viernes, 4 de junio de 2010

Vivir en el cine

Me encontraba hace poco teniendo una conversación sobre Vivir al límite (The hurt locker), una de las mejores películas que produjo Estados Unidos en los últimos años y, sorprendentemente, un Oscar muy merecido.
Alguien me preguntó qué me había parecido la película y frente a mi entusiasmo encontré en mis interlocutores un cierto desencanto. No les había gusta mucho, sí, estaba bien hecha, pero no pasaba casi nada, no mostraba nada, "la película no te dejaba nada". No supe cómo seguir la conversación para intentar convencer a esta gente de que Vivir al límite es una gran película. Pasamos a hablar de otra cosa.
Ahora, frente a la computadora, entiendo que ese "no te deja nada" encierra una forma de ver el cine muy diferente a la mía y que en definitiva resulta bastante lógico que, pensando como pensamos, a cada quien le haya gustado o no esta película. Porque lo que me preguntaba (aunque no pregunté en voz alta en ese momento) es, ¿qué es lo que se supone que te tiene que dejar una película? ¿Qué debería traerme yo bajo el brazo después de haber visto la película? ¿Será que no la pasaron bien? No estoy tan seguro. A lo mejor no, pero no es lo que me dijeron. No me dijeron: "Me aburrió", sino "no me dejó nada". ¿Qué es ese sedimento que tiene que quedar en el espectador, supuestamente, después de haber visto una película que sí deja algo?
No estoy diciendo nada nuevo, por supuesto, pero después de pensarlo un poco creo que esa oposición entre dos formas diferentes de ver el cine se podría resumir así: aquellos que creen que el cine tiene que enseñar algo ("mostrar", "dejar algo", "reflejar", "reflexionar", "hacer pensar", se puede cambiar la expresión) y los que creen que el cine es simplemente una experiencia. O sea, el cine como medio y el cine como fin. Yo no me quiero llevar nada una vez que salgo de la sala de cine (o apago el televisor o lo que sea), no quiero arrastrar conmigo nada, pero sí le exijo a la película que me haya hecho vivir algo mientras la transitaba.
Obviamente, cada bando ve las cosas de su forma y tendrá argumentos para demostrar por qué el cine sirve para una cosa o la otra. Yo estoy profundamente convencido de que el cine es una experiencia y no una forma (entre otras intercambiables) de acumular conocimiento. Pero hay algo más.
Lo que descubrí (y esto tampoco será una novedad) es que es esa diferencia la que se levantaba como barrera imposible de franquear entre mis interlocutores y yo al momento de intentar dialogar. Me decían "nunca vi una película argentina buena" y a mí me daban ganas de empezar a lanzarles títulos por la cabeza, pero supe inmediamente que no iba a servir de nada: esas películas no les iban a gustar. Ellos querían ver películas que dejaran algo. Puedo recomendarles también películas de esas. Pero ahí estoy interpretando un papel, hay algo, un elemento fundamental pero muy difícil de explicar en una conversación que no va a poder transmitirse. Ese mismo elemento que hace que pueda ponerme a hablar inmediatamente con otras personas sobre cine sin apenas conocerlas y que ahora, charlando sobre Vivir al límite, flotaba como fantasma imposible de nombrar.
Lo que me entristece en todo esto es que ese diálogo quedó castrado, no hay fecundidad posible. Tampoco serviría de nada que me pusiera a delirar sobre la función (o falta de ella) del cine y cómo deberían verse las películas. Simplemente, mencionaremos algunos títulos, diremos qué bien actúa tal o cual y listo. A hablar de otra cosa.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Negro, a colores

