Se le podrían objetar muchas cosas a 2012, tantas como desmedida es su ambición. Podríamos ponerle reparos formales o ideológicos: que el piso siempre se le está desmoronando a los personajes a medio micromilímetro de los talones, que justo ese hombre sabía cómo volar un avión, que no podía faltar el discurso inspiracional en el último cuarto de película que nos hace olvidar con fórmulas fáciles todo lo malo que había pasado antes. Una de las ausencias más notorias de la película es que se viene el fin del mundo y no hay ni una sola persona desesperada. Nadie llora de impotencia, nadie se rebela. La resignación campea en esta película.
Por supuesto, se trata de una película grande, desmedida, espectacular, el desquicio mayor de un director evidentemente desquiciado, Roland Emmerich (que dirigió Día de la Independencia, Godzilla, El día después de mañana, ¿notan algún patrón?). Quien pretenda ver una sutil exploración moral del ser humano, que vaya a ver otra cosa. Acá lo que tenemos es ciudades tragadas por la tierra, explosiones volcánicas, la cúpula de San Pedro en el Vaticano rodando sobre miles de fieles. Y también tenemos unas cuantas cosas más, que hacen que esta película resulte interesante.
Probablemente lo más sorprendente de 2012 sea el hecho de que, a diferencia de lo que uno podría suponer, presenta más de una mirada sobre los hechos que se cuentan. El “malo” (un gordo Oliver Platt, encarnación del cálculo frío a la hora de enfrentar la catástrofe, el que decide dejar que su madre muera porque tiene casi 90 años y no serviría de nada en el nuevo mundo) tiene argumentos válidos que se articulan plenamente y sobre los que el espectador deberá reflexionar. Por supuesto, también está el bueno, el científico sensible, el articulador del discurso inspiracional sobre “lo que es humano”, que también tiene su punto de vista.
¿Deberíamos enojarnos porque Emmerich no se sale de los estándares del cine catástrofe? ¿Deberíamos pedirle algo más que lo que nos ofrece (que, como dijimos, es más de lo que muchos suponen)? Es verdad, nos hubiera gustado que el barco con los yanquis se hiciera puré contra la montaña y que murieran todos (no porque son yanquis, sino porque son los protagonistas y en una película en la que muere el 99 por ciento de la población del planeta, no estaría mal que murieran también los protagonistas), pero Emmerich, lamentablemente, no está tan desquiciado. Por ahora, al menos.
En lo personal, la pasé bien el cine. “Bien” en un sentido muy amplio, “bien” porque la sufrí, porque me impresionó, me asustó un poco, también me divirtieron algunas cosas, por qué negarlo.
Lo que sí me molestó es el hecho de que Emmerich matara al nuevo marido (interpretado por Thomas McCarthy) de la exmujer del protagonista (John Cusack). Eso estuvo de más. El personaje de Cusack es un mal padre, un divorciado de nacimiento que merecía estar solo. Y el nuevo marido parecía un buen tipo, hasta un poco demasiado edulcorado. Pero ahí estaba el verdadero problema: si el nuevo marido es un buen tipo, el marido viejo (nuestro protagonista) queda sobrando. ¿Cómo se resuelve? El marido nuevo muere en un accidente sin culpables y listo: el puesto queda repentinamente vacante y todos podemos volver a ser felices. Que la familia se abrace. Porque, como todos sabemos, la familia de verdad era esta (con marido original) y era la que tenía que abrazarse al final. Todo eso de divorciarse y aprender lecciones de vida está muy bien, pero cuando llega el final del mundo, las que se abrazan son las familias de verdad.
Dicho sea de paso: ¿notaron que hay muchas películas con protagonistas divorciados (con lo cual el personaje del “nuevo marido” es muy recurrente) pero no hay ni una en la que el protagonista sea un nuevo marido?
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