Es evidente que aunque uno intente ser objetivo al juzgar una película y busque, cuando las luces se apagan en la sala de cine, dejar atrás toda idea previa y ver exclusivamente lo que nos muestra la pantalla, no se pueden evitar ciertos preconceptos y preferencias. Tampoco vamos a entrar en la remanida discusión de si es posible o no alcanzar la objetividad en la crítica de cine o siquiera si eso sería deseable, pero a lo que voy es: me encantan las películas de Clint Eastwood y cuando fui a ver Invictus iba muy bien predispuesto. Es así, ¿para qué negarlo? Y me gustó.
Pero no me interesa tanto hablar ahora sobre la película (que recomendé y sigo recomendando) sino sobre algunas de las reacciones que vi que generó entre la crítica. Evidentemente, cada uno tiene sus gustos y lo que a mí me gustó a otro puede no gustarle; no diría tanto como que la persona a la que no le gustó Invictus está equivocada.
Lo que me resulta llamativo (más allá del hecho de que haya gente a la que no le gustó Invictus) son los argumentos que se ponen para criticarla. Partimos de la base de que nadie dice abiertamente que sea mala. Pero después de frases como “la prolijidad para narrar de Eastwood” o cosas por el estilo, pasan a hablar de supuestos lugares comunes, simplificaciones o chatura formal.
Creo que ese desinterés por la forma que le endilgan a Eastwood no es tal, y la película habla por sí misma. Pero podemos no estar de acuerdo.
En cuanto a las simplificaciones o, como prefieren decir los críticos, la “falta de complejidad”, no la veo por ningún lado. La película trabaja muchos niveles y los presenta a partir de una gran cantidad de pequeños y hermosos papeles secundarios. Invictus es casi una película coral. Esta no es, después de todo, una clásica película política y no podemos pretender honduras sociológicas en poco más de dos horas (que, por otra parte, de haber estado hubieran sido el blanco predilecto de las críticas). Claramente, lo que a Eastwood le interesa es el núcleo moral de la cuestión, pero no por eso desatiende su costado político, ni tampoco su costado deportivo. Las escenas del último partido son excelentes y transmiten muy bien el momento.
Y ahora, con los supuestos lugares comunes. Es difícil identificarlos porque, claro, el crítico prefiere hablar de “los lugares comunes” sin señalar ninguno. Pero vamos, por ejemplo, con el final, la gran victoria, la reconciliación de una nación. Para un crítico, si en una película de deporte (o con deporte) el equipo perdedor, después de entrenarse mucho y no perder las esperanzas, acaba por ganar el campeonato, estamos ante un lugar común. Y es evidente que son infinitas las películas que presentan esta misma idea. ¿Eso la convierte en un lugar común? Sería una discusión para otro momento, pero creo que el lugar común tiene que ver más con cómo se presentan los hechos que con cuáles hechos se presentan.
La realidad es que de vez en cuando pasa que el equipo débil, por alguna razón u otra, termina ganando el campeonato. Por supuesto que no es lo normal, no es lo que podemos calcular en promedio y ese “promedio real” no se corresponde con su reflejo en el cine. En una película normalmente el equipo protagonista no pierde. Está bien, es verdad, en la vida no siempre el equipo que nos gusta termina ganando. ¿Tendría que haber un 98 por ciento de películas en las que el equipo pierde para que el cine sea más “realista”? ¿Nos sentiríamos más reivindicados si los equipos cinematográficos perdieran como pierde nuestro equipo? ¿Quedaríamos así por fin libres de las desilusiones de la vida?
A veces pasa que el equipo débil termina ganando el campeonato. Y es lo que pasó en el Mundial de Rugby de Sudáfrica 1995. No se le puede criticar a Eastwood haber sido poco realista porque tiene los hechos para respaldarlo. Entonces, lo que se hace es decirle que cae en “lugares comunes”. ¿Cómo podría no haber caído en “lugares comunes” al contar esta historia? Pasó lo que pasó. La crítica a los “lugares comunes” es en el fondo, creo, una crítica a haber elegido contar esa historia. ¿Cómo va a elegir una historia de esperanza y perdón? Todos sabemos que en el mundo eso no existe. Pero esta historia sí pasó. Es cierto, hay que recurrir a figuras como Nelson Mandela, que no son muy frecuentes. Pero son reales. Entonces se critica que Mandela es un tema “demasiado serio” o que su representación no es “realista”.