Otra gran película argentina: Carancho de Pablo Trapero. Hay muchísimas cosas que se podrían decir (y se dicen) sobre esta película: primero y principal, que es muy buena. Que si el nuevo cine argentino y el cine de género; que si Darín y Trapero como dúo generan a la vez una película "de autor" pero de alcance masivo; que si la forma de reflejar la Argentina; que el amor y el Infierno. Muchas cosas que se pueden decir (y se dicen) y está muy bien.
Hay un detalle que me llama la atención en las críticas y que sale siempre de entrada: es la idea de incluir Carancho dentro del "cine de género". Me llama la atención no porque no esté de acuerdo (por el contrario) sino porque es algo que no tuve en cuenta en el momento de ver la película. ¿Qué quiero decir? Carancho es claramente (y el propio Trapero lo dice) un film noir, el cine negro, pero como espectador no lo noté hasta después. Para mí, Carancho fue primero muchas otras cosas antes que un noir. Pero lo es.
¿Qué tiene de llamativo esto? Va a parecer un tanto obvio, pero volví a constatar que las películas "de género" también son películas. No son solo ejemplares de una especie, funcionan en sí, aun si se atienen a las reglas. Un cinéfilo sabe reconocer al vuelo el género de lo que está mirando y con eso maneja de entrada los parámetros que sabe que va a seguir (o que debería seguir) lo que está a punto de ver. Puede juzgar en torno a eso. Pero Carancho me ofreció la posibilidad de experimentar una película que me resultó interesantísima por muchas cuestiones y que solo después noté que respondía a reglas preexistentes.
¿Reglas preexistentes? Sí y no. El propio Trapero dice que filmó su película pensando en el noir y el noir (como todo género) se define por ciertos parámetros, por más conflictivos que sean. Pero el buen cine de género, creo yo, es aquel que sabe hacer que las reglas se disuelvan en la trama, que lo que ocurre funcione con una lógica propia, es aquel que sabe despertar en las convenciones la semilla real que estuvo en el origen, la historia primera que vuelta a contar sigue siendo verdadera.
Una buena película no es necesariamente aquella que rompe con los parámetros de lo que esperamos ver. Es sencillamente aquella película que es buena.

