dos elementos esencialmente diferentes: las palabras y las imágenes.
[1] No tenemos en cuenta, claro, las imágenes generadas por computadora, que no encontramos en esta película.
[2] Lo cual nos remite, de paso, otra vez al mundo de Calvino
[3] En el caso de la película de Llinás, esta palabra que interpreta la imagen es la del propio narrador, como sucede en muchas otras películas. Pero aun en el caso en el que la película no articule ella misma esa palabra que interpreta, suponemos que siempre en el espectador se da esa palabra de forma “mental” en la medida en que puede (o posiblemente intenta pero no lo logra) asociar esa imagen dentro de la cadena de significado que es una película.
[4] Esto se percibe de forma más evidente en una película de narración clásica. Existe, por supuesto, un cine de la imagen autónoma, que no busca construir un sentido sino una sensación, y también existe la sensación dentro de un cine más clásico. Esta idea funciona fundamentalmente como generalización acerca del cine narrativo.
[2] Lo cual nos remite, de paso, otra vez al mundo de Calvino
[3] En el caso de la película de Llinás, esta palabra que interpreta la imagen es la del propio narrador, como sucede en muchas otras películas. Pero aun en el caso en el que la película no articule ella misma esa palabra que interpreta, suponemos que siempre en el espectador se da esa palabra de forma “mental” en la medida en que puede (o posiblemente intenta pero no lo logra) asociar esa imagen dentro de la cadena de significado que es una película.
[4] Esto se percibe de forma más evidente en una película de narración clásica. Existe, por supuesto, un cine de la imagen autónoma, que no busca construir un sentido sino una sensación, y también existe la sensación dentro de un cine más clásico. Esta idea funciona fundamentalmente como generalización acerca del cine narrativo.
sábado, 30 de enero de 2010
Sospechosus (sobre la última de Clint Eastwood)
Es evidente que aunque uno intente ser objetivo al juzgar una película y busque, cuando las luces se apagan en la sala de cine, dejar atrás toda idea previa y ver exclusivamente lo que nos muestra la pantalla, no se pueden evitar ciertos preconceptos y preferencias. Tampoco vamos a entrar en la remanida discusión de si es posible o no alcanzar la objetividad en la crítica de cine o siquiera si eso sería deseable, pero a lo que voy es: me encantan las películas de Clint Eastwood y cuando fui a ver Invictus iba muy bien predispuesto. Es así, ¿para qué negarlo? Y me gustó.
Pero no me interesa tanto hablar ahora sobre la película (que recomendé y sigo recomendando) sino sobre algunas de las reacciones que vi que generó entre la crítica. Evidentemente, cada uno tiene sus gustos y lo que a mí me gustó a otro puede no gustarle; no diría tanto como que la persona a la que no le gustó Invictus está equivocada.
Lo que me resulta llamativo (más allá del hecho de que haya gente a la que no le gustó Invictus) son los argumentos que se ponen para criticarla. Partimos de la base de que nadie dice abiertamente que sea mala. Pero después de frases como “la prolijidad para narrar de Eastwood” o cosas por el estilo, pasan a hablar de supuestos lugares comunes, simplificaciones o chatura formal.
Creo que ese desinterés por la forma que le endilgan a Eastwood no es tal, y la película habla por sí misma. Pero podemos no estar de acuerdo.
En cuanto a las simplificaciones o, como prefieren decir los críticos, la “falta de complejidad”, no la veo por ningún lado. La película trabaja muchos niveles y los presenta a partir de una gran cantidad de pequeños y hermosos papeles secundarios. Invictus es casi una película coral. Esta no es, después de todo, una clásica película política y no podemos pretender honduras sociológicas en poco más de dos horas (que, por otra parte, de haber estado hubieran sido el blanco predilecto de las críticas). Claramente, lo que a Eastwood le interesa es el núcleo moral de la cuestión, pero no por eso desatiende su costado político, ni tampoco su costado deportivo. Las escenas del último partido son excelentes y transmiten muy bien el momento.
