Al ir a ver una película como Brigada A uno esperaba encontrar una especie de gaseosa con sabor a nostalgia. Digamos: muchas explosiones, algún plan más o menos ingenioso, chistes de trazo grueso, todo eso que la televisión reaganiana supo distribuir sin ton ni son y que para tantos deletrea “infancia”. Por supuesto, todo aggiornado con más velocidad, cancherismo siglo XXI y tecnología. En parte, eso es lo que intenta hacer esta nueva versión de la vieja serie, seguir la receta de lo que alguna vez tuvo éxito. Pero hay varios problemas; creo que los más graves son tres.
El primero lo podríamos llamar una especie de histeria cinematográfica. ¿Qué quiero decir con esto? Por supuesto, todo Brigada A está plagado de un montaje aceleradísimo, bastante efecto especial y mucho paneo, todo lo que da velocidad. No es algo que me guste particularmente, pero no está usado particularmente mal. Pero sí hay otra cosa que me llama la atención: en varios de los momentos centrales de la historia, el director de esta cosa parece entrar en una especie de ataque de epilepsia y decide contar por lo menos dos y hasta tres hechos a la vez. Un ejemplo: cuando se da la gran explosión de la supuesta conspiración que condena al “equipo Alfa” y en la que muere el teniente (o capitán o qué sé yo). Hubo toda una gran secuencia de acción, parece que la misión se resuelve para bienes y de pronto estalla una bomba en el vehículo en el que viajaba el teniente amigo. Vuelan cachos por los aires y de pronto, con montaje paralelo, la película empieza a contar también el funeral de ese teniente (un hecho posterior) y, casi superpuesto con esto, el juicio militar que se le hace al equipo por esta supuesta traición (un hecho posterior a este otro). Tres momentos fundamentales argumentalmente se nos muestran amontonados, fragmentados y sin orden. El espectador, atacado por todos los flancos, busca atajarse como puede frente a todo lo que está pasando y apenas si alcanza a chapotear en las aguas que propone esta película. Son tres hechos consecutivos, encadenados causalmente y fundamentales para la historia (el punto de partida del argumento), pero se sacuden de tal forma en la pantalla que en lugar de explicar o desarrollar (ni pensemos en hacer disfrutar) al espectador lo que está pasando, lo golpean.
El segundo es una especie de tendencia sobreexplicativa que, sospecho, proviene de una profunda subestimación del espectador y, más abajo, de una pasmosa estupidez narrativa. Si, como dijimos, en los momentos clave todo se acelera a niveles casi incomprensibles y pierde por un rato al espectador, por algún motivo esta película decide que las secuencias de acción deben ser explicadas minuciosamente (verbalmente), paso a paso al espectador. ¿Qué quiere decir esto? Que, de nuevo con montaje paralelo, cada vez que se acerca una secuencia de acción más o menos importante, la película se embarca a mostrarnos no solo esta secuencia mencionada, sino también, al mismo tiempo, el momento (anterior) en el que un miembro del equipo explica a los otros cómo va a ser el plan a seguir. Digamos, vemos que arranca un camión blindado e inmediatamente vemos al equipo en algún galpón diciendo “el camión va a tomar por este camino y lo vamos a interceptar en este punto”, entonces vemos ese punto y cómo llega el equipo a sus posiciones, después volvemos al galpón y el mismo hombre explica “bueno, ahora nos vamos a subir al camión” y vemos entonces cómo se suben al camión. Y así. No puede pasar nada en estas secuencias sin que esté rigurosamente explicado. No se trata del mecanismo de los ilustres precedentes de las películas de Melville o El aura, películas en las que se explica de forma ridículamente detallada cuál es el plan y después vemos qué pasa en la realidad. No. Acá lo que vemos es la escena “real” atravesada por la explicación teórica hasta el punto en que en medio de la situación “real” uno de los personajes se pone a hablar en respuesta al hombre que estaba explicando el plan antes. Es decir, llega un momento en el que no sabemos si lo que estamos viendo es el plan llevado a cabo (interrumpido todo el tiempo) o una representación visual de cómo debería desarrollarse todo en la realidad. Los indicios (como este personaje que habla a otro que está en otro tiempo y espacio) nos hacen suponer que en realidad lo que vemos es solo el plan puesto en imágenes, pero cuando llegamos al final resulta que la secuencia de terminó y eso que habíamos visto era el momento que supuestamente debería habernos emocionado. Pero nos enteramos tarde.