martes, 27 de abril de 2010

La boca de la nostalgia

Una de las mejores películas que vi en la 12va edición del Bafici fue La bocca del lupo, obviamente, una película italiana. Por supuesto, habría que verla fuera del contexto-festival, con las neuronas reposadas, los ojos frescos y la paciencia menos colmada después de ver ya el duodécimo plano secuencia del día. Por el contrario, a lo mejor el hecho de que me haya gustado tanto incluso en un momento tan ríspido (con los nervios tan cansados) como ese posiblemente sea testimonio a favor.
Es difícil describir de qué se trata esta película; por suerte, cuando la vi el director estaba presente y él pudo dar algo como una definición: La bocca del lupo es una película sobre Génova. Es una película que busca describir Génova como es hoy, que la persigue, que hurga un poco en sus márgenes, que interroga su pasado. También es algo-como-un-documental sobre una pareja de hombres (uno de ellos, travestido) y su historia de amor que ya lleva 20 años, si no me equivoco. Se conocieron en una cárcel, se esperaron, viven juntos frente al mar. Sus voces, sus presencias son imponentes. En una escena hacia el final los vemos a los dos sentados frente a cámara, contando cómo se conocieron. La cámara no se mueve, hay muy poco luz, no sé. Pero la escena es increíble. Sobre las imágenes de Génova escuchamos cómo ellos leen las cartas que se escribieron. Vemos también imágenes de principios de siglo, de cuando la ciudad era próspera. Vemos también su decadencia.
Podría hablar del hecho bastante sorprendente de que el proyecto y la financiación de esta película se debe fundamentalmente a una organización de jesuitas de Génova. ¿Una película "protagonizada" por una pareja homosexual y financiada por jesuitas? Sí, el director insistió en ello. Al parecer, esta organización (no me acuerdo el nombre) desde hace décadas se dedica a trabajar con los desposeídos de la ciudad y convocó a este (muy) joven director para que reflejara esa vida. No su trabajo (de hecho, ellos no aparecen y si no fuera porque el propio Pietro Marcello lo explicó, ni sabría que esa organización que aparece nombrada en los créditos es de los jesuitas), sino esa gente. Esa gente terminó siendo esta pareja entrañable y (sorprendentemente) fotogénica. Pero en realidad no habría mucho más para decir sobre esto.
Lo que me sorprendió (como suele pasar) fueron ciertas reacciones del público. A diferencia de lo que me pasó en otras proyecciones del Bafici, en las que suele haber "intelectuales", "gente inquieta" y demás, para ver esta película había muchas, digamos, señoras mayores. Además de la gente inquieta. Y creo que a todos les gustó la película (es difícil que no te guste). Eso está muy bien.
Lo que me sorprendió fueron ciertos comentarios. No sé si lo había mencionado antes, pero La bocca del lupo cuenta con muchas imágenes de archivo. Imágenes muy viejas, en su mayor parte filmaciones caseras, registros privados de una vida muy diferente a la nuestra. Las señoras expresaron su admiración por esas imágenes del ´900. Y es cierto que rinde: si uno pone una filmación muy pero muy vieja y le agrega musiquita más o menos amable, conmueve. Muy bien. Pero las imágenes eran de puerto, de actividad, obreros, esas cosas. También había alguna gente bañándose en la costa. Lo que inmediatamente me sorprendió fue esa especie de lamento por un mundo perdido, por lo que era Génova antes, por esa vida de cine mudo. Y ahí me empezó a molestar la cosa. Claramente, las señoras no sentían nostalgia de esos tiempos porque los hubieran vivido, no eran taaan mayores. Pero sí sentían nostalgia. Mi pregunta es: ¿nostalgia de qué? Los principios del siglo XX fueron una época brutal. Terrible. Esos obreros tan pintorescos que iban al puerto eran gente que trabajaba siete días a la semana, quince horas por día, acompañados de niños y viejos (mientras pudieran). Esos barcos gigantes, tan melancólicos, que zarpan para el nuevo mundo no son un barco de los sueños, son carcasas llenas de gente que se está muriendo de hambre, personas que en su mayor parte no querían dejar su tierra, su gente y su vida, pero que tenían que hacerlo porque si no, no podían vivir. Hacerse la América era dejar todo atrás, ver qué pasa, probablemente caer en un conventillo, sufrirla bastante.
Hoy nosotros podemos mirar filmaciones de 1896 y sentir que el mundo era más sencillo o más inocente entonces. No lo era ni por asomo. Claro que era fácil ser un aristócrata, un empresario bien encaminado, ¿cuándo no? Pero yo no diría que esa fue una "época de oro". Todo lo que se construyó en Italia (y en Génova ) hacia el 1900 es invariablemente lo más feo que uno puede encontrar hoy en la ciudad. Pero si paso su construcción en una proyección muda, es estético.
Será porque no soy una persona inclinada a la nostalgia que no entiendo estas cosas, pero creo que el nostalgioso, normalmente, tiene humo en los ojos. ¿Eso está mal? No iría tan lejos como para decir que algo está bien o está mal. Solo que a veces me sorprenden las reacciones de la gente.
Todo esto no quiere decir que me guste menos La bocca del lupo. Primero, ni siquiera estoy seguro de que sea en sí una película nostalgiosa. Pero aun si lo fuera, no me importa, es una gran película. Una de las mejores películas que vi el año pasado, Del tiempo y la ciudad de Terrence Davies, es nostalgia hecho celuloide, aunque con unas cuantas cosas más. ¿Será que solo me gusta la nostalgia en el cine? No, tampoco, solo que me gusta La bocca del lupo.