Y ahora, con los supuestos lugares comunes. Es difícil identificarlos porque, claro, el crítico prefiere hablar de “los lugares comunes” sin señalar ninguno. Pero vamos, por ejemplo, con el final, la gran victoria, la reconciliación de una nación. Para un crítico, si en una película de deporte (o con deporte) el equipo perdedor, después de entrenarse mucho y no perder las esperanzas, acaba por ganar el campeonato, estamos ante un lugar común. Y es evidente que son infinitas las películas que presentan esta misma idea. ¿Eso la convierte en un lugar común? Sería una discusión para otro momento, pero creo que el lugar común tiene que ver más con cómo se presentan los hechos que con cuáles hechos se presentan.
La realidad es que de vez en cuando pasa que el equipo débil, por alguna razón u otra, termina ganando el campeonato. Por supuesto que no es lo normal, no es lo que podemos calcular en promedio y ese “promedio real” no se corresponde con su reflejo en el cine. En una película normalmente el equipo protagonista no pierde. Está bien, es verdad, en la vida no siempre el equipo que nos gusta termina ganando. ¿Tendría que haber un 98 por ciento de películas en las que el equipo pierde para que el cine sea más “realista”? ¿Nos sentiríamos más reivindicados si los equipos cinematográficos perdieran como pierde nuestro equipo? ¿Quedaríamos así por fin libres de las desilusiones de la vida?
A veces pasa que el equipo débil termina ganando el campeonato. Y es lo que pasó en el Mundial de Rugby de Sudáfrica 1995. No se le puede criticar a Eastwood haber sido poco realista porque tiene los hechos para respaldarlo. Entonces, lo que se hace es decirle que cae en “lugares comunes”. ¿Cómo podría no haber caído en “lugares comunes” al contar esta historia? Pasó lo que pasó. La crítica a los “lugares comunes” es en el fondo, creo, una crítica a haber elegido contar esa historia. ¿Cómo va a elegir una historia de esperanza y perdón? Todos sabemos que en el mundo eso no existe. Pero esta historia sí pasó. Es cierto, hay que recurrir a figuras como Nelson Mandela, que no son muy frecuentes. Pero son reales. Entonces se critica que Mandela es un tema “demasiado serio” o que su representación no es “realista”.
Son solo ideas, paranoias mías, pero más de una vez he tenido la sensación de que para muchas personas las cosas son más “realistas” en la medida en que son más nihilistas o por lo menos, escépticas. El mundo adulto, parecen creer, no admite la esperanza, las figuras positivas, el esfuerzo y la victoria. Todos sabemos que esas cosas no pasan en la vida real y el cine no debería avivar las llamas de la ilusión.
Cuando una película de tono tan seco como Invictus es acusada de caer en chatura formal o lugares comunes, lo encuentro un poco sospechoso.
Pero no me interesa tanto hablar ahora sobre la película (que recomendé y sigo recomendando) sino sobre algunas de las reacciones que vi que generó entre la crítica. Evidentemente, cada uno tiene sus gustos y lo que a mí me gustó a otro puede no gustarle; no diría tanto como que la persona a la que no le gustó Invictus está equivocada.
Lo que me resulta llamativo (más allá del hecho de que haya gente a la que no le gustó Invictus) son los argumentos que se ponen para criticarla. Partimos de la base de que nadie dice abiertamente que sea mala. Pero después de frases como “la prolijidad para narrar de Eastwood” o cosas por el estilo, pasan a hablar de supuestos lugares comunes, simplificaciones o chatura formal.
Creo que ese desinterés por la forma que le endilgan a Eastwood no es tal, y la película habla por sí misma. Pero podemos no estar de acuerdo.
En cuanto a las simplificaciones o, como prefieren decir los críticos, la “falta de complejidad”, no la veo por ningún lado. La película trabaja muchos niveles y los presenta a partir de una gran cantidad de pequeños y hermosos papeles secundarios. Invictus es casi una película coral. Esta no es, después de todo, una clásica película política y no podemos pretender honduras sociológicas en poco más de dos horas (que, por otra parte, de haber estado hubieran sido el blanco predilecto de las críticas). Claramente, lo que a Eastwood le interesa es el núcleo moral de la cuestión, pero no por eso desatiende su costado político, ni tampoco su costado deportivo. Las escenas del último partido son excelentes y transmiten muy bien el momento.