Esto está directamente relacionado con lo que llamaría el tercer error de esta película: una autoconciencia espesa que no da respiro. ¿Y esto por qué? Porque a diferencia de lo que suponíamos que sería esta película (un ligera y entretenida película de acción sin demasiados complejos) resulta que en realidad es una película que todo el tiempo dice lo canchera que es y por tanto se preocupa más por mostrar su propio cancherismo que por entretener al espectador. Es lo que pasa (y en parte explicaría) en esas secuencias de “acción explicada”, una especie de violencia sing along. Pero lo vemos también en otra de esas secuencias de acción que debería ser divertida y lo es un poco más. Me refiero a la secuencia del tanque que cae por los aires. Resumiendo: el equipo está escapando en un avión militar que robó, el avión es derribado y para escapar todos se suben a un tanque que había dentro del avión y se tiran al vacío. Una situación, claro, con mucho suspenso y bastante disparatada. Es el momento en el que Brigada A más se acerca a lo que podría haber sido. Pero hay algo que me molesta: mientras esta gente está cayendo por el aire y tratando de evitar morir, ellos y otros no paran de decir “están tratando de pilotear un tanque”, “están tratando de pilotear un tanque”. O sea, no alcanza con ver una situación ridícula (que podría ser ridículamente divertida) en la pantalla, hace falta que por lo menos uno (en este caso, varios) personajes digan (varias veces) “esta situación es ridícula”. Por si esa gente que está ahí sentada en sus butacas (o donde sea) no había entendido que se suponía que en este momento tienen que divertirse porque están viendo algo ridículamente divertido.
En principio no consideraría la autoconciencia como un rasgo necesariamente negativo ni mucho menos, pero en una película de estas características resulta francamente incómoda. Uno no puede entregarse a la diversión si constantemente le están diciendo “esto es divertido”. A Brigada A le convenía que quien mira no piense demasiado y ella no hace más que pensar verbalmente todo el tiempo.
Todo se reduce, creo, a una idea muy llana que esta película tiene de la persona que la está mirando. El espectador tiene que ser sacudido, llevado paso a paso, hay que explicarle con todas las letras en qué momento se supone que se tiene que divertir. Casi parece que la película no confiara en su propio contenido como material suficiente para sostener la atención. ¡La historia no alcanza, la acción no alcanza! En un arranque de baja autoestima, esta película se tira por la ventana y sacude todos los papelitos de colores que encuentra en el camino para, ya que no puede divertir al espectador, por lo menos confundirlo hasta que crea que la pasó bien en la sala (o donde fuera).
Este es un blog tres veces inútil. Primero porque está dedicado al cine, objeto inútil aunque imprescindible. Segundo, porque está dedicado a la crítica de cine, actividad inútil aunque ligeramente establecida. Pero además, los textos publicados acá no sirven ni siquiera como críticas de cine, son simplemente textos en torno al cine que quería publicar en alguna parte. El tipo de textos que a mí me gusta leer y que a lo mejor a alguien más también.
martes, 29 de junio de 2010
lunes, 28 de junio de 2010
Raya cine
Gracias a un ciclo organizado por la Sala Lugones, pude conocer al director filipino Raya Martin, uno de esos nombres que uno escucha (un nombre que se escucha), pero al que todavía no había visto. Ahora, gracias a esta ciclo, no solo pude ver algo del director, sino que pude ver bastante, maravillas de este tipo de ciclos en los que se puede ver la filmografía completa de un director muy joven.