jueves, 8 de abril de 2010

A través del píxel

Vi una gran película: Un maldito policía, del siempre glorioso Werner Herzog. No voy a enumerar argumentos a favor de por qué esta es una gran película, el que quiera/pueda la verá y se dará cuenta por sí mismo. El que la vea y no esté de acuerdo, bueno, no sé, ¿qué tantos argumentos se puede dar a favor de lo evidente?
Tampoco voy a describir mi extrañeza al encontrarme viendo una nueva película de ficción de “el más importante director vivo” (Truffaut dixit), cuando parecía que el gran Werner se había pasado ya de forma definitiva al campo del documental. Es bueno ver que sigue siendo capaz de producir películas (desquiciadas) como esta.
Sí voy a hablar de cómo vi esta película. La buena noticia era que, después de largos años de ausencia, se volvía a estrenar una película de Herzog en los cines comerciales. Y sinceramente me hubiera encantado ver Un maldito policía en celuloide, con pantalla bien enorme, sonido cristalino y esas cosas, pero no estaba en la ciudad las semanas que la dieron y para cuando volví, la habían sacado de cartel. Se sabe, nadie pretendía que su película fuera un éxito de taquilla. Así que tuve que recurrir a medios que permanecerán anónimos para poder ver esta película que me moría por ver. Un archivo .avi que se bajó bastante rápido.
Finalmente, muy ansioso, me puse a verla un día en mi casa. Y la disfruté enormemente. Pero algo me molestó y pronto me di cuenta de qué: la copia de lo que estaba viendo era mala. No porque fuera una filmación de una proyección de la película hecha en Rusia ni nada parecido, simplemente porque la calidad del archivo que veía no era muy alta. Para peores, los subtítulos eran espantosos, mal hechos, mal sincronizados. Llegó un punto, descubrí, en el que ya no estaba viendo Un maldito policía, sino que estaba viendo lo mal que se veía Un maldito policía.
¿Debería empezar, entonces, un lamento por los buenos tiempos perdidos en los que las películas duraban más en cartel y uno podía disfrutar de las obras en su original celuloide? No. ¿Para qué? Los tiempos cambiaron. Me hubiera encantado ver la película de Herzog en un cine, pero puesto que no la pude ver, estoy más que agradecido de haber tenido la posibilidad de verla, no importa la forma en que fuere.
La pregunta que me hago es, ¿en qué momento llegó a mi cerebro la conciencia de la importancia de la calidad de la imagen? Antes no era así. Antes veía lo que veía (lo que fuera) sin pensar un segundo en cualidades. Calculo yo (y es un calculo casi seguro) que en tiempos del VHS debo haber visto muchas películas con una calidad horrible. ¿Cuándo fue que la conciencia de la materialidad de la imagen frente a mis ojos se instaló para ya no irse? No renunciaría a ella pero, acaso, ¿no era un espectador más feliz antes?
Por supuesto, son cosas que no podría afirmar así nomás. Ahora creo (a diferencia de antes) que es muy importante cómo se ve una película, que la calidad es parte de la experiencia del cine. También sé que si no fuera por las nuevas tecnologías no podría ver ni un tercio de las películas que puedo ver ahora. ¿Corresponde un lamento por la mala calidad de ciertos archivos .avi? No creo. Voy a ver si consigo un archivo de Un maldito policía de por lo menos 4 gigas.

sábado, 20 de marzo de 2010

Perdimos a Alicia

Algo está mal en Alicia en el país de las maravillas de Tim Burton. Es difícil decir exactamente qué. Por supuesto (como cualquiera podía esperar) el diseño está muy bien, bien los personajes, bien los ambientes (aunque creo que no tan bien como Avatar, y eso a estas alturas puede ser un problema). Se sabe que Burton es un esteticista. Era dibujante para Disney, allá por la época del lápiz y papel, y en cierta forma se siente esa necesidad que tiene de crear absolutamente todo en el mundo que es su película.
Esta versión de Alicia (que, según tengo entendido, está más basado en el libro de Carrol Through the looking glass que en el volumen original en el que se basó la película animada de Disney) se parece sospechosamente a Narnia y demás películas de esa familia. Chico humano llega a mundo fantástico (poblado por la mayor cantidad posible de criaturas estrafalarias) y descubre que es parte de una profecía que hace milenios predijo que él llegaría para derrotar a la malvada bruja que aterroriza la región.
El primer problema de esta película de Burton es que su argumento sigue tan linealmente este esquema (y la profecía que ella misma enuncia) que prácticamente no hay sorpresas. La película empieza (aunque tarda un poco en arrancar), se nos dice lo que va a pasar y después pasa eso. Hay un intento de generar intriga, pero se resuelve bien fácil. No se trata de que en Alicia no pase nada, sino de que sabemos de entrada exactamente qué es lo que va a pasar.
El otro problema que encuentro es el personaje de Alicia. A diferencia de los bichos y personas raros y más o menos digitalizados, Alicia no tiene prácticamente ninguna característica o encanto. Perdón, sí tiene una característica: es soñadora. Se lo dice al principio. Después se lo repite. Después alguien le dice “Te distraes fácilmente”. Después ella dice “Siempre pienso en cosas imposibles”. Está toda la película con la mirada perdida. Si no fuera por los rulos que se mueven, sería difícil afirmar en ciertas partes si está o no con vida. Uno de esos personajes lánguidos que tanto le gustan a Burton, el eterno adolescente torturado porque es diferente a los demás (aunque en la época victoriana, se disimula un poco). Para cuando Alicia parece despertar de su sopor eterno, pasaron tres cuartos de película y a esas alturas ya no me importa.
A esta película le falta un poco de humanidad, un margen, un poco de grasita. No es una película cómoda, uno no puede entrar en ella. Es imposible sumergirse en una estampita de colores. No hay tiempo o recursos que permitan al espectador verdaderamente interesarse por lo que está pasando. Arranca, estamos esperando que caiga por el agujero. Después cae y estamos ya con la profecía y no sé cuánto. Y con la cantinela de “Debes saber quién eres”. Para cuando aparece la profecía (que es muy al principio), ya está todo resuelto.
El problema no es que la película cuente la misma historia que muchas otras que la precedieron, el problema es que Burton parece demasiado preocupado por crear imágenes estrambóticas como para darle algo de vida a esa historia que podría ser atrapante (como lo había sido, por ejemplo, Narnia) pero que en sus manos nos deja fríos.