Y ahora, con los supuestos lugares comunes. Es difícil identificarlos porque, claro, el crítico prefiere hablar de “los lugares comunes” sin señalar ninguno. Pero vamos, por ejemplo, con el final, la gran victoria, la reconciliación de una nación. Para un crítico, si en una película de deporte (o con deporte) el equipo perdedor, después de entrenarse mucho y no perder las esperanzas, acaba por ganar el campeonato, estamos ante un lugar común. Y es evidente que son infinitas las películas que presentan esta misma idea. ¿Eso la convierte en un lugar común? Sería una discusión para otro momento, pero creo que el lugar común tiene que ver más con cómo se presentan los hechos que con cuáles hechos se presentan.
La realidad es que de vez en cuando pasa que el equipo débil, por alguna razón u otra, termina ganando el campeonato. Por supuesto que no es lo normal, no es lo que podemos calcular en promedio y ese “promedio real” no se corresponde con su reflejo en el cine. En una película normalmente el equipo protagonista no pierde. Está bien, es verdad, en la vida no siempre el equipo que nos gusta termina ganando. ¿Tendría que haber un 98 por ciento de películas en las que el equipo pierde para que el cine sea más “realista”? ¿Nos sentiríamos más reivindicados si los equipos cinematográficos perdieran como pierde nuestro equipo? ¿Quedaríamos así por fin libres de las desilusiones de la vida?
A veces pasa que el equipo débil termina ganando el campeonato. Y es lo que pasó en el Mundial de Rugby de Sudáfrica 1995. No se le puede criticar a Eastwood haber sido poco realista porque tiene los hechos para respaldarlo. Entonces, lo que se hace es decirle que cae en “lugares comunes”. ¿Cómo podría no haber caído en “lugares comunes” al contar esta historia? Pasó lo que pasó. La crítica a los “lugares comunes” es en el fondo, creo, una crítica a haber elegido contar esa historia. ¿Cómo va a elegir una historia de esperanza y perdón? Todos sabemos que en el mundo eso no existe. Pero esta historia sí pasó. Es cierto, hay que recurrir a figuras como Nelson Mandela, que no son muy frecuentes. Pero son reales. Entonces se critica que Mandela es un tema “demasiado serio” o que su representación no es “realista”.
Son solo ideas, paranoias mías, pero más de una vez he tenido la sensación de que para muchas personas las cosas son más “realistas” en la medida en que son más nihilistas o por lo menos, escépticas. El mundo adulto, parecen creer, no admite la esperanza, las figuras positivas, el esfuerzo y la victoria. Todos sabemos que esas cosas no pasan en la vida real y el cine no debería avivar las llamas de la ilusión.
Cuando una película de tono tan seco como Invictus es acusada de caer en chatura formal o lugares comunes, lo encuentro un poco sospechoso.
lunes, 25 de enero de 2010
Siempre un poco más
Algo hace que lo que filma Herzog resulte único. No vamos a hablar de sus películas de ficción, porque eso ya resulta un caso particularmente complicado y, sospecho, uno al que hay que acercarse de a una obra a la vez. Pero si vamos con la otra gran parte de su producción, los documentales, creo que hay algo que resulta evidente: Herzog cree como pocos en la potencia y, fundamentalmente, en el valor de la imagen cinematográfica.
No me refiero únicamente a la intensidad que tienen las imágenes en su cine. Esa intensidad existe y es muy clara en toda su obra, y probablemente tenga mucho que ver con la intensidad (casi maniática, dirían algunos) de la mente del director. Pero incluso cuando no está filmando explosiones gigantescas, selvas tropicales o seres desquiciados, hay un fenómeno que vuelvo siempre a encontrar. No importa cuál sea la imagen (aunque siempre es una imagen relevante, no hay verdadera trivialidad en el cine de Herzog): la vemos, muchas veces sin explicación en un primer momento, la seguimos viendo, comprendemos finalmente qué es lo que estamos viendo, entendemos qué es lo que quiere mostrarnos el director, y después la imagen sigue un poco más. Siempre sigue por lo menos un poquitito más. Sigue un poco y el espectador puede llegar a pensar, “bueno, ya entendimos, pasemos a otra cosa”, pero él la mantiene, siempre mantiene la cámara frente a su objeto. Y cuando pasamos ese pequeño momento, ese lomo de burro en la mente del espectador, entonces se da el fenómeno. Entonces, cuando ya no hay exotismo en lo que vemos, cuando ya no estamos luchando por descifrar qué es lo que nos quiere mostrar Herzog, entonces la imagen adquiere toda su potencia. Después de ese terreno accidentado, el objeto (a través de la imagen que sostiene su existencia aislada y prolongada) se revela.