Son solo ideas, paranoias mías, pero más de una vez he tenido la sensación de que para muchas personas las cosas son más “realistas” en la medida en que son más nihilistas o por lo menos, escépticas. El mundo adulto, parecen creer, no admite la esperanza, las figuras positivas, el esfuerzo y la victoria. Todos sabemos que esas cosas no pasan en la vida real y el cine no debería avivar las llamas de la ilusión.
Cuando una película de tono tan seco como Invictus es acusada de caer en chatura formal o lugares comunes, lo encuentro un poco sospechoso.
Este es un blog tres veces inútil. Primero porque está dedicado al cine, objeto inútil aunque imprescindible. Segundo, porque está dedicado a la crítica de cine, actividad inútil aunque ligeramente establecida. Pero además, los textos publicados acá no sirven ni siquiera como críticas de cine, son simplemente textos en torno al cine que quería publicar en alguna parte. El tipo de textos que a mí me gusta leer y que a lo mejor a alguien más también.
sábado, 30 de enero de 2010
lunes, 25 de enero de 2010
Siempre un poco más
Algo hace que lo que filma Herzog resulte único. No vamos a hablar de sus películas de ficción, porque eso ya resulta un caso particularmente complicado y, sospecho, uno al que hay que acercarse de a una obra a la vez. Pero si vamos con la otra gran parte de su producción, los documentales, creo que hay algo que resulta evidente: Herzog cree como pocos en la potencia y, fundamentalmente, en el valor de la imagen cinematográfica.
No me refiero únicamente a la intensidad que tienen las imágenes en su cine. Esa intensidad existe y es muy clara en toda su obra, y probablemente tenga mucho que ver con la intensidad (casi maniática, dirían algunos) de la mente del director. Pero incluso cuando no está filmando explosiones gigantescas, selvas tropicales o seres desquiciados, hay un fenómeno que vuelvo siempre a encontrar. No importa cuál sea la imagen (aunque siempre es una imagen relevante, no hay verdadera trivialidad en el cine de Herzog): la vemos, muchas veces sin explicación en un primer momento, la seguimos viendo, comprendemos finalmente qué es lo que estamos viendo, entendemos qué es lo que quiere mostrarnos el director, y después la imagen sigue un poco más. Siempre sigue por lo menos un poquitito más. Sigue un poco y el espectador puede llegar a pensar, “bueno, ya entendimos, pasemos a otra cosa”, pero él la mantiene, siempre mantiene la cámara frente a su objeto. Y cuando pasamos ese pequeño momento, ese lomo de burro en la mente del espectador, entonces se da el fenómeno. Entonces, cuando ya no hay exotismo en lo que vemos, cuando ya no estamos luchando por descifrar qué es lo que nos quiere mostrar Herzog, entonces la imagen adquiere toda su potencia. Después de ese terreno accidentado, el objeto (a través de la imagen que sostiene su existencia aislada y prolongada) se revela.
Es algo realmente extraordinario y no muy fácil de encontrar. La mayoría de los directores (en especial en los documentales) filman su objeto el tiempo mínimo necesario para que el espectador entienda. Y después pasan rápido a otra cosa, como para intentar mantener la atención. Muchas veces ni siquiera llegan a eso: la cámara baila, se mueve, barre la imagen, se edita de forma acelerada para que el espectador no se aburra ni durante esas breves tomas. Y ahí es donde entra el arcaísmo de Herzog: la toma sirve en tanto permite ver lo que se quiere mostrar. Y la mejor forma de mostrar es simplemente mostrarlo. Ahí es donde entran las tomas de altura neutra, estáticas, los acercamientos muy leves, los planos fijos. No hay mucho oropel en el cine de este alemán desquiciado. Lo que le importa es mostrar lo que quiere mostrarnos. Y para eso sostiene la imagen, sigue filmando siempre un poco más.