jueves, 4 de febrero de 2010

Las palabras y las imágenes (sobre Historias extraordinarias de Mariano Llinás)

En la película, la imagen es el proletariado y la palabra es la burguesía. La banda sonora es como la pequeña burguesía, siempre yendo de uno al otro.
Nanni Moretti

Un “sistema de elementos” –una definición de los segmentos sobre los cuales podrán aparecer las semejanzas y las diferencias [...]– es indispensable para el establecimiento del orden más sencillo. El orden es, a la vez, lo que se da en las cosas como su ley interior, la red secreta según la cual se miran en cierta forma unas a otras, y lo que no existe a no ser a través de la reja de una mirada, de una atención, de un lenguaje; y solo en las casillas blancas de este tablero se manifiesta en profundidad como ya estando ahí, esperando en silencio el momento de ser enunciado.
Michel Foucault, Las palabras y las cosas


Bueno, es así: esta película que está llena de palabras, que casi parece más un libro que una película (aunque es una gran película), presenta pocas imágenes en las que las palabras provengan de lo filmado. Todo se dice (y, fundamentalmente, se narra) en off. De ahí proviene, por supuesto, su carácter “literario”, que en ningún momento anula su carácter cinematográfico. Lo literario en Historias extraordinarias no podría existir más que en el cine mismo. Estas palabras (que podrían remitir a una narración oral, si no fuera por su elaboración) no hacen más que poner en tensión un elemento central del cine, que la mayor parte de las películas (incluidas las mudas) asumen de forma acrítica e irreflexiva: la relación entre la imagen y la palabra. Historias extraordinarias no es “menos cine” que cualquier otra película, al contrario, pero lo es de una forma más problemática.