Es algo realmente extraordinario y no muy fácil de encontrar. La mayoría de los directores (en especial en los documentales) filman su objeto el tiempo mínimo necesario para que el espectador entienda. Y después pasan rápido a otra cosa, como para intentar mantener la atención. Muchas veces ni siquiera llegan a eso: la cámara baila, se mueve, barre la imagen, se edita de forma acelerada para que el espectador no se aburra ni durante esas breves tomas. Y ahí es donde entra el arcaísmo de Herzog: la toma sirve en tanto permite ver lo que se quiere mostrar. Y la mejor forma de mostrar es simplemente mostrarlo. Ahí es donde entran las tomas de altura neutra, estáticas, los acercamientos muy leves, los planos fijos. No hay mucho oropel en el cine de este alemán desquiciado. Lo que le importa es mostrar lo que quiere mostrarnos. Y para eso sostiene la imagen, sigue filmando siempre un poco más.
En eso tiene que ver mucho también el sonido. Solo hay dos situaciones en la banda sonora de un documental de Herzog: o tenemos audio directo sin ningún tipo de intervención (con la excepción, claro, de la voz del propio Herzog que nos traduce lo que dicen los entrevistados) o encontramos todo ahogado por una música extradiegética (con preponderancia de la música sacra) que cubre esas tomas eternas con sonidos eternos (muchos coros) que en principio no tienen que ver necesariamente con lo filmado (como el documental sobre una tribu nómade africana, sobre el que se oye a una mujer cantar el Ave, María) pero con lo cual presenta una secreta correspondencia. ¿Cómo nos muestra Herzog esa correspondencia casi ilógica en muchos casos?: sosteniendo la imagen con su sonido siempre un poco más.
Es este amor casi místico por la imagen el que explica también que sus documentales estén plagados de pequeños grandes personajes secundarios, si se quiere. No importa qué sea lo que vino a filmar, si Herzog encuentra por el camino alguna historia y alguna persona que valga la pena mostrar, lo pone.
La fe en las imágenes responde a una fascinación que, a través de la imagen, se expande al mundo entero. Posiblemente eso forme parte de la intensidad de su cine: la fascinación sin límite. Fascinación que incluye lo místico y también lo terrible, todo parece caber en la cámara de Werner Herzog. Será por eso que sigue filmando tanto.
No me refiero únicamente a la intensidad que tienen las imágenes en su cine. Esa intensidad existe y es muy clara en toda su obra, y probablemente tenga mucho que ver con la intensidad (casi maniática, dirían algunos) de la mente del director. Pero incluso cuando no está filmando explosiones gigantescas, selvas tropicales o seres desquiciados, hay un fenómeno que vuelvo siempre a encontrar. No importa cuál sea la imagen (aunque siempre es una imagen relevante, no hay verdadera trivialidad en el cine de Herzog): la vemos, muchas veces sin explicación en un primer momento, la seguimos viendo, comprendemos finalmente qué es lo que estamos viendo, entendemos qué es lo que quiere mostrarnos el director, y después la imagen sigue un poco más. Siempre sigue por lo menos un poquitito más. Sigue un poco y el espectador puede llegar a pensar, “bueno, ya entendimos, pasemos a otra cosa”, pero él la mantiene, siempre mantiene la cámara frente a su objeto. Y cuando pasamos ese pequeño momento, ese lomo de burro en la mente del espectador, entonces se da el fenómeno. Entonces, cuando ya no hay exotismo en lo que vemos, cuando ya no estamos luchando por descifrar qué es lo que nos quiere mostrar Herzog, entonces la imagen adquiere toda su potencia. Después de ese terreno accidentado, el objeto (a través de la imagen que sostiene su existencia aislada y prolongada) se revela.