En eso tiene que ver mucho también el sonido. Solo hay dos situaciones en la banda sonora de un documental de Herzog: o tenemos audio directo sin ningún tipo de intervención (con la excepción, claro, de la voz del propio Herzog que nos traduce lo que dicen los entrevistados) o encontramos todo ahogado por una música extradiegética (con preponderancia de la música sacra) que cubre esas tomas eternas con sonidos eternos (muchos coros) que en principio no tienen que ver necesariamente con lo filmado (como el documental sobre una tribu nómade africana, sobre el que se oye a una mujer cantar el Ave, María) pero con lo cual presenta una secreta correspondencia. ¿Cómo nos muestra Herzog esa correspondencia casi ilógica en muchos casos?: sosteniendo la imagen con su sonido siempre un poco más.
Es este amor casi místico por la imagen el que explica también que sus documentales estén plagados de pequeños grandes personajes secundarios, si se quiere. No importa qué sea lo que vino a filmar, si Herzog encuentra por el camino alguna historia y alguna persona que valga la pena mostrar, lo pone.
La fe en las imágenes responde a una fascinación que, a través de la imagen, se expande al mundo entero. Posiblemente eso forme parte de la intensidad de su cine: la fascinación sin límite. Fascinación que incluye lo místico y también lo terrible, todo parece caber en la cámara de Werner Herzog. Será por eso que sigue filmando tanto.
No me refiero únicamente a la intensidad que tienen las imágenes en su cine. Esa intensidad existe y es muy clara en toda su obra, y probablemente tenga mucho que ver con la intensidad (casi maniática, dirían algunos) de la mente del director. Pero incluso cuando no está filmando explosiones gigantescas, selvas tropicales o seres desquiciados, hay un fenómeno que vuelvo siempre a encontrar. No importa cuál sea la imagen (aunque siempre es una imagen relevante, no hay verdadera trivialidad en el cine de Herzog): la vemos, muchas veces sin explicación en un primer momento, la seguimos viendo, comprendemos finalmente qué es lo que estamos viendo, entendemos qué es lo que quiere mostrarnos el director, y después la imagen sigue un poco más. Siempre sigue por lo menos un poquitito más. Sigue un poco y el espectador puede llegar a pensar, “bueno, ya entendimos, pasemos a otra cosa”, pero él la mantiene, siempre mantiene la cámara frente a su objeto. Y cuando pasamos ese pequeño momento, ese lomo de burro en la mente del espectador, entonces se da el fenómeno. Entonces, cuando ya no hay exotismo en lo que vemos, cuando ya no estamos luchando por descifrar qué es lo que nos quiere mostrar Herzog, entonces la imagen adquiere toda su potencia. Después de ese terreno accidentado, el objeto (a través de la imagen que sostiene su existencia aislada y prolongada) se revela.
Es algo realmente extraordinario y no muy fácil de encontrar. La mayoría de los directores (en especial en los documentales) filman su objeto el tiempo mínimo necesario para que el espectador entienda. Y después pasan rápido a otra cosa, como para intentar mantener la atención. Muchas veces ni siquiera llegan a eso: la cámara baila, se mueve, barre la imagen, se edita de forma acelerada para que el espectador no se aburra ni durante esas breves tomas. Y ahí es donde entra el arcaísmo de Herzog: la toma sirve en tanto permite ver lo que se quiere mostrar. Y la mejor forma de mostrar es simplemente mostrarlo. Ahí es donde entran las tomas de altura neutra, estáticas, los acercamientos muy leves, los planos fijos. No hay mucho oropel en el cine de este alemán desquiciado. Lo que le importa es mostrar lo que quiere mostrarnos. Y para eso sostiene la imagen, sigue filmando siempre un poco más.