Si tuviéramos que encontrar un antecedente literario (aunque no necesariamente una fuente) con el que trazar un paralelo que nos permita un acercamiento a HE, probablemente lo más fructífero sería pensar esta película en relación con la obra de Ítalo Calvino. Por ejemplo, en Si una noche de invierno un viajero... (la novela que es todas las novelas) Calvino va construyendo comienzos de distintos tipos de novela que, al ir acumulándose, constituyen la novela toda. Si bien la derivación (de contenido y de forma) no lleva necesariamente al final de las historias, esta forma narrativa denuncia una ambición totalizadora.
Los “mecanismo de ficción” siempre fueron un interés de Calvino, pero posiblemente la obra más paradigmática en este sentido sea El castillo de los destinos cruzados, en la que postula un sistema de construcción de historias infinitas a partir de una baraja de cartas de tarot. Los relatos que componen el libro se van conformando por la sucesión de diferentes cartas que, al acomodarse en cadenas diferentes, crean historias diferentes.
Llinás, en cierta forma, genera mecanismos similares para abordar, con una estructura arborescente, una “infinidad” de historias extraordinarias que se suman de forma sintagmática. ¿Cuál es el sentido de la acumulación de historias en HE? ¿Apuntan en conjunto en una misma dirección? Es difícil creerlo. El sentido de la acumulación de historias es, precisamente, su acumulación, su concatenación ilimitada y en apariencia arbitraria que postula un universo de ficción vasto como la llanura pampeana, que sin cruzar los límites de lo verosímil puede generar narraciones extraordinarias. La apuesta de Llinás es una apuesta por la ficción infinita que asume, a su vez, formas infinitas. Las formas responden al medio cinematográfico pero trabajan siempre en su relación con la palabra (distintos capítulos que se suceden como en un libro).

Uno de los aspectos más llamativos del uso de las palabras en Historias extraordinarias es la tensión que se genera entre la precisión y la imprecisión. La imagen cinematográfica es, por definición, precisa en la medida en que filma un objeto único presente frente a la cámara[1] y que el espectador puede reconocer e identificar. Al filmar una persona, la identificación del individuo es clara. Sin embargo, desde el primer momento se plantea un antagonismo con las palabras. El narrador, al presentar la primera historia, postula una máxima indeterminación que pareciera ser provisoria, pero se mantiene a lo largo de la película. Esa indeterminación, claro, es voluntaria. Llamar a un personaje “X” es tan arbitrario como llamarlo “Carlos”, pero al llamarlo “X” la voz invoca una supuesta indeterminación (que remite al mundo de la lógica matemática, en la que un elemento existe en función del lugar que ocupa, como un personaje existe en función del rol que desempeña, anulando así la noción de “personaje=persona”[2]). Esta indeterminación oral choca de frente con la determinación que proporciona la imagen cinematográfica. X es para nosotros X, no una variable que podría reemplazarse por otra. Sin embargo, las palabras del narrador han sumado a esa imagen la noción de indeterminación que, si bien va en contra de nuestra experiencia sensible, se agrega como pieza fundamental de la construcción del personaje.
Otro ejemplo evidente lo encontramos también muy al comienzo de la película. Al presentar otra de sus historias, Llinás pone en boca de su narrador las palabras: “Tenemos que imaginarnos un río”, articuladas sobre la imagen del río Salado. En seguida, el narrador dice: “Un río indeterminado, pero que es el río Salado”. La tensión entre lo determinado y lo indeterminado llega a las propias palabras del narrador y se manifiesta claramente al espectador.

Sin embargo, la mayor tensión que surge en HE tiene que ver con la cruce (y anulación) de la “narración por imágenes” con la “narración por palabras”, y también se presenta desde el inicio. Apenas comienza la película, el narrador anuncia lo que van a mostrar más adelante las imágenes; lo anticipa, lo señala y lo interpreta. Solo entonces vemos las imágenes. Ya sabemos lo que va a pasar y entonces lo vemos. Lo vemos desde la distancia. Al narrar “dos veces”, se pone de manifiesto la narración misma, pero también otra cosa: esas imágenes tal como las vemos no podrían interpretarse sin la intervención (en esta caso, anterior) de las palabras que las explican. Por supuesto, las imágenes podrían haberse construido de otra forma, Llinás elige subordinar todo a la palabra, pero al hacerlo nos proporciona esta experiencia: vemos pero a la vez no vemos, creemos ver. Vemos en realidad lo que las palabras ya nos dijeron que veríamos, lo que el narrador nos dice que estamos viendo. Lo vemos en la medida en que lo entienden las palabras que lo explican. Esas palabras que habían entrado en nuestra conciencia “explican” lo que la imagen muestra pero que no podríamos casi interpretar en su ausencia.
En un caso más extremo, llegamos al punto en el que las palabras anulan el estatuto de verdad de las imágenes. Al contar la historia que X, encerrado en su cuarto de hotel, reconstruye a partir lo que ha visto y ha leído, tenemos una nueva historia extraordinaria que, al llegar a su conclusión, queda anulada. El narrador nos dice (sin que el personaje lo sepa) que toda esta historia que se nos ha narrado en realidad es falsa, y se pasa a mostrarnos la “verdadera” historia.
Este recurso no solo pone en cuestión la noción de verdad dentro de la ficción (¿por qué una historia es más verdadera que otra?) sino que demuestra el peso que tiene la palabra a la hora de interpretar la imagen. Recordamos el “es mentira” porque las palabras conducen el sentido, determinan el significado de lo que vemos. La imagen no es en sí hasta tanto no se completa con su interpretación, que viene dada de fuera y en forma de palabra[3]. Nada en las imágenes de la historia falsa que se nos mostró nos puede inducir a pensar que lo que estamos viendo es falso o diferente de las demás cosas que vimos. Pero las palabras sí lo indican y esas palabras resignifican todo.