Es algo realmente extraordinario y no muy fácil de encontrar. La mayoría de los directores (en especial en los documentales) filman su objeto el tiempo mínimo necesario para que el espectador entienda. Y después pasan rápido a otra cosa, como para intentar mantener la atención. Muchas veces ni siquiera llegan a eso: la cámara baila, se mueve, barre la imagen, se edita de forma acelerada para que el espectador no se aburra ni durante esas breves tomas. Y ahí es donde entra el arcaísmo de Herzog: la toma sirve en tanto permite ver lo que se quiere mostrar. Y la mejor forma de mostrar es simplemente mostrarlo. Ahí es donde entran las tomas de altura neutra, estáticas, los acercamientos muy leves, los planos fijos. No hay mucho oropel en el cine de este alemán desquiciado. Lo que le importa es mostrar lo que quiere mostrarnos. Y para eso sostiene la imagen, sigue filmando siempre un poco más.
En eso tiene que ver mucho también el sonido. Solo hay dos situaciones en la banda sonora de un documental de Herzog: o tenemos audio directo sin ningún tipo de intervención (con la excepción, claro, de la voz del propio Herzog que nos traduce lo que dicen los entrevistados) o encontramos todo ahogado por una música extradiegética (con preponderancia de la música sacra) que cubre esas tomas eternas con sonidos eternos (muchos coros) que en principio no tienen que ver necesariamente con lo filmado (como el documental sobre una tribu nómade africana, sobre el que se oye a una mujer cantar el Ave, María) pero con lo cual presenta una secreta correspondencia. ¿Cómo nos muestra Herzog esa correspondencia casi ilógica en muchos casos?: sosteniendo la imagen con su sonido siempre un poco más.
Es este amor casi místico por la imagen el que explica también que sus documentales estén plagados de pequeños grandes personajes secundarios, si se quiere. No importa qué sea lo que vino a filmar, si Herzog encuentra por el camino alguna historia y alguna persona que valga la pena mostrar, lo pone.
La fe en las imágenes responde a una fascinación que, a través de la imagen, se expande al mundo entero. Posiblemente eso forme parte de la intensidad de su cine: la fascinación sin límite. Fascinación que incluye lo místico y también lo terrible, todo parece caber en la cámara de Werner Herzog. Será por eso que sigue filmando tanto.
Etiquetas:
cine werner herzog documental imagen critica
sábado, 16 de enero de 2010
Muerte de un moralista
La muerte de Eric Rohmer parece un poco más absurda porque su obra está marcada por una cierta atemporalidad. Espíritu del siglo XVIII atrapado en el cuerpo de un director de cine, filmó películas muy habladas pero nunca abstractas en las que el rigor minimalista esconde una gran complejidad. En ellas, la fotogenia pura (en particular, la femenina) convive con la filosofía, el humor sutil envuelve una mirada existencialista (y católica), y la modernidad se codea con el espíritu ilustrado.
André Bazin dijo que parte del placer que sentimos al mirar una película de Mizoguchi es que percibimos en él una tradición que lo sustenta y que él reelabora. Inmediatamente, agrega que en Occidente el único director con el que se puede decir que ocurre lo mismo es con Jean Renoir. Rohmer es un caso similar. Toda la tradición cultural europea (y en particular, la francesa) converge en el cine de Eric Rohmer: desde la comedia francesa hasta la composición sinfónica, desde la ciencia matemática hasta la pintura. Cómo todo eso logra convivir y cuajar en películas inolvidables es un misterio del cual, desgraciadamente, estamos ahora un poco más lejos.
André Bazin dijo que parte del placer que sentimos al mirar una película de Mizoguchi es que percibimos en él una tradición que lo sustenta y que él reelabora. Inmediatamente, agrega que en Occidente el único director con el que se puede decir que ocurre lo mismo es con Jean Renoir. Rohmer es un caso similar. Toda la tradición cultural europea (y en particular, la francesa) converge en el cine de Eric Rohmer: desde la comedia francesa hasta la composición sinfónica, desde la ciencia matemática hasta la pintura. Cómo todo eso logra convivir y cuajar en películas inolvidables es un misterio del cual, desgraciadamente, estamos ahora un poco más lejos.
sábado, 9 de enero de 2010
Los mirantes
Desde un rincón de Los amantes nos mira Isabella Rossellini.