En eso tiene que ver mucho también el sonido. Solo hay dos situaciones en la banda sonora de un documental de Herzog: o tenemos audio directo sin ningún tipo de intervención (con la excepción, claro, de la voz del propio Herzog que nos traduce lo que dicen los entrevistados) o encontramos todo ahogado por una música extradiegética (con preponderancia de la música sacra) que cubre esas tomas eternas con sonidos eternos (muchos coros) que en principio no tienen que ver necesariamente con lo filmado (como el documental sobre una tribu nómade africana, sobre el que se oye a una mujer cantar el Ave, María) pero con lo cual presenta una secreta correspondencia. ¿Cómo nos muestra Herzog esa correspondencia casi ilógica en muchos casos?: sosteniendo la imagen con su sonido siempre un poco más.
Es este amor casi místico por la imagen el que explica también que sus documentales estén plagados de pequeños grandes personajes secundarios, si se quiere. No importa qué sea lo que vino a filmar, si Herzog encuentra por el camino alguna historia y alguna persona que valga la pena mostrar, lo pone.
La fe en las imágenes responde a una fascinación que, a través de la imagen, se expande al mundo entero. Posiblemente eso forme parte de la intensidad de su cine: la fascinación sin límite. Fascinación que incluye lo místico y también lo terrible, todo parece caber en la cámara de Werner Herzog. Será por eso que sigue filmando tanto.
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cine werner herzog documental imagen critica
sábado, 16 de enero de 2010
Muerte de un moralista
La muerte de Eric Rohmer parece un poco más absurda porque su obra está marcada por una cierta atemporalidad. Espíritu del siglo XVIII atrapado en el cuerpo de un director de cine, filmó películas muy habladas pero nunca abstractas en las que el rigor minimalista esconde una gran complejidad. En ellas, la fotogenia pura (en particular, la femenina) convive con la filosofía, el humor sutil envuelve una mirada existencialista (y católica), y la modernidad se codea con el espíritu ilustrado.
André Bazin dijo que parte del placer que sentimos al mirar una película de Mizoguchi es que percibimos en él una tradición que lo sustenta y que él reelabora. Inmediatamente, agrega que en Occidente el único director con el que se puede decir que ocurre lo mismo es con Jean Renoir. Rohmer es un caso similar. Toda la tradición cultural europea (y en particular, la francesa) converge en el cine de Eric Rohmer: desde la comedia francesa hasta la composición sinfónica, desde la ciencia matemática hasta la pintura. Cómo todo eso logra convivir y cuajar en películas inolvidables es un misterio del cual, desgraciadamente, estamos ahora un poco más lejos.
André Bazin dijo que parte del placer que sentimos al mirar una película de Mizoguchi es que percibimos en él una tradición que lo sustenta y que él reelabora. Inmediatamente, agrega que en Occidente el único director con el que se puede decir que ocurre lo mismo es con Jean Renoir. Rohmer es un caso similar. Toda la tradición cultural europea (y en particular, la francesa) converge en el cine de Eric Rohmer: desde la comedia francesa hasta la composición sinfónica, desde la ciencia matemática hasta la pintura. Cómo todo eso logra convivir y cuajar en películas inolvidables es un misterio del cual, desgraciadamente, estamos ahora un poco más lejos.
sábado, 9 de enero de 2010
Los mirantes
Desde un rincón de Los amantes nos mira Isabella Rossellini.
Podríamos decir que Los amantes, más que en torno el amor, gira en torno a las miradas. Una imagen nos sostiene en esta idea, la de la mirada final que lanza Joaquin Phoenix a cámara. Es una mirada perdida. Al mirarlo mirándonos, quedamos pasmados ante la duda de si tomó la decisión correcta. Pero inmediatamente comprendemos que no hubo una verdadera decisión de Leonard (Phoenix), sino una renuncia. O, si se quiere, la decisión de aceptar lo que quedaba; una decisión limitada.