Una y otra vez ocurre lo mismo en Historias extraordinarias: las palabras conducen las imágenes. La imagen, como la “cosa” de Foucault, no tiene un sentido autónomo, se construye y cobra significado en la medida en que el espectador puede asociarla a una secuencia de sentido que, tradicionalmente, es lingüística[4].
Al invocar la indeterminación con las palabras, Historias extraordinarias acentúa su carácter de mecanismo. La historia que se cuenta es una historia que, aunque no necesariamente inverosímil, se pretende arbitraria. Arbitraria en el sentido de que si bien transcurre en nuestro mundo (“es el río Salado”), con personajes neutros y cotidianos hasta el anonimato, se construye como “extraordinaria” a partir de un cruce azaroso (al modo de Calvino) que no niega las reglas del mundo pero sí parece ampliarlas al inscribir dentro de lo posible lo extraordinario.
Por supuesto, se trata de un artificio, de una manipulación, como corresponde a una película de estas magnitudes, en la que las palabras se ponen de frente para recordar constantemente al espectador que lo que está viendo es una ficción. Pero al exacerbar el plano de las palabras hasta semejante punto, al poner el mecanismo en evidencia de semejante forma, HE revela una característica del cine mismo, que es la tensión siempre subyacente que surge de trabajar con dos elementos esencialmente diferentes: las palabras y las imágenes.

[1] No tenemos en cuenta, claro, las imágenes generadas por computadora, que no encontramos en esta película.
[2] Lo cual nos remite, de paso, otra vez al mundo de Calvino
[3] En el caso de la película de Llinás, esta palabra que interpreta la imagen es la del propio narrador, como sucede en muchas otras películas. Pero aun en el caso en el que la película no articule ella misma esa palabra que interpreta, suponemos que siempre en el espectador se da esa palabra de forma “mental” en la medida en que puede (o posiblemente intenta pero no lo logra) asociar esa imagen dentro de la cadena de significado que es una película.
[4] Esto se percibe de forma más evidente en una película de narración clásica. Existe, por supuesto, un cine de la imagen autónoma, que no busca construir un sentido sino una sensación, y también existe la sensación dentro de un cine más clásico. Esta idea funciona fundamentalmente como generalización acerca del cine narrativo.

sábado, 30 de enero de 2010

Sospechosus (sobre la última de Clint Eastwood)