A primera vista, dependiendo de con qué películas uno se encuentre primero, se puede ver en Martin mucho de lo que ya se había visto en otro lado. Un ejemplo: Autohystoria se abre con un plano secuencia que dura prácticamente media hora, en el que vemos a un hombre caminar de noche por una ciudad (presumiblemente, Manila) y nada más. Cruza esquinas, pasan autos, motos, la cámara lo sigue desde la vereda de enfrente, casi no hay cambios de encuadre. No sé cuántos planos secuencia existen (ni cuánto duran) de este tipo, pero la idea en sí no es demasiado diferente de otras que uno ha visto ya en el cine ultramoderno. Después la cosa cambia un poco, la película introduce referencias históricas y todo eso cobra sentidos. No diría que Autohystoria es una película mala. Tampoco podría decir que es buena. Como me pasa con buena parte de este cine (cine que vemos, por ejemplo, mucho en el Bafici), más que bueno o malo me resulta “interesante”.
¿Qué quiere decir esto? Que a lo mejor cuando termino de verlo me doy cuenta de qué era lo que se suponía que querían decir esos planos interminables y todo cobra sentido. O que a lo mejor mientras lo estoy viendo puedo interpretar qué es lo que se supone que quiere decir el director o qué es lo que este director elige mostrar “que en otros cines no se muestra”. Pero de ninguna forma eso quiere decir que disfrute de esta película mientras la estoy viendo. Los primeros trece minutos de Una película corta acerca del indio nacional en los que vemos cómo una mujer se mueve en su cama sin poder dormir y suelta alguna lágrima, como en tantas películas de este tipo, los pasé buena parte pensando en cualquier otra cosa. Probablemente sea una limitación mía. No le niego su valor, pero de alguna forma para mí no funciona. Muchas veces descubro que estas películas son mucho más atractivas como sinopsis o como interpretación posterior que como hecho estético en sí.
Pero hay otro costado de Martin que me resulta mucho más interesante: ese en el que este director (que está en la cresta de la ola) se vuelve arcaico. Cuando la vanguardia toca el primitivismo. Está en la segunda parte (la más interesante) de Una película corta... y en Independencia. En esas películas, Martin decide trabajar de forma directa la historia de su país desde una estética que quiere parecerse a la de las películas de principios del siglo XX, a un cine mudo o muy primitivo. Se trata, claro, de una propuesta arbitraria, pero el producto es fascinante visualmente. Por lo menos para mí. Esa cámara fija con plano de proscenio tiene algo encantador. Pero sobre todo me compran los planos fijos de la naturaleza filipina (aunque esto es un gusto puramente personal). Hay algo muy interesante en la reelaboración desde el cine más moderno del cine más primitivo (con todo lo que tiene para nosotros de distancia, pero que tenía a su vez de libertad).
Mi problema con esta otra parte del cine de Martin no es de gustos, sino de principios. Lo dicho: esta parte de sus películas me gusta, pero no estoy seguro de que tenga sentido que el cine siga estos caminos. Porque es evidente que lo que tiene de encantadora esta estética (vaya a saber uno si esa era la intención del director) depende exclusivamente de un conocimiento previo del espectador. Para entender Independencia es casi fundamental que quien está viendo conozca (por lo menos en teoría) ese cine prehistórico que se está refritando. En otras palabras, cine para cinéfilos, cine de festival (o para ciclo), cine para ser interpretado, no vivido.
Encontré hace poco estas palabras del gran crítico Héctor Soto:
“El día que [en el cine] pase a mandar más el erudito que el público entusiasta y de buen sentido, más burócratas culturales que el mercado, el cine dejará de ser plebeyo... apestará a alta cultura, a naftalina y a metalenguaje. Un hedor irrespirable.”
¿Qué hacer con todo esto?