Antes de esa mirada terrible, habíamos encontrado el cruce de miradas entre Leonard y su madre (Rossellini). Ella sonríe ligeramente. Sabe que su hijo volvió. Pero lo sabe porque sabe que estuvo a punto de irse. Isabella (Ruth Kraditor) es la única en toda la pelicula (además de Leonard) que realmente ve lo que pasa, lo que está pasando, lo ve desarrollarse, lo ve antes de que se empiece a desarrollar. También es el personaje que menos habla en la pelicula. El personaje de Isabella se construye fundamentalmente con la mirada, con alguna sonrisa y con un abrazo.
Desde su rincón de personaje secundario, lo ve todo, tiene la perspectiva que los demás personajes no tienen. No solo la perspectiva que le permite tener toda la información (a diferencia, por ejemplo, del padre de Leonard, de Sarah, de los Cohen, de todos). Ella comparte ese conocimiento con el hijo (“comparte” en el sentido de que también lo tiene, no de que lo dialogue), pero, a diferencia de él, ella sí puede ver porque tiene distancia.
Leonard mira a cámara, pero desde el primer fotograma de la película es un ser perdido, un ser “muerto”, según dice él. Leonard, con toda la sutileza de interpretación de Phoenix, es un ser vacío. Un vacío que intenta llenarse con imágenes falsas.
Los amantes es una película sobre la mirada. La mirada de Leonard, que no ve si no es para mirar hacia arriba, a la ventana de la vecina, a quien no ve realmente. Leonard tiene, además, una relación especial con la mirada: la fotografía. Pero las fotografías de Leonard son de lugares vacíos, son “artísticas”. La mirada de Sarah (Vinessa Shaw) ve un futuro padre, un hijo-marido, un ser tierno que invita a su madre a bailar. La mirada del padre, que mira televisión, mira los negocios, mira a su hijo, pero no lo ve. La mirada de Paltrow (Michelle Rausch), que tampoco mira, que ve solo lo que quiere ver, lo que ella necesita: su novio que va a dejar a su esposa, Leonard como el amigo que necesita, no como persona completa, no como ser más allá de lo que le sirve a ella.
Y después está la mirada de Isabella. La mirada desde una esquina. La mirada desde el seno de la familia, una mirada distante, que casi no se articula (sus díalogos son apenas más que frases cotidianas hechas), que mira más de lo que se cree. Es también la mirada que espía (Isabella arrodillada para tratar de ver por la rendija de la puerta de su hijo). Hay algo ligeramente terrible en esa mirada, que es la mirada de ese mundo gris, familiar, de paredes llenas de fotos de antepasados. Isabella sigue mirando a través de su fotografía, incomodando. Podemos no estar de acuerdo con Isabella, no sonreír con ella al final cuando Leonard vuelve a la casa, al compromiso, al mundo conocido y sin sorpresas. Podemos no estar de acuerdo. Pero no podemos no reconocer esa mirada lacerante que lo ve todo y que es la única capaz de exteriorizar un verdadero amor en toda la película.
La escena de la escalera (elemento melodramático si los hay) es el centro de ese drama de miradas. Leonard se esconde y los Cohen pasan sin verlo. Pero Isabella lo ve, lo vio, lo siguió porque ella sabe. Y sabe (sin tener evidencias claras) que su hijo se quiere ir, que se escapa por la escalera, que deja la casa, la familia, que abandona todo para no volver, que se va con ella (lo sabe, no necesita articular su nombre). Y aun cuando esa huida parecería una traición, ella sabe abrazarlo, decirle que lo ama, decirle que no importa, que lo único que quieren es que sea feliz. Es el momento en el que esa mirada se articula, dice lo que los demás no pueden.
Desde un rincón de Los amantes nos mira Isabella Rossellini.
Podríamos decir que Los amantes, más que en torno el amor, gira en torno a las miradas. Una imagen nos sostiene en esta idea, la de la mirada final que lanza Joaquin Phoenix a cámara. Es una mirada perdida. Al mirarlo mirándonos, quedamos pasmados ante la duda de si tomó la decisión correcta. Pero inmediatamente comprendemos que no hubo una verdadera decisión de Leonard (Phoenix), sino una renuncia. O, si se quiere, la decisión de aceptar lo que quedaba; una decisión limitada.