Es evidente que aunque uno intente ser objetivo al juzgar una película y busque, cuando las luces se apagan en la sala de cine, dejar atrás toda idea previa y ver exclusivamente lo que nos muestra la pantalla, no se pueden evitar ciertos preconceptos y preferencias. Tampoco vamos a entrar en la remanida discusión de si es posible o no alcanzar la objetividad en la crítica de cine o siquiera si eso sería deseable, pero a lo que voy es: me encantan las películas de Clint Eastwood y cuando fui a ver Invictus iba muy bien predispuesto. Es así, ¿para qué negarlo? Y me gustó.
Pero no me interesa tanto hablar ahora sobre la película (que recomendé y sigo recomendando) sino sobre algunas de las reacciones que vi que generó entre la crítica. Evidentemente, cada uno tiene sus gustos y lo que a mí me gustó a otro puede no gustarle; no diría tanto como que la persona a la que no le gustó Invictus está equivocada.
Lo que me resulta llamativo (más allá del hecho de que haya gente a la que no le gustó Invictus) son los argumentos que se ponen para criticarla. Partimos de la base de que nadie dice abiertamente que sea mala. Pero después de frases como “la prolijidad para narrar de Eastwood” o cosas por el estilo, pasan a hablar de supuestos lugares comunes, simplificaciones o chatura formal.
Creo que ese desinterés por la forma que le endilgan a Eastwood no es tal, y la película habla por sí misma. Pero podemos no estar de acuerdo.
En cuanto a las simplificaciones o, como prefieren decir los críticos, la “falta de complejidad”, no la veo por ningún lado. La película trabaja muchos niveles y los presenta a partir de una gran cantidad de pequeños y hermosos papeles secundarios. Invictus es casi una película coral. Esta no es, después de todo, una clásica película política y no podemos pretender honduras sociológicas en poco más de dos horas (que, por otra parte, de haber estado hubieran sido el blanco predilecto de las críticas). Claramente, lo que a Eastwood le interesa es el núcleo moral de la cuestión, pero no por eso desatiende su costado político, ni tampoco su costado deportivo. Las escenas del último partido son excelentes y transmiten muy bien el momento.
Y ahora, con los supuestos lugares comunes. Es difícil identificarlos porque, claro, el crítico prefiere hablar de “los lugares comunes” sin señalar ninguno. Pero vamos, por ejemplo, con el final, la gran victoria, la reconciliación de una nación. Para un crítico, si en una película de deporte (o con deporte) el equipo perdedor, después de entrenarse mucho y no perder las esperanzas, acaba por ganar el campeonato, estamos ante un lugar común. Y es evidente que son infinitas las películas que presentan esta misma idea. ¿Eso la convierte en un lugar común? Sería una discusión para otro momento, pero creo que el lugar común tiene que ver más con cómo se presentan los hechos que con cuáles hechos se presentan.
La realidad es que de vez en cuando pasa que el equipo débil, por alguna razón u otra, termina ganando el campeonato. Por supuesto que no es lo normal, no es lo que podemos calcular en promedio y ese “promedio real” no se corresponde con su reflejo en el cine. En una película normalmente el equipo protagonista no pierde. Está bien, es verdad, en la vida no siempre el equipo que nos gusta termina ganando. ¿Tendría que haber un 98 por ciento de películas en las que el equipo pierde para que el cine sea más “realista”? ¿Nos sentiríamos más reivindicados si los equipos cinematográficos perdieran como pierde nuestro equipo? ¿Quedaríamos así por fin libres de las desilusiones de la vida?
A veces pasa que el equipo débil termina ganando el campeonato. Y es lo que pasó en el Mundial de Rugby de Sudáfrica 1995. No se le puede criticar a Eastwood haber sido poco realista porque tiene los hechos para respaldarlo. Entonces, lo que se hace es decirle que cae en “lugares comunes”. ¿Cómo podría no haber caído en “lugares comunes” al contar esta historia? Pasó lo que pasó. La crítica a los “lugares comunes” es en el fondo, creo, una crítica a haber elegido contar esa historia. ¿Cómo va a elegir una historia de esperanza y perdón? Todos sabemos que en el mundo eso no existe. Pero esta historia sí pasó. Es cierto, hay que recurrir a figuras como Nelson Mandela, que no son muy frecuentes. Pero son reales. Entonces se critica que Mandela es un tema “demasiado serio” o que su representación no es “realista”.
Son solo ideas, paranoias mías, pero más de una vez he tenido la sensación de que para muchas personas las cosas son más “realistas” en la medida en que son más nihilistas o por lo menos, escépticas. El mundo adulto, parecen creer, no admite la esperanza, las figuras positivas, el esfuerzo y la victoria. Todos sabemos que esas cosas no pasan en la vida real y el cine no debería avivar las llamas de la ilusión.
Cuando una película de tono tan seco como Invictus es acusada de caer en chatura formal o lugares comunes, lo encuentro un poco sospechoso.