Podríamos decir que Los amantes, más que en torno el amor, gira en torno a las miradas. Una imagen nos sostiene en esta idea, la de la mirada final que lanza Joaquin Phoenix a cámara. Es una mirada perdida. Al mirarlo mirándonos, quedamos pasmados ante la duda de si tomó la decisión correcta. Pero inmediatamente comprendemos que no hubo una verdadera decisión de Leonard (Phoenix), sino una renuncia. O, si se quiere, la decisión de aceptar lo que quedaba; una decisión limitada.
Antes de esa mirada terrible, habíamos encontrado el cruce de miradas entre Leonard y su madre (Rossellini). Ella sonríe ligeramente. Sabe que su hijo volvió. Pero lo sabe porque sabe que estuvo a punto de irse. Isabella (Ruth Kraditor) es la única en toda la pelicula (además de Leonard) que realmente ve lo que pasa, lo que está pasando, lo ve desarrollarse, lo ve antes de que se empiece a desarrollar. También es el personaje que menos habla en la pelicula. El personaje de Isabella se construye fundamentalmente con la mirada, con alguna sonrisa y con un abrazo.
Desde su rincón de personaje secundario, lo ve todo, tiene la perspectiva que los demás personajes no tienen. No solo la perspectiva que le permite tener toda la información (a diferencia, por ejemplo, del padre de Leonard, de Sarah, de los Cohen, de todos). Ella comparte ese conocimiento con el hijo (“comparte” en el sentido de que también lo tiene, no de que lo dialogue), pero, a diferencia de él, ella sí puede ver porque tiene distancia.
Leonard mira a cámara, pero desde el primer fotograma de la película es un ser perdido, un ser “muerto”, según dice él. Leonard, con toda la sutileza de interpretación de Phoenix, es un ser vacío. Un vacío que intenta llenarse con imágenes falsas.
Los amantes es una película sobre la mirada. La mirada de Leonard, que no ve si no es para mirar hacia arriba, a la ventana de la vecina, a quien no ve realmente. Leonard tiene, además, una relación especial con la mirada: la fotografía. Pero las fotografías de Leonard son de lugares vacíos, son “artísticas”. La mirada de Sarah (Vinessa Shaw) ve un futuro padre, un hijo-marido, un ser tierno que invita a su madre a bailar. La mirada del padre, que mira televisión, mira los negocios, mira a su hijo, pero no lo ve. La mirada de Paltrow (Michelle Rausch), que tampoco mira, que ve solo lo que quiere ver, lo que ella necesita: su novio que va a dejar a su esposa, Leonard como el amigo que necesita, no como persona completa, no como ser más allá de lo que le sirve a ella.
Y después está la mirada de Isabella. La mirada desde una esquina. La mirada desde el seno de la familia, una mirada distante, que casi no se articula (sus díalogos son apenas más que frases cotidianas hechas), que mira más de lo que se cree. Es también la mirada que espía (Isabella arrodillada para tratar de ver por la rendija de la puerta de su hijo). Hay algo ligeramente terrible en esa mirada, que es la mirada de ese mundo gris, familiar, de paredes llenas de fotos de antepasados. Isabella sigue mirando a través de su fotografía, incomodando. Podemos no estar de acuerdo con Isabella, no sonreír con ella al final cuando Leonard vuelve a la casa, al compromiso, al mundo conocido y sin sorpresas. Podemos no estar de acuerdo. Pero no podemos no reconocer esa mirada lacerante que lo ve todo y que es la única capaz de exteriorizar un verdadero amor en toda la película.
La escena de la escalera (elemento melodramático si los hay) es el centro de ese drama de miradas. Leonard se esconde y los Cohen pasan sin verlo. Pero Isabella lo ve, lo vio, lo siguió porque ella sabe. Y sabe (sin tener evidencias claras) que su hijo se quiere ir, que se escapa por la escalera, que deja la casa, la familia, que abandona todo para no volver, que se va con ella (lo sabe, no necesita articular su nombre). Y aun cuando esa huida parecería una traición, ella sabe abrazarlo, decirle que lo ama, decirle que no importa, que lo único que quieren es que sea feliz. Es el momento en el que esa mirada se articula, dice lo que los demás no pueden.
Desde un rincón de Los amantes nos mira Isabella Rossellini.