Por supuesto que hoy el cine pasa únicamente de forma tangencial por las salas de cine y el “público entusiasta” no lo mide todo por la sencilla razón de que no puede ver ni una parte muy chiquita del todo. Pero con Raya Martin no se trata únicamente de un cine que no logra entrar en el circuito comercial por una competencia desleal con los grandes tanques de Hollywood. Raya Martin (como mucho “cine Bafici”) no podría entrar ni en el circuito comercial del país más utópico con la distribución más comunista imaginable, porque su idea no es hacer cine, sino hacer cine sobre cine (véase Próxima atracción), un campo de interés no por muy específico poco interesante, pero sí muy limitado. Eso no quiere decir que no me guste, pero sospecho que cuando este cine ultramoderno se quede sin cosas que decir sobre sí mismo, entrará en coma.
A primera vista, dependiendo de con qué películas uno se encuentre primero, se puede ver en Martin mucho de lo que ya se había visto en otro lado. Un ejemplo: Autohystoria se abre con un plano secuencia que dura prácticamente media hora, en el que vemos a un hombre caminar de noche por una ciudad (presumiblemente, Manila) y nada más. Cruza esquinas, pasan autos, motos, la cámara lo sigue desde la vereda de enfrente, casi no hay cambios de encuadre. No sé cuántos planos secuencia existen (ni cuánto duran) de este tipo, pero la idea en sí no es demasiado diferente de otras que uno ha visto ya en el cine ultramoderno. Después la cosa cambia un poco, la película introduce referencias históricas y todo eso cobra sentidos. No diría que Autohystoria es una película mala. Tampoco podría decir que es buena. Como me pasa con buena parte de este cine (cine que vemos, por ejemplo, mucho en el Bafici), más que bueno o malo me resulta “interesante”.
¿Qué quiere decir esto? Que a lo mejor cuando termino de verlo me doy cuenta de qué era lo que se suponía que querían decir esos planos interminables y todo cobra sentido. O que a lo mejor mientras lo estoy viendo puedo interpretar qué es lo que se supone que quiere decir el director o qué es lo que este director elige mostrar “que en otros cines no se muestra”. Pero de ninguna forma eso quiere decir que disfrute de esta película mientras la estoy viendo. Los primeros trece minutos de Una película corta acerca del indio nacional en los que vemos cómo una mujer se mueve en su cama sin poder dormir y suelta alguna lágrima, como en tantas películas de este tipo, los pasé buena parte pensando en cualquier otra cosa. Probablemente sea una limitación mía. No le niego su valor, pero de alguna forma para mí no funciona. Muchas veces descubro que estas películas son mucho más atractivas como sinopsis o como interpretación posterior que como hecho estético en sí.
Pero hay otro costado de Martin que me resulta mucho más interesante: ese en el que este director (que está en la cresta de la ola) se vuelve arcaico. Cuando la vanguardia toca el primitivismo. Está en la segunda parte (la más interesante) de Una película corta... y en Independencia. En esas películas, Martin decide trabajar de forma directa la historia de su país desde una estética que quiere parecerse a la de las películas de principios del siglo XX, a un cine mudo o muy primitivo. Se trata, claro, de una propuesta arbitraria, pero el producto es fascinante visualmente. Por lo menos para mí. Esa cámara fija con plano de proscenio tiene algo encantador. Pero sobre todo me compran los planos fijos de la naturaleza filipina (aunque esto es un gusto puramente personal). Hay algo muy interesante en la reelaboración desde el cine más moderno del cine más primitivo (con todo lo que tiene para nosotros de distancia, pero que tenía a su vez de libertad).
Mi problema con esta otra parte del cine de Martin no es de gustos, sino de principios. Lo dicho: esta parte de sus películas me gusta, pero no estoy seguro de que tenga sentido que el cine siga estos caminos. Porque es evidente que lo que tiene de encantadora esta estética (vaya a saber uno si esa era la intención del director) depende exclusivamente de un conocimiento previo del espectador. Para entender Independencia es casi fundamental que quien está viendo conozca (por lo menos en teoría) ese cine prehistórico que se está refritando. En otras palabras, cine para cinéfilos, cine de festival (o para ciclo), cine para ser interpretado, no vivido.