Antes de esa mirada terrible, habíamos encontrado el cruce de miradas entre Leonard y su madre (Rossellini). Ella sonríe ligeramente. Sabe que su hijo volvió. Pero lo sabe porque sabe que estuvo a punto de irse. Isabella (Ruth Kraditor) es la única en toda la pelicula (además de Leonard) que realmente ve lo que pasa, lo que está pasando, lo ve desarrollarse, lo ve antes de que se empiece a desarrollar. También es el personaje que menos habla en la pelicula. El personaje de Isabella se construye fundamentalmente con la mirada, con alguna sonrisa y con un abrazo.
Desde su rincón de personaje secundario, lo ve todo, tiene la perspectiva que los demás personajes no tienen. No solo la perspectiva que le permite tener toda la información (a diferencia, por ejemplo, del padre de Leonard, de Sarah, de los Cohen, de todos). Ella comparte ese conocimiento con el hijo (“comparte” en el sentido de que también lo tiene, no de que lo dialogue), pero, a diferencia de él, ella sí puede ver porque tiene distancia.
Leonard mira a cámara, pero desde el primer fotograma de la película es un ser perdido, un ser “muerto”, según dice él. Leonard, con toda la sutileza de interpretación de Phoenix, es un ser vacío. Un vacío que intenta llenarse con imágenes falsas.
Los amantes es una película sobre la mirada. La mirada de Leonard, que no ve si no es para mirar hacia arriba, a la ventana de la vecina, a quien no ve realmente. Leonard tiene, además, una relación especial con la mirada: la fotografía. Pero las fotografías de Leonard son de lugares vacíos, son “artísticas”. La mirada de Sarah (Vinessa Shaw) ve un futuro padre, un hijo-marido, un ser tierno que invita a su madre a bailar. La mirada del padre, que mira televisión, mira los negocios, mira a su hijo, pero no lo ve. La mirada de Paltrow (Michelle Rausch), que tampoco mira, que ve solo lo que quiere ver, lo que ella necesita: su novio que va a dejar a su esposa, Leonard como el amigo que necesita, no como persona completa, no como ser más allá de lo que le sirve a ella.
Y después está la mirada de Isabella. La mirada desde una esquina. La mirada desde el seno de la familia, una mirada distante, que casi no se articula (sus díalogos son apenas más que frases cotidianas hechas), que mira más de lo que se cree. Es también la mirada que espía (Isabella arrodillada para tratar de ver por la rendija de la puerta de su hijo). Hay algo ligeramente terrible en esa mirada, que es la mirada de ese mundo gris, familiar, de paredes llenas de fotos de antepasados. Isabella sigue mirando a través de su fotografía, incomodando. Podemos no estar de acuerdo con Isabella, no sonreír con ella al final cuando Leonard vuelve a la casa, al compromiso, al mundo conocido y sin sorpresas. Podemos no estar de acuerdo. Pero no podemos no reconocer esa mirada lacerante que lo ve todo y que es la única capaz de exteriorizar un verdadero amor en toda la película.
La escena de la escalera (elemento melodramático si los hay) es el centro de ese drama de miradas. Leonard se esconde y los Cohen pasan sin verlo. Pero Isabella lo ve, lo vio, lo siguió porque ella sabe. Y sabe (sin tener evidencias claras) que su hijo se quiere ir, que se escapa por la escalera, que deja la casa, la familia, que abandona todo para no volver, que se va con ella (lo sabe, no necesita articular su nombre). Y aun cuando esa huida parecería una traición, ella sabe abrazarlo, decirle que lo ama, decirle que no importa, que lo único que quieren es que sea feliz. Es el momento en el que esa mirada se articula, dice lo que los demás no pueden.
Desde un rincón de Los amantes nos mira Isabella Rossellini.
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