Podríamos decir que Los amantes, más que en torno el amor, gira en torno a las miradas. Una imagen nos sostiene en esta idea, la de la mirada final que lanza Joaquin Phoenix a cámara. Es una mirada perdida. Al mirarlo mirándonos, quedamos pasmados ante la duda de si tomó la decisión correcta. Pero inmediatamente comprendemos que no hubo una verdadera decisión de Leonard (Phoenix), sino una renuncia. O, si se quiere, la decisión de aceptar lo que quedaba; una decisión limitada.
Antes de esa mirada terrible, habíamos encontrado el cruce de miradas entre Leonard y su madre (Rossellini). Ella sonríe ligeramente. Sabe que su hijo volvió. Pero lo sabe porque sabe que estuvo a punto de irse. Isabella (Ruth Kraditor) es la única en toda la pelicula (además de Leonard) que realmente ve lo que pasa, lo que está pasando, lo ve desarrollarse, lo ve antes de que se empiece a desarrollar. También es el personaje que menos habla en la pelicula. El personaje de Isabella se construye fundamentalmente con la mirada, con alguna sonrisa y con un abrazo.
Desde su rincón de personaje secundario, lo ve todo, tiene la perspectiva que los demás personajes no tienen. No solo la perspectiva que le permite tener toda la información (a diferencia, por ejemplo, del padre de Leonard, de Sarah, de los Cohen, de todos). Ella comparte ese conocimiento con el hijo (“comparte” en el sentido de que también lo tiene, no de que lo dialogue), pero, a diferencia de él, ella sí puede ver porque tiene distancia.
Leonard mira a cámara, pero desde el primer fotograma de la película es un ser perdido, un ser “muerto”, según dice él. Leonard, con toda la sutileza de interpretación de Phoenix, es un ser vacío. Un vacío que intenta llenarse con imágenes falsas.
Los amantes es una película sobre la mirada. La mirada de Leonard, que no ve si no es para mirar hacia arriba, a la ventana de la vecina, a quien no ve realmente. Leonard tiene, además, una relación especial con la mirada: la fotografía. Pero las fotografías de Leonard son de lugares vacíos, son “artísticas”. La mirada de Sarah (Vinessa Shaw) ve un futuro padre, un hijo-marido, un ser tierno que invita a su madre a bailar. La mirada del padre, que mira televisión, mira los negocios, mira a su hijo, pero no lo ve. La mirada de Paltrow (Michelle Rausch), que tampoco mira, que ve solo lo que quiere ver, lo que ella necesita: su novio que va a dejar a su esposa, Leonard como el amigo que necesita, no como persona completa, no como ser más allá de lo que le sirve a ella.
Y después está la mirada de Isabella. La mirada desde una esquina. La mirada desde el seno de la familia, una mirada distante, que casi no se articula (sus díalogos son apenas más que frases cotidianas hechas), que mira más de lo que se cree. Es también la mirada que espía (Isabella arrodillada para tratar de ver por la rendija de la puerta de su hijo). Hay algo ligeramente terrible en esa mirada, que es la mirada de ese mundo gris, familiar, de paredes llenas de fotos de antepasados. Isabella sigue mirando a través de su fotografía, incomodando. Podemos no estar de acuerdo con Isabella, no sonreír con ella al final cuando Leonard vuelve a la casa, al compromiso, al mundo conocido y sin sorpresas. Podemos no estar de acuerdo. Pero no podemos no reconocer esa mirada lacerante que lo ve todo y que es la única capaz de exteriorizar un verdadero amor en toda la película.
La escena de la escalera (elemento melodramático si los hay) es el centro de ese drama de miradas. Leonard se esconde y los Cohen pasan sin verlo. Pero Isabella lo ve, lo vio, lo siguió porque ella sabe. Y sabe (sin tener evidencias claras) que su hijo se quiere ir, que se escapa por la escalera, que deja la casa, la familia, que abandona todo para no volver, que se va con ella (lo sabe, no necesita articular su nombre). Y aun cuando esa huida parecería una traición, ella sabe abrazarlo, decirle que lo ama, decirle que no importa, que lo único que quieren es que sea feliz. Es el momento en el que esa mirada se articula, dice lo que los demás no pueden.
Desde un rincón de Los amantes nos mira Isabella Rossellini.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)