Encontré hace poco estas palabras del gran crítico Héctor Soto:
“El día que [en el cine] pase a mandar más el erudito que el público entusiasta y de buen sentido, más burócratas culturales que el mercado, el cine dejará de ser plebeyo... apestará a alta cultura, a naftalina y a metalenguaje. Un hedor irrespirable.”
¿Qué hacer con todo esto?
Por supuesto que hoy el cine pasa únicamente de forma tangencial por las salas de cine y el “público entusiasta” no lo mide todo por la sencilla razón de que no puede ver ni una parte muy chiquita del todo. Pero con Raya Martin no se trata únicamente de un cine que no logra entrar en el circuito comercial por una competencia desleal con los grandes tanques de Hollywood. Raya Martin (como mucho “cine Bafici”) no podría entrar ni en el circuito comercial del país más utópico con la distribución más comunista imaginable, porque su idea no es hacer cine, sino hacer cine sobre cine (véase Próxima atracción), un campo de interés no por muy específico poco interesante, pero sí muy limitado. Eso no quiere decir que no me guste, pero sospecho que cuando este cine ultramoderno se quede sin cosas que decir sobre sí mismo, entrará en coma.
viernes, 4 de junio de 2010
Vivir en el cine
Me encontraba hace poco teniendo una conversación sobre Vivir al límite (The hurt locker), una de las mejores películas que produjo Estados Unidos en los últimos años y, sorprendentemente, un Oscar muy merecido.
Alguien me preguntó qué me había parecido la película y frente a mi entusiasmo encontré en mis interlocutores un cierto desencanto. No les había gusta mucho, sí, estaba bien hecha, pero no pasaba casi nada, no mostraba nada, "la película no te dejaba nada". No supe cómo seguir la conversación para intentar convencer a esta gente de que Vivir al límite es una gran película. Pasamos a hablar de otra cosa.
Ahora, frente a la computadora, entiendo que ese "no te deja nada" encierra una forma de ver el cine muy diferente a la mía y que en definitiva resulta bastante lógico que, pensando como pensamos, a cada quien le haya gustado o no esta película. Porque lo que me preguntaba (aunque no pregunté en voz alta en ese momento) es, ¿qué es lo que se supone que te tiene que dejar una película? ¿Qué debería traerme yo bajo el brazo después de haber visto la película? ¿Será que no la pasaron bien? No estoy tan seguro. A lo mejor no, pero no es lo que me dijeron. No me dijeron: "Me aburrió", sino "no me dejó nada". ¿Qué es ese sedimento que tiene que quedar en el espectador, supuestamente, después de haber visto una película que sí deja algo?
No estoy diciendo nada nuevo, por supuesto, pero después de pensarlo un poco creo que esa oposición entre dos formas diferentes de ver el cine se podría resumir así: aquellos que creen que el cine tiene que enseñar algo ("mostrar", "dejar algo", "reflejar", "reflexionar", "hacer pensar", se puede cambiar la expresión) y los que creen que el cine es simplemente una experiencia. O sea, el cine como medio y el cine como fin. Yo no me quiero llevar nada una vez que salgo de la sala de cine (o apago el televisor o lo que sea), no quiero arrastrar conmigo nada, pero sí le exijo a la película que me haya hecho vivir algo mientras la transitaba.
Obviamente, cada bando ve las cosas de su forma y tendrá argumentos para demostrar por qué el cine sirve para una cosa o la otra. Yo estoy profundamente convencido de que el cine es una experiencia y no una forma (entre otras intercambiables) de acumular conocimiento. Pero hay algo más.
Lo que descubrí (y esto tampoco será una novedad) es que es esa diferencia la que se levantaba como barrera imposible de franquear entre mis interlocutores y yo al momento de intentar dialogar. Me decían "nunca vi una película argentina buena" y a mí me daban ganas de empezar a lanzarles títulos por la cabeza, pero supe inmediamente que no iba a servir de nada: esas películas no les iban a gustar. Ellos querían ver películas que dejaran algo. Puedo recomendarles también películas de esas. Pero ahí estoy interpretando un papel, hay algo, un elemento fundamental pero muy difícil de explicar en una conversación que no va a poder transmitirse. Ese mismo elemento que hace que pueda ponerme a hablar inmediatamente con otras personas sobre cine sin apenas conocerlas y que ahora, charlando sobre Vivir al límite, flotaba como fantasma imposible de nombrar.
Lo que me entristece en todo esto es que ese diálogo quedó castrado, no hay fecundidad posible. Tampoco serviría de nada que me pusiera a delirar sobre la función (o falta de ella) del cine y cómo deberían verse las películas. Simplemente, mencionaremos algunos títulos, diremos qué bien actúa tal o cual y listo. A hablar de otra cosa.
Alguien me preguntó qué me había parecido la película y frente a mi entusiasmo encontré en mis interlocutores un cierto desencanto. No les había gusta mucho, sí, estaba bien hecha, pero no pasaba casi nada, no mostraba nada, "la película no te dejaba nada". No supe cómo seguir la conversación para intentar convencer a esta gente de que Vivir al límite es una gran película. Pasamos a hablar de otra cosa.
Ahora, frente a la computadora, entiendo que ese "no te deja nada" encierra una forma de ver el cine muy diferente a la mía y que en definitiva resulta bastante lógico que, pensando como pensamos, a cada quien le haya gustado o no esta película. Porque lo que me preguntaba (aunque no pregunté en voz alta en ese momento) es, ¿qué es lo que se supone que te tiene que dejar una película? ¿Qué debería traerme yo bajo el brazo después de haber visto la película? ¿Será que no la pasaron bien? No estoy tan seguro. A lo mejor no, pero no es lo que me dijeron. No me dijeron: "Me aburrió", sino "no me dejó nada". ¿Qué es ese sedimento que tiene que quedar en el espectador, supuestamente, después de haber visto una película que sí deja algo?
No estoy diciendo nada nuevo, por supuesto, pero después de pensarlo un poco creo que esa oposición entre dos formas diferentes de ver el cine se podría resumir así: aquellos que creen que el cine tiene que enseñar algo ("mostrar", "dejar algo", "reflejar", "reflexionar", "hacer pensar", se puede cambiar la expresión) y los que creen que el cine es simplemente una experiencia. O sea, el cine como medio y el cine como fin. Yo no me quiero llevar nada una vez que salgo de la sala de cine (o apago el televisor o lo que sea), no quiero arrastrar conmigo nada, pero sí le exijo a la película que me haya hecho vivir algo mientras la transitaba.
Obviamente, cada bando ve las cosas de su forma y tendrá argumentos para demostrar por qué el cine sirve para una cosa o la otra. Yo estoy profundamente convencido de que el cine es una experiencia y no una forma (entre otras intercambiables) de acumular conocimiento. Pero hay algo más.
Lo que descubrí (y esto tampoco será una novedad) es que es esa diferencia la que se levantaba como barrera imposible de franquear entre mis interlocutores y yo al momento de intentar dialogar. Me decían "nunca vi una película argentina buena" y a mí me daban ganas de empezar a lanzarles títulos por la cabeza, pero supe inmediamente que no iba a servir de nada: esas películas no les iban a gustar. Ellos querían ver películas que dejaran algo. Puedo recomendarles también películas de esas. Pero ahí estoy interpretando un papel, hay algo, un elemento fundamental pero muy difícil de explicar en una conversación que no va a poder transmitirse. Ese mismo elemento que hace que pueda ponerme a hablar inmediatamente con otras personas sobre cine sin apenas conocerlas y que ahora, charlando sobre Vivir al límite, flotaba como fantasma imposible de nombrar.
Lo que me entristece en todo esto es que ese diálogo quedó castrado, no hay fecundidad posible. Tampoco serviría de nada que me pusiera a delirar sobre la función (o falta de ella) del cine y cómo deberían verse las películas. Simplemente, mencionaremos algunos títulos, diremos qué bien actúa tal o cual y listo. A hablar de otra cosa